Los lobos lucanos y el espíritu de la lengua


Tuve noción de que la traducción es necesaria a la edad de catorce años al terminar el primer año de la secundaria, cuando vi el 10 final con que me había premiado mi profesora de francés. Era una mujer encantadora pero no recuerdo ni uno de sus rasgos, excepto que era, in toto, una señora elegante. Antes de seguir, tengo que aclarar que no aprendí mucho francés nunca, pero a mi profesora le gustaba mi pronunciación. Y entonces debo aclarar también que a mí me fascinaba la suya, de modo que, me temo, allí se había producido algún juego de espejos.

Una vez le pregunté por qué los argentinos –en ese momento no sabía que los anglosajones también podían hacerlo– citaban tanto en francés. ¿No podían citar en castellano? No conocía aún la palabra adecuada para definir esa elusión de nuestro idioma, pero tenía, tal como ahora tengo de la profesora, una impresión en conjunto. Aquello me chocaba. No hubiese podido decir que era snob, pues nunca había leído o escuchado ese término. "Ellos lo hacen", me dijo en francés –por lo cual pongo el artículo en esta traducción de mi recuerdo– por el espíritu". Ah, sí, ahora le diría: justifica usted en bloque toda aquella tilinguería que... O no se lo diría. Pues la intención era, sin embargo, y en efecto, mantener el espíritu de la lengua en la frase. De inmediato me imagino ahora un texto todo hecho de citas en idiomas que aproximadamente comprendemos, incluyendo el castellano. Ese debería ser el texto de nuestra diversa literatura: incrustaciones de francés, de inglés y, en menor medida, de italiano; unas pocas de alemán. ¿Qué, si no eso, es lo que hizo Ezra Pound en sus Cantos? Qué, si no poner en evidencia el juego de citas en que se sostiene un idioma literario (del italiano debo decir que hay más incrustaciones que las que reconocemos: además del chau, en el lenguaje coloquial son decenas).

A pesar de aquella experiencia temprana, en los años siguientes seguí leyendo como si las obras traducidas estuvieran escritas en su idioma original: esto es, no me detenía a pensar, no se me cruzaba siquiera, que estaba leyendo traducciones. Hasta aquel choque violento. Aquel choque cuando en lugar de a Henri Michaux, cuya traducción para mí era imperceptible, leí una versión de Les fleurs du mal que creo aún sigue reditando Losada. No apparecchiato aún para entender la razón de mi malestar, la emprendí contra Baudelaire: "Che", le dije a alguien, "¿por qué tanto escombro con Baudelaire? Es un embole". Y aquel ángel enviado por Dios flotó sobre las aguas y me dijo en un relámpago: "¿Qué traducción leíste?". El ángel había echado a rodar la bola. Así que entonces... De manera que... Me debatí un tiempo; luego, los años me arrojaron de nuevo al antiguo hábito (de hecho lo mantengo cuando leo en prosa): la traducción no existía, o, si existía, no hacía más que transparentar el texto original, del único modo en que podía hacerse, excepto cuando el buen traductor, para decir de su sufrida presencia, anotaba al pie: "Juego de palabras no traducible". ¡Qué ser despiadado! La ilusión se quebraba, y Dickens tornaba a ser un autor inglés... que escribía en otro idioma.

Ya basta, me dije un día. La traducción es necesaria. Me volví a mi padre, lo vi trajinando su Diccionario Amador Italiano–Spagnolo que conservo y uso, roto, ennegrecidas las orejas, subrayado incluso. Me volví a mi segunda madre, profesora de italiano, descendiente de italianos como mi padre, y entendí, o creí entender, que algo se conservaba y algo se había quebrado en una lógica continuidad. O mejor dicho, en una continuidad que debía ser lógica. Ambos, mi padre y su segunda mujer, eran, como digo, hijos de italianos, esto es, segunda generación de italianos. Pero mientras el uno había cerrado sus oídos a la lengua materna, y desesperadamente, durante años, se dio a recuperarla, la otra había decidido no sólo aprender sino también propagar el idioma que había escuchado en los patios de su casa, desde su nacimiento. A mi padre le quedaban sólo algunas palabras de dialecto lucano, entre ellas, una maldición que soy incapaz de transcribir y cuya traducción era "te agarren y te coman los lobos en el medio del camino". Maravillado, vi que sus últimas palabras eran las mismas –pero en lucano– con que se inicia la Divina Comedia. Y de hecho, Dante fue asediado por una loba, superado que hubo la selva oscura en la que se había extraviado nel mezzo del cammin. Estoy comprimiendo aquí una experiencia que duró varios años más: sólo bien avanzada mi juventud relacioné aquellas palabras talismán, aquellas palabras fundadoras de una epopeya del idioma, con la antigua maldición lucana. Mi padre, al final, entendía el italiano, pero no sé qué movió a casi todos los de su generación, él incluido, a negar y bloquear el idioma de cuna, no su segundo, sino su primer idioma. La calle entera se burlaba del cocoliche. Los propios hijos llamaban a sus padres "tanos".

Sin esta experiencia no hubiese podido entender por qué la traducción era necesaria: no, en mi caso, para olvidar sino para recuperar el idioma perdido, el idioma que al fin decidí aprender, desandar. El primer poema que traduje, en las lecciones de mi segunda madre, era un poema de Ungaretti. Y maravillosamente decía: Di che reggimento siete, fratelli? (¿de qué regimiento son, hermanos?). Un reclamo de reconocimiento en la oscuridad. Sé que esto no parece bastante para generalizar la necesidad de la traducción. Y sin embargo, un secreto hilo, de ida y vuelta, me llevó a comprender que cualquier traducción busca volcar la experiencia de una lengua en la propia. L'esprit, habría dicho mi profesora de francés, debe soplar en un idioma como sopló en cualquier otro. La alegada "imposibilidad", y por lo tanto, la cita en idioma original, no son más que resabios de la petulancia que yo había descubierto muy temprano. Petulancia sólo admisible en Pound, cuya intención ha sido que ces esprits, los de todos los tiempos y todas las lenguas, fueran advertidos en la prosa y la poesía que leemos a diario. Por mi parte, se trataba de llegar al mezzo del cammin para encontrarme con los lobos lucanos.

Avanzada la senda, creo haber caído en la cuenta de que en ese viaje no transportamos una antorcha trémula, vacilantes, hacia el pajonal en el que debe arder, sino que la antorcha finalmente ilumina la gemas incrustadas de restos inmigratorios o de veloces transposiciones –sobre todo en esta época– que siguen forjando un idioma, nuestro idioma por ejemplo, al que creemos distinto. En otras palabras: l'esprit de una lengua no es más que l'esprit de la lengua, que el autor ha captado, ha desechado o ha puesto a prueba, intencionalmente o no, en su lengua de cuna. Me refiero, es claro, a las lenguas latinas. Y a todo cuanto de inglés hay hoy en ellas, y de latino en el anglosajón,  sin contar aún los fenómenos que provocan las nuevas migraciones, virtuales y reales, en todas las direcciones y sentidos.

Pero dije una vez, y no quiero contradecirme, aunque lo haga, que no me importaría si la Comedia estuviese escrita en otro idioma, aunque parece imposible en el idioma de un país no católico y no meridional. Haciendo abstracción de esto, no me importaría, no. Y esto es porque no mistifico el idioma, precisamente. No mistifico ni mi cultura ni mi propia sangre. Si un equivalente de la Comedia se hubiese escrito en otra lengua, y no en toscano, su resonancia estaría en la mía: en las de mis abuelos, italianos y españoles, y en la que hablo en este país. Las palabras son mitos, pero no mistificaciones. Un traductor, de eso se trata, habría hecho la Commedia. En toscano.

© Jorge Aulicino - Lom
Poetas que traducen poesía, Jorge Fondebrider, compilador, Lom, Santiago de Chile, 2015

Imagen: La loba, el león, la pantera. Ilustración de William Blake (siglo XIX), para el Canto I del Infierno, de Dante Alighieri.


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