Cenicienta

Se le dieron vueltas al asunto pero no las suficientes: la poesía es, como suele decirse, la Cenicienta de las letras. Esto indigna a los poetas modernos, pero hubiera llenado de emoción a los del siglo XIX. La Cenicienta permanece en los últimos estantes de las librerías -los más altos o los más bajos- por tiempo perpetuo. Desde allá mira cómo se van, bajo el brazo de apurados clientes, los libros de la mesa de novedades. La Cenicienta es menos que la Cenicienta: está condenada a dormir en los rincones y vestir con la digna modestia con que la publican a veces sus editores, pero no sirve ni siquiera para limpiar. Nadie la lleva. Sus hojas no alcanzan para hacer manojos con que lustrar los vidrios o encender el fuego de un asado. Es una Cenicienta frustrada incluso en su destino de servidumbre.

Ahora bien, la Cenicienta algunas veces recibe el toque mágico de un hada y se convierte, o mejor dicho, se viste, de un halo de belleza. No es que la belleza no estuviera en la inspiración de sus creadores y en sus bellos ojos que escrutaban a los clientes desde el rincón de la librería. Es que verdaderamente se crea en su torno un halo mágico. Algo que es y no es de ella: un vestido, un tocado, unos zapatos, un zapallo convertido en carroza de cristal. Esta belleza de la poesía se añade, y a veces ilumina, a la belleza que naturalmente el creador supo infundir a la combinación de sus palabras y sus versos. Es la belleza que en contadas ocasiones le da el mercado. Un autor, dos, son ungidos y de pronto sus libros se venden -lentamente, es verdad-.

Hay casos en que evocando ese aura, un autor o una autora accidentalmente mencionados en cualquier sitio público, sea la antesala de un podólogo o un medio de prensa, pero de motivos y tonos irremediablemente cursis, vende ejemplares por decenas de millares. Los propios académicos ven un fenómeno digno de consideración en el evento que promueve dinero. E invitan al poeta o la poeta a un congreso de la lengua, junto con un cantautor. Es posible que la próxima vez lleven también a un rapero, que sería mejor, en todo caso.

En cambio, cuando la princesa verdadera -es decir, la camuflada- llega a la fiesta de palacio, dentro de su carroza que es un zapallo y ataviada de celeste y dorado, como una Virgen renacentista, hay siempre un príncipe lector que se quedará con un zapatito en la mano e irá a por ella, de casa en casa, despreciando los pies de las ricas herederas que leen poemas cursis y esperan casar con un príncipe, hasta hallar el pie sucio de ceniza que calce perfectamente el fetiche perdido.

El príncipe se casará entonces con la fregona, y esta devendrá realmente princesa y la metáfora cederá por completo. Ya no hay más poesía, sino fasto y tocado. La mujer no será al mismo tiempo mucama y amante, noble y criada, cenizas y carne, sino una lectora de la falsa princesa que vende libros por decenas de millares. Habrá perdido al mismo tiempo tiara y trapo rejilla.

Pero retrocedamos un poco. Más o menos hasta el momento en que la Cenicienta huye, al son de las doce, para evitar que se vea que su coche es una modesta cucurbitácea. ¿Por qué esta dualidad social que hace de la poesía una divinidad en fuga hacia la vida diaria, donde no vale nada y su aura desaparece? Si creyésemos que sucede porque la poesía moderna suele ser demasiado vulgar, demasiado terrena, cada vez menos proclive a la sublimación y bajada hace rato de un caballo de crines doradas, nos equivocaríamos. Por dos motivos: lo bastardo es cada vez más atrayente en el resto de la literatura, la música, el cine, la cultura en general. El grunge da fe de esto. Y la huida de la poesía al sonar las doce sucede desde tiempos anteriores al capitalismo de escala. De modo que, a mi entender, el sentir vulgar desea una poesía que como producto sea siempre marginal y pobre, y, como obra de arte, remita a una edad perdida que se desvanece entre los dedos al sonar las campanadas de un nuevo día. Es inútil que le digamos: "Nada de eso sucede si usted compra uno o más libros de poesía: su efecto es diurno también y bastante prolongado". Gritémoslo una y mil veces y mostremos el hada de la poesía sobrevolando los versos de los mejores poetas modernos -Drummond de Andrade, por dar un ejemplo cualquiera-, y el público inculto, junto con el culto, seguirá pensando que la poesía no es una prostituta, que no debe ser pagada y que su huida nos recordará eternamente que el Paraíso es un instante.

De alguna forma -complicada-, el llamado "público" ha entendido qué es la poesía. Los poetas no deberían quejarse, si son buenos.

 © Jorge Aulicino

Ilustración: Oliver Herford, para el cuento de Charles Perrault Project Gutenberg/Wikimedia Commons

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