Una mañana en el jardín japonés

Cierta vez, Javier Adúriz me dio cita en el jardín japonés de Palermo. Una mañana. Recuerdo que miramos un rato los peces boquiabiertos y luego nos sentamos en un banco. Me habló de cosas que no recuerdo. Terminamos en un café de la avenida Las Heras, más acorde con mis gustos, entre los cuales estanques, peces, plantas muy cuidadas, no se cuentan. Pero entreví esa mañana la rara sustancia de aquel hombre. Un equilibrio que buscó con paciencia y coraje de samurai. Una vuelta de tuerca que hiciese innecesarias comparaciones y metáforas. Una lengua natural. Adúriz trabajó la mitad de su vida metiendo en formas clásicas imágenes visuales crudamente cotidianas; relacionando el mito con el vivir común, con la aspereza y la desolada vulgaridad de las cosas. Es ilustrativo, además de genial, en ese sentido el verso que aquí cito: Ícaro ciego muerde los ravioles (“Sobremesa del mito"), compañero de aquel otro: El pío Eneas rema sin sentido ("Motivos de una u...