Un sobreviviente
Sobre Violín obligado, de Joaquín Giannuzzi,
30 años después
(Este texto fue escrito en 2014 al cumplirse 30 años de la restauración de la democracia en la Argentina)
A fines de 1984 escribí para el suplemento Clarín Cultura y Nación una reseña del libro Violín obligado, de Joaquín Giannuzzi (Buenos Aires, 1924-Salta, 2004), quien en esa época era una sombra en la poesía argentina, y, en todo el sentido -histórico, político, cultural, estético- un sobreviviente.
Algo de pos-masacre, una luz de terremoto antesque de primavera, iluminaba para mí aquellos días del comienzo de una era democrática que todos creían, y creían con razón, duradera. Creo que percibíamos todos, y no me refiero al sólito círculo intelectual, que algo se había roto felizmente en el mecanismo que había regido la vida política argentina. Un tiempo quedaba atrás, pero el presente era una playa sembrada de restos de naufragio, entre ellos, restos humanos. Como Dante en la playa del Purgatorio, cuando Virgilio se inclina a acariciar la hierba, por primera vez en mucho tiempo veíamos en los rostros el color humano. Una puerta se abría y echaba luz sobre rincones por los que aún reptaban sombras.
Como alguno a Rodolfo Walsh en el prólogo de Operación masacre, la aparición de Violín obligado nos susurró en el oído: Hay un sobreviviente. Pero eso lo percibo hoy con claridad, no lo sentí así en aquel momento. La continuidad, por rara que fuese, es lo que percibía; continuidad de una historia que formaba parte de aquello que Guillermo Boido llamó “la historia secreta del sentido”, la cual discurre -según su tesis- por debajo de guerras, osarios, ordalías, luchas de poder, y también por debajo de la frivolidad y los rostros pasajeros de los periódicos. Esa era, para Boido, si no más verdadera, una historia más interesante, no hecha de fuerza bruta ni de ambición ni de vanidad, sino de palabras, trazos de pincel, teatro, sonidos, probetas y fórmulas matemáticas.
La dimensión del tajo histórico y político que significaron los sucesos de comienzos de los setenta y la dictadura militar no la tuvimos, al menos no la tuve, hasta muchos años después. Digamos que hasta que el recuento de víctimas se hizo carne en la historia. En 1984, y quizá por la necesidad de dar firmeza a lo que parecía frágil, aunque nadie dudaba que fuera duradero, lo que hacíamos, lo que hice, fue en cierto sentido recapitular aquello que siempre había sido nuestro y no había dejado de ser nuestro ni siquiera en los años más oscuros e irreales. Años tan densamente históricos que se hacían a-históricos cuando uno los pensaba ahí, a la vuelta de la última esquina, cerca aún de los talones.
Quise comentar aquel libro, quise saludar algo en aquel libro. Y ahora me parece que lo que quise era constatar la sobrevivencia de un rasgo de nuestra cultura, que se manifestaba en aquella voz, la voz de uno de nuestros mayores poetas. Hoy no solo veo en él una continuidad temporal de nuestra historia cultural, sino también uno de los mejores libros de Giannuzzi, que como los anteriores, y los que lo seguirían, era un concentrado de su poética, como asimismo lo son Principios de incertidumbre (1981) o Cabeza final (1991) o Apuestas en lo oscuro (2000): una década tras otra las mismas contradicciones, las mismas constataciones, en crescendos dramáticos, en diástoles irónicas, en descensos fúnebres y alegrías conceptuales. En el fondo, un discurso que se abandona a sí mismo, pero en una dirección resumida en el título de uno de sus libros póstumos: ¿Hay alguien ahí? (2005), en el que escribe su propio epitafio como un N.N.: “El hombre que estuvo allí / respirando a puro cerebro / emitía ahora señales indescifrables / desde un terror asfixiado en la oscuridad”. Quien habla lo hace a partir de una exhumación real, como muchas de las que narraron los periódicos desde aquel 1984, pero no es difícil percibir que el personaje que escribía los poemas de Giannuzzi, aquel que él identificaba como J.O.G., es el que supuestamente reclama un epitafio, “un documento personal bajo el sol y la lluvia”. En irrealidad, en falta de nombre, en una historia privada de sujeto habían devenido aquellos principios de incertidumbre y aquel violín obligado. La historia se cobraba tarde otra víctima. Era real la real falta de nombre no solo para lo vivido, sino para los seres que lo habían vivido.
En Violín obligado uno lee en principio una obligación de tipo ético, antes de enterarse incluso del primer sentido del título que, tomado de la enciclopedia Espasa Calpe, está estampado en la primera página: “Mús. Un obligado de tenor, trompa, violín, clarinete, etc., se entiende un pasaje destinado a tal voz o a tales instrumentos y que ningún otro dice.”
En aquel comentario de Cultura y Nación escribí:
“Que Giannuzzi haya elegido el violín, que su libro no se haya llamado ‘Saxo obligado’ o ‘Fagot obligado’ también habla de algo. Por supuesto, el violín es un instrumento con enorme prestigio lírico, es casi el instrumento por excelencia, en tanto se entienda –por metonimia obligada- el instrumento como música y ésta, a la vez, por otra obligada metonimia, como el arte por excelencia.
“Pero la época, incesantemente mencionada por Giannuzzi, es el límite. Allí es donde está el caos, la imposibilidad de que sea uno realmente único e irrepetible. De allí la ventana como lugar recurrente que servirá para revelar gran parte de la significación de la poesía de Giannuzzi. Lugar por excelencia donde comercian el adentro tenso y el exterior abrumado”.
Un parlar coperto caracteriza a la poesía argentina. Creo que ninguna otra es tan intensamente sugerente a partir de los objetos que designa, y que aun la más volada, la más vanguardista, no se aparta de cosas y paisajes (basta releer a nuestros surrealistas). También coperto es el castellano que hablamos, inficionado de italiano, aunque tendiente al heptasílabo, como alguna vez especuló Javier Adúriz -tesis esta que debería completarse con la idea de que lo que no se dice en un heptasílabo se dice en un alejandrino-. Lo que retornaba en 1984 con Violín obligado era para mí aquel parlar. No venía con Giannuzzi un estallido de luz, precisamente: en toda la cultura argentina, no hubo, que recuerde, cantos a un porvenir mejor, ahora sí cierto, real, sino el eco de aquellas interrogaciones a la materia dura de la historia, esto es, la realidad cotidiana, donde no hay signos y la esperanza se cifra en la capacidad de decir con el mayor garbo la viva incertidumbre, la clara y radiante extranjería de todo cuanto nos rodea, el “mundo ilegible y eterno” (Giannuzzi, Violín obligado), incluido el personaje que nos hacemos para vivir.
En Violín obligado no hay cadáveres. Hay una presencia ominosa de la muerte en todas las formas en que aquélla se presenta. Hay, en la página 73 de la edición de Libros de Tierra Firme, una alusión a un desaparecido. Es al final del poema “Tres fotografías en el pasado”: “… Un especie / de desolación se insinúa / en torno a la cabeza de alguien que está allí / reclamado por el agua negra / que invade la escena desde el fondo: / una cabeza de desaparecido.” Y se puede pensar que es una persona a quien la dictadura hizo desaparecer, como a miles, luego de matarlo, y también la de alguien que puede ser cualquiera, reclamado por la sombra, como todos nosotros. La marca de la época es de todos modos evidente.
El modo de decir de Giannuzzi -dicho más técnicamente: los recursos lingüísticos de Giannuzzi-, cabalmente porteño, son la felicidad de este libro y de todos los suyos. En primer lugar, la ironía; en segundo, pero no en orden de importancia, los deslizamientos de sentido, las asociaciones entre construcciones muchas veces predeterminadas, las aristas de lo abstracto que se hacen concretas, o la inversa, lo concreto que deviene coágulo abstracto: “Así que nadie oyó nada cuando la pistola / simplificó la contradicción y resolvió el asunto” (“Informe policial”); “Arden los desperdicios de una época abyecta” (“Paisaje final”); “Aquí se cierra el párpado sobre el error” (“Perro en la luna”); “Frente a mi rostro sometido, / martirizado por la intemperie mental” (“La anémona”); “… separado / del deshonor de la historia y su silbido carnicero” (“Negación en el valle”).
Giannuzzi tiene como rasgo de estilo la actitud de aquel que se siente cómodo y fluido en una situación amarga e incómoda; un colgado que se siente mejor pendiendo del techo antes que sentado frente a la mesa, según la respuesta de Spinoza a quien le demandaba si era moralmente correcto el displacer ("Si algún hombre se percata de que puede vivir más cómodamente colgado en el patíbulo que sentado frente a su mesa, actuaría como un insensato si no se colgara": Baruch de Spinoza, correspondencia con Blyenbergh.)
No obstante, insisto en lo escrito en 1984, y lo subrayo, y tal vez en esto encuentro el motivo principal para señalar Violín obligado entre los principales libros del período que va desde la recuperación de la democracia hasta hoy: ese libro contiene un poema clave de Giannuzzi, “Teólogo en la ventana”. Ese teólogo es un “teólogo fracasado”, y por eso "estos versos, se lo haya propuesto o no, funcionan como una poética. Pero, además, son ‘millones de ventanas’ y cada una ‘padece’ este tipo de observador. Con lo cual, la poesía de Giannuzzi ingresa en la historia.”
Dice ese poema:
¿Qué materia desean los ojos y que no pueden ver?
No esta especie de traición a lo largo del pavimento,
la naturaleza criminal que revelan los automóviles,
el taciturno rumor de los objetos manufacturados,
la vacilante verdad de la muchedumbre hacia el ocaso,
los asuntos de esta terrible sociedad que se aplasta al planeta,
¿Cuál es la relación de esta escena con el otro orden?
La divinidad está aquí por delegación sombría.
Joseph Conrad dice de Marlowe, su narrador en El corazón de las tinieblas: “Para él la significación de un episodio no estaba dentro, como un carozo, sino afuera, rodeando la historia, así como un resplandor muestra una niebla, igual a uno de esos halos brumosos que se pueden ver gracias a la luz espectral de la luna”.
Desde mi punto de vista, la significación de la poesía de Giannuzzi está fuera, envolviendo ese corazón de sombra y arrojando luz sobre la oscuridad sin disolverla.
Su procedimiento narrativo es similar al de Marlowe. Sus recursos literarios de alta cultura vueltos hacia lo bajo hacen indistinguible al narrador del objeto. En esa oscuridad, la pregunta es por el sujeto, por su ser real en el océano de lo sombrío cotidiano. Su lengua en estado de gracia quizá sea asimismo el testimonio de una recóndita dicha: la del milagro que se produce entre sombras, o que llega, como el sueño, amenazante pero en las alas de una deidad, así sea embozada. La alta luz ciega como la noche, para decirlo en términos trillados. Sin embargo, es esta comunión de Giannuzzi con la divinidad, verificable palabra por palabra, lo que quisiera resaltar. Se trata, por lo demás, de una presencia, de un afán, que hace entrañable a J.O.G., ese personaje que vive una epopeya en estirar la mano hacia la camisa de todos los días. No es este ersatz igual al Henry James que imaginó Borges -un habitante irónico y resignado del infierno- sino un irónico teólogo enviado a recorrer el pasadizo entre el infierno y el purgatorio, quien guarda en su memoria para siempre lo único que puede dar cuenta del viaje: un estilo construido con su penuria en ciertas condiciones de la época. De una época medida en siglos. Una caída que no es catástrofe, porque ni siquiera el héroe ha existido como tal.
Jorge Aulicino
La república posible,
30 lecturas de 30 libros en democracia,
compilación de Diego Bentivegna y Mateo Niro
Cabiria Ediciones,
Buenos Aires, 2014
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Imágenes: Joaquín Giannuzzi (arriba); contratapa y tapa de La república posible
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