Frankenstein, el monstruo y su doble


Entre las muchas interpretaciones que se ofrecen a la lectura de Frankenstein, de Mary Shelley, las hay sociales, pero prefiero, antes que las lecturas balzacianas, una impresión en bruto, la impresión del mito in toto.

Hay diversas pistas no puestas por azar, tal vez, desde el comienzo, para que consideremos a la criatura del doctor Frankenstein la reescritura de un mito, un mitologema, diría Ángel Faretta. Pero esa lectura, a menos que ampliemos la lente, puede resultar pequeña si se focaliza en el propio doctor -el moderno Prometeo del subtítulo- que intenta crear la vida, así como Prometeo robó el fuego a los dioses. Hay aquí un complejo mitológico que Mary Shelley no se propone ocultar entre líneas sino mostrar desde la portada. Víctor Frankenstein equivale a Prometeo, así como el fuego equivale a la vida, o al poder de dar vida.

Hay sin embargo más y menos en el libro de Mary Shelley: formalmente está hecho de tres historias. Comienza con la del capitán Walton, que le escribe a su hermana desde el Ártico, varado en el hielo. Son cartas que tienen carácter de testamento, puesto que se escriben para eventualmente enviarlas, si la fortuna libera a Walton de su actual brete. Y en esas cartas el capitán describe la llegada de un hombre moribundo a través del hielo. Antes de morir, el hombre cuenta su historia, que Walton transcribe. A su vez, este moribundo, que es Víctor Frankenstein, incluye en su relato la narración que le hizo el monstruo sobre sus peripecias, luego de su huida del laboratorio. Después aparece la criatura, que tiene un fugaz gesto de agradecimiento a su creador cuando éste es ya cadáver. Dentro del texto hay tres relatos, como si la autora, en la ficción de su creación, hubiese armado un dossier con fragmentos, así como Víctor Frankenstein armó su criatura con retazos de muertos.

Hay entonces un clima de morgue, de muerte y confines de la civilización, de áticos y sótanos, muy distintos a los perfiles épicos del robo de Prometeo. Shelley está poniendo a la ciencia de su tiempo en las cavernas y los sitios oscuros; en las catacumbas, en las cloacas. Traspone la línea de sombra para indagar en la sombra el brillo del oro: un gesto romántico. Sin saberlo, Víctor Frankenstein se parecerá por ello más a Fausto que a Prometeo. Y está lejos de parecerse al prototipo del sabio moderno, al que Einstein le prestó su figura.

Pero hay algo más. Esto es lo que me parece básico. No elemental, sino básico en el sentido literal, lo que está en la base del poema de Mary Shelley: la duplicidad, cuyo estudio debemos, entre nosotros, a Ángel Faretta. El doble es una de las formas de lo sagrado. No es la conciencia sino nuestra oscuridad, allí donde precisamente está enterrado el oro, la luz, el fuego, el punto cero de la creación, el Big Bang que surge desde la negación total de la luz, desde la inexistencia de la energía. El ser humano tiembla, en la alienación actual, cuando se aproxima a esa zona que autores como Mary Shelley, Edgar Poe y Robert Louis Stevenson habían explorado a lo largo del siglo XIX: es la zona del absoluto sagrado, del ser sagrado, que es peligrosamente oscuro. 

Cuando Stevenson imagina a Mr. Hyde, lo presenta -esto lo observó Borges, para que no falte la cita de su nombre- como la encarnación del mal absoluto. Su otra parte, el doctor Jekyll, no es el bien absoluto; es bueno, pero a veces malo, como todos los seres humanos. Está expuesto al pecado. Debe cuidarse de él, de su propia tendencia a la maldad. Entonces Jekyll imagina la extirpación del mal… pero crea otro cuerpo, crea otro ser, como Víctor Frankenstein. Los dos lo hacen en laboratorios llamémosles clandestinos. No trabajan para grandes corporaciones sino quizá contra ellas. 

La sombra del capitalismo, seres hechos de retazos o extrañamente deformes, como Mr. Hyde, cuya deformidad no podía ser ubicada físicamente -dice Stevenson a través del señor Enfield cuando le relata su primera impresión al abogado Utterson-, sino que parecía emanar de él; o diabólicos, como el William Wilson, de Poe; o esencialmente inocentes, pero rechazados violentamente por los demás, como la criatura de Víctor Frankenstein; estos seres, digo, son los que acompañan el presentimiento de la alienación, que abarca desde la despersonalización del trabajo hasta la máscara social. 

¿Qué es lo esencialmente inocente que se ha perdido? ¿Qué es ese absoluto al que tememos porque viene envuelto en la tiniebla primitiva? Es el otro gran mito aludido en la novela de Mary Shelley: Adán. Un Adán sin compañera. El Adán solitario, el gran mitologema romántico. El hombre inocente que inventó Rousseau, al que Mary Shelley alude directamente en su obra. Y aquí tenemos todo lo social y todo lo cultural que nos ofrece ese libro, ese gran poema. Y también todo lo ancestral religioso. Porque Dios es finalmente encarnación en Cristo, para la fe cristiana, así como fue figura humana en la tradición nórdica, cuando Odín, disfrazado de viejo tuerto y algo siniestro, solía recorrer la tierra.

Lo que le sucedía a Mary Shelley en las primeras décadas del siglo XIX con un gran mito como el de la creación de la vida por medios artificiales, sucede hoy con la genética, la robótica y la inteligencia artificial. Miedo, vértigo. Nos acercan a una peligrosa otredad que permanece en la sombra. Pero Víctor Frankenstein estaba solo. Hoy miles de científicos nos instan a no temerle a la posibilidad de emular a Dios y nos señalan los grandes beneficios para la salud que traerá la genética: cambiar un hígado por otro ya es posible; mañana será un cuerpo entero; la memoria podrá ser copiada, guardada en computadoras para que cada individuo no deje de ser tal al migrar a un cuerpo nuevo. Un mito ahí: la fuente de Juvencia.


Jorge Aulicino / Jornadas Frankenstein, Casa de la Lectura, Buenos Aires 2018

Cuarta Prosa, 28 de enero de 2020

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Imagen: Una escena de la película Frankenstein, de 1931, dirigida por James Whale y protagonizada por Boris Karloff.

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