Capote: sangre, mentiras y plegarias
No sabemos cuál era la apariencia de Truman Capote cuando llegó en 1959 al pueblo de Holcomb, en Kansas. Aun vestido del modo menos notable dentro de su estilo, Capote, de 1.55 de estatura "y ruidoso como una escopeta" según su auto descripción, debió ser más llamativo que un plato volador en cualquier pueblo del Oeste de los Estados Unidos. El 99 por ciento de sus habitantes, calculados con moderación, ignoraba su fama.
Capote tenía 35 años. Estaba en la cima de su popularidad en el ambiente sofisticado de Nueva York y en poco menos de la mitad de la expectativa de vida contemporánea (puede haber variado varios puntos en las últimas cuatro décadas). ¿Qué hacía allí? Era periodista y, como cualquier periodista, debía responder a las consignas de sus editores, aun de los editores de un periódico de vanguardia como el New Yorker. La vanguardia lo había llevado a ese lugar, de un modo menos casual de lo que parece. Ese sureño se había aclimatado desde la adolescencia a la aristocracia bastarda neoyorquina. Como un gato ronroneante de maullido engañoso rondaba a los famosos. Privada de nobleza, la ciudad construía una clase privilegiada, mezclando la inteligencia con el glamour de los ricos. En ese Versailles innoble, era un duque de importancia y sus dardos maliciosos se toleraban y aun se festejaban. El New Yorker trabajaba sobre aquel público, buscando aplicar un giro distinto a la información cotidiana.
Capote le dijo por entonces a su amiga Slim Keith que le habían dado a elegir entre un reportaje a una mucama por horas que nunca conoció a sus empleadores y la investigación de un asesinato múltiple, al parecer sin otro objeto que la violencia, sucedido en Holcomb, Kansas. Keith le dijo que eligiera "lo más fácil": el asesinato en Kansas. Tal vez era una ironía de Keith, o bien el asesinato eran tan habitual en los Estados Unidos que le habrá parecido “fácil” de cubrir para un periódico. Capote se propuso en algún momento hacer algo distinto: llegar a una verdad por medio del relato directo de quien había participado de la matanza.
Trabajó a conciencia, durante seis años, sobre esa masacre de un matrimonio de granjeros y de sus dos hijos adolescentes por dos desconocidos que no tenían motivo para asesinarlos. En 1966, aquella investigación apareció publicada en el libro titulado A sangre fría. El libro dio un giro copernicano a su vida; y como un giro revolucionario quedó consagrado en la historia del periodismo y de la literatura. El relato del crimen, tomado en gran parte de las confesiones que le hicieron los asesinos, estaba contado de una manera poco convencional. Omitida la mención de fuentes, parecía una novela, un Faulkner con menos insistencia, porque en Faulkner el monólogo interno puede resultar agobiante. Ese tipo de prosa fue llamada non fiction, pero esto iba dirigido a los escritores y a su público. Para el público de los periódicos, en cambio, debió llamarse fiction, o algo menos afirmativo, pero de ninguna manera no ficción. Dos años antes de que Capote llegara a Holcomb, el argentino Rodolfo Walsh había publicado Operación masacre, con los mismos recursos de Capote. También la casualidad parecía haberlo arrojado a una maraña de hechos oscuros y sangrientos. En la Argentina el estilo no tuvo un nombre especial, y si hacía falta clasificar de alguna manera un libro de estas características se hablaba de “periodismo novelado” o crónica novelada.
"La mayoría de la gente que teclea cualquier cosa hoy en día le debe algo a Capote", dijo el periodista David Carr en The New York Times, bajo la información sobre dos películas dedicadas a Capote: una se titula Capote [2005] y la otra Have You Heard? [era el título que se barajaba en 2005: se estrenó como Infamous en 2006]. Las dos se centran en el momento de la vida de Capote en que escribió A sangre fría.
Cuando habla de lo que se debe a Capote, Carr se refiere a un procedimiento avieso. Se trata de que el autor prime sobre los hechos, y la gambeta consiste en demostrar que lo que es bueno para el escritor es bueno para conocer lo sucedido. "El periodista --dice Carr-- se sienta frente al sujeto, todo oídos, para ayudar al sujeto a contar su historia. Pero la historia que se cuenta es la que el escritor elige contar. Y una vez que la escritura llega a la página, se desencadena el infierno". En la película Capote el asesino Perry Smith se entera de que el escritor ha leído en público un relato titulado A sangre fría. Pero Capote le dice que es un error, que la historia de Smith no llevará ese título. "Para poder contar lo que él contó, hay que ser astuto y artero", le dice a Carr el director de Have You Heard?, Douglas McGrath. Capote era de una inteligencia extraordinaria, ególatra, intrigante y probablemente “astuto y artero”. Sabía que toda historia que se publique, escrita en cualquier formato, puede ser considerada una mentira, dependiendo de quien la lea y quien la escriba. Debe de haberle mentido a Smith, y aun así debe de haber creído que buscaba la verdad, tanto en Holcomb como en su vida.
No es descabellado pensar que aquel pueblo encerraba el mismo tipo de violencia y ansiedad bajo una apariencia hosca que los pueblos del sur de los Estados Unidos en los que pasó la infancia Capote.
Nació el 30 de setiembre de 1924 en Nueva Orleans, pero el nacimiento se produjo allí sólo porque su madre, Lilie Mae Faulk, de 18 años, había ido en busca del padre, Arch Persons, de 27. Persons mandó a la mujer y al chico al pueblo de Monroeville, Alabama, y se desligó de ellos. La madre se casó con el cubano Joe Capote García, quien le dio su apellido al hijo de Lilie. Truman Capote estudió en la Trinity School cuando el matrimonio se mudó a Brooklyn y a los 17 años comenzó a trabajar en el New Yorker. La madre se suicidó a los 49 años.
Capote se convirtió en un escritor de fama en la elite neoyorkina antes de la muerte de su madre. Publicó su primer libro, Otras voces, otros ámbitos, a los 23 años. La contratapa llevaba la foto de un chico, el propio Truman, en pose ligeramente provocativa, como una Lolita en versión andrógina. Esa fue su carta de identidad: la historia de un sureño homosexual llegado a Nueva York, y el objeto --el libro-- que contenía esa historia y aquella foto. En diez años había cultivado tanto las amistades importantes que pudo escribir una novela en la que retrataba la soledad en la clase alta, cubierta por el glamour. La historia se llamó Desayuno en Tiffany`s y se publicó en 1958. Para ese época, no era rico. En 1956, vivía en un sótano en Brooklyn. ¿Cómo hacer de un sótano algo con estilo?, se preguntó su biógrafo, Gerald Clarke. Capote encomendó esa tarea a Billy Baldwin, "cuya solución fue elegantemente simple": hizo los cuartos aun más oscuros cubriendo las paredes con un empapelado de brillo lustroso. El mismo brillo de la oscuridad que Capote lograba en su prosa.
Este es el punto en que se encontraba cuando cayó en sus manos el caso del asesinato múltiple en Kansas. "Estoy más quebrado que la huérfana Annie", le dijo a Clarke. Siete años después cambiaría todo. Esos siete años fueron los que le demandaron la investigación y la publicación de A sangre fría. Con el primer dinero que recibió, terminó la casa de madera en Long Island que había comenzado en 1960. Pintó sus pisos de azul marino y la llenó de objetos valiosos y de baratijas. Pero ganó más dinero y se mudó con su pareja, Jack Dunphy, a un piso con vista al East River, en pleno Manhattan. Esta vez, nada de brillos oscuros. Cubrió las paredes del living con seda beige y pintó las bibliotecas de color frambuesa. Si estaba en la cima de la fama cuando llegó a Holcomb, esa fama chillona y vanguardista no era nada comparada con esta otra, porque el mundo hablaba de él y lo consideraba profeta de un nuevo estilo a medio camino entre la novela y el periodismo, o más exactamente, del engaño según el cual la novela se presenta como periodismo y el periodismo se convierte en una novela.
Trágicamente, cometió entonces un grave desliz. Había leído en Santa Teresa de Jesús que son más las lágrimas que vertemos sobre las plegarias que Dios atiende que aquellas que derramamos sobre las que Dios piadosamente ignora, y publicó en 1975 el libro Plegarias atendidas, en el que se reconocieron muchos de sus amigos y relaciones de la alta sociedad. Una mujer, que se vio retratada en el libro, se suicidó con barbitúricos. De pronto se quedó solo en la Nueva Babilonia. Sus llamados no eran respondidos. Las puertas se le cerraban. Su risa estridente se apagó en los reservados de los grandes restaurantes. Ya no bailaría con Marilyn Monroe ni ayudaría con sus bolsas cargadas de ropa carísima a Jacqueline Kennedy. No volvió a ser el de antes. Tendría resto para publicar en 1980 Música para camaleones, y aun para proclamar: "Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy genial. No habrá nadie como yo cuando me vaya". Era mucho y era todo lo que podía decir de sí mismo sin faltar a la verdad.
Quizá murió del mismo modo en que habría muerto si no lo hubiera esquivado la elite de Nueva York. Lo cierto es que había puesto a prueba la no ficción. Tal vez estaba convencido de que solo retrataba lo que veía, ya que entre sus papeles encontraron una cita de Marco Polo (¿padre lejano de la non fiction?): "He escrito sólo la mitad de lo que vi". Si así pensaba, era una pena. Porque en Holcomb como en Nueva York y en sus heridas de Alabama había buscado otra clase de verdad. Pasó por una serie de hospitales y el 25 de agosto de 1984, antes de cumplir 60 años, se despertó en la casa de Joanne Carson, en Los Angeles, y habló con ella, pálido y debilitado, durante varias horas. Había tomado gran cantidad de estupefacientes esa noche y el día anterior. No quiso que llamaran a los médicos. "Por favor, no me hagas pasar por eso otra vez, déjame ir", le dijo a Carson. Y murió al mediodía.
© Jorge Aulicino
Para la revista Viva, 2005
Foto: Getty/La Vanguardia
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