Victoria, la otra
¿La historia de la cultura argentina la escriben los
que pierden? Cualquiera sea la respuesta, la batalla no está terminada, porque
el nombre de Victoria Ocampo, menos irritante que hace cuatro décadas en los
ambientes de la izquierda intelectual, sigue sin embargo asociado a palabras
como oligarquía y frivolidad. Se le concede que su obra cultural, básicamente
la revista Sur, que editó desde 1931 hasta 1971, es estimable. No se le perdona
que haya sido arbitraria en la selección de sus colaboradores, que haya sido
antiperonista y que prefiriera tomar el pulso a la literatura de París antes
que a la de la Argentina, lo que no es del todo cierto. Ahora [c. 2005], se
están reeditando trabajos que Sur publicó a lo largo de 40 años, también las
cartas de Ocampo, y en eso debería verse su legado y su particular concepción
de la cultura, para la que exigía un “nivel” mínimo, que debía ser --como se
dice que dijo alguna vez-- “el nivel Henry James”. Frase quizá involuntariamente
irónica, porque el autor de Otra vuelta de tuerca manejaba una prosa
exquisita.
La Ocampo fue una mujer impulsiva, enamorada de cuanto
escritor le impresionase por su talento, hasta el cholulismo; hizo poco
esfuerzo por entender la complejidad de escritores hacia los que no se sintiera
violentamente atraída, y, pese a eso, su intensa actividad erótico intelectual
se mantiene discretamente en la sombra. Sus biógrafas íntimas, Laura
Ayerza de Castillo y Odile Felgine, no quisieron avanzar demasiado en este
terreno fascinante. En ocasión de la aparición de su libro Victoria Ocampo,
intimidades de una visionaria (1992), Ayerza dijo: “De lo que hablamos,
hablamos claramente, pero no quisimos detenernos en su relación con (Eduardo)
Mallea ni tampoco escribimos sobre su supuesto romance con Keyserling, porque
creemos lo que ella dijo siempre: no me acosté con ese sapo. Si hubiéramos
hablado de sus amores, el tema habría dado para varios libros, porque Victoria
tuvo una vida sentimental y sexual muy agitada para su época y para cualquier
época”.
Es una lástima que esa vida no sea iluminada, porque la
clave de Victoria Ocampo fue su relación visceral con la literatura, a la que
sin embargo nunca accedió, consciente de que su talento daba para el apunte,
para el testimonio (escribió diez volúmenes de este género), para el ensayo. La
enamoraban los hombres que eran capaces de escribir las cosas que le fascinaba
leer, y toda su empresa tiene el sello de este amor orgánico, en el que pocas
veces --Keyserling fue precisamente la excepción, aunque le costó un mal rato-- lograba separar a la persona de la obra.
Así pues, Sur fue la empresa de descubrimiento de una
enorme literatura --europea, estadounidense y latinoamericana-- y de las
personas, los seres vivos que la construyeron, hayan pasado o no por la cama de
la directora de Sur. Parece ser éste el mejor modo de leer el legado de
Victoria Ocampo.
Fue la mayor de seis hermanas, hijas de Manuel Ocampo, el
Tata, estanciero, ingeniero y constructor de caminos. Nació diez años antes de
que terminara el siglo XIX, siglo en el que su familia, dueña de tierras y de
historia, jugó un rol gravitante. No quiso escapar del mundo del que procedía.
Fue todo lo libre que quiso --la primera mujer, probablemente en manejar un auto
por las calles de Buenos Aires, un Packard-- pero llevaba con orgullo en la sangre
la noción de que provenía de aquellas familias que habían “hecho el país”. Los
Ocampo estaban en la Argentina desde antes de Mayo. El tatarabuelo de Victoria,
Manuel José Ocampo, levantó el acta de la tercera reunión del Cabildo Abierto
de 1810. Aquella mujer bella de
principios del siglo pasado, educada en su casa por institutrices,
desconcertada aún en cuanto al camino que debía seguir, realizó un singular
esfuerzo: el de darle cauce a su impulso, vincularse a las letras, y
convertirse con los años en la matriarca de anteojos ahumados con marco blanco,
de lengua rápida y desdeñosa cuando la situación parecía exigirlo. No actuó por
“generosidad”, como una y otra vez señalaron las páginas escritas por sus
apologistas. Actuó por pasión. Y la pasión no es generosa. Cierto es, como
apuntó Jorge Luis Borges (que no le tenía especial simpatía), que pocas mujeres ricas
deciden gastar su dinero en editar revistas y libros en lugar de invertirlo en
perfumes y ropa. Victoria hizo algo “noble”, señaló Borges. Coleccionar escritores
es noble, sí, en tanto sus talentos se pongan a disposición del público; y esto
es lo que hizo Victoria Ocampo.
En los tiempos de la juventud de VO, las chicas no iban a
la Universidad. La joven Victoria, de 18 años, había confesado ya sus
“ambiciones literarias” y concurrió a algunas clases en La Sorbona, de París.
Pero debía arreglar cuentas con su clase y con su época, de manera que en 1912,
a los 22 años, se casó sin amor con un futuro profesor de Derecho, Luis
Bernardo de Estrada, con el que mantuvo una apariencia de matrimonio durante
ochos años. Casi al mismo tiempo, conoció en Roma a Julián Martínez, a quien
reencontraría en Buenos Aires y quien sería un verdadero amor durante 15 años;
el primer hombre, tal vez, que la alentó en su carrera literaria. Por él,
publicó su primer artículo en La Nación. Conoció a Martínez, primo de su
marido, durante su viaje de bodas. El matrimonio se rompió no bien nacido.
Así era Victoria:
“Don A. (tío de Estrada y de Martínez) nos invitó a comer.
La casualidad quiso que me sentaran a la mesa frente a J. (Julián Martínez).
Levanté los ojos y me encontré con los suyos. Caí al fondo de esa mirada. Caí,
desmayada. Un relámpago: el paisaje de la eternidad. Cuando hice pie en el
tiempo me pregunté con espanto (como en las pesadillas en las que una de
repente se ve desnuda en la calle) si alguien nos había visto. O, más bien, si
alguien habría tropezado con esa mirada nuestra, tangible” (Autobiografía
III. La rama de Salszburgo).
A fines de la década de los años 20, aquella relación se
extinguía. Fue un amor de encuentros clandestinos, celos, tormentos. En su
transcurso, Victoria hizo sus segundas armas literarias publicando en 1924 un
ensayo sobre dos mujeres de la Divina Comedia, de Dante Alighieri, (Francesca y Beatrice) en la Revista de Occidente, que editaba José Ortega y
Gasset. El filósofo español estaba prendado de la aristócrata argentina, a la
que conoció en Buenos Aires. No sabemos hasta qué punto ellos dejaron que
fluyera su mutua atracción, pero la filosofía de Ortega impregnó, por la vía
que fuera, el futuro gran proyecto de Victoria, la revista Sur. Sin embargo, no
fue el individualista español el que logró que la argentina se pusiera a la
tarea; más decisivamente influyó el pro comunista estadounidense, viajero perseguido,
Waldo Frank. “Nunca se me hubiera ocurrido por sí sola la idea de fundar una
revista. Y creo que sin esa constante insistencia suya, capaz de sacudir mis
dudas, no habría siquiera consentido en reflexionar al respecto”, le escribiría
más tarde Victoria al seductor escritor judío de izquierda.
Antes de que el primer número de Sur apareciera, en 1931,
habría de ocurrir el desdichado episodio con Hermann Keyserling. El libro de
Ayerza y Felgine describe esta horrible decepción. En 1929, ella había
preparado por carta un encuentro en París con el filósofo que propugnaba la
absorción de la cultura de Oriente para liberar a Occidente de sus más
profundos conflictos, los devenidos del racionalismo. “Al reservar a nombre de
él una confortable suite en el Hotel des Reservoirs, en Versalles, parecía que
todavía no se daba cuenta de la ambigüedad de su actitud”, dicen sus biógrafas.
Por supuesto, el gigante intelectual entendió que compartirían el
alojamiento en ese invierno europeo nevado en que la conoció. Estaba convencido
de que aquella cita en un viejo y lujoso hotel era de naturaleza galante. Pero
a Victoria el yerno de Bismark se le apareció como una especie de Gengis Khan,
con sus enormes manos y pies y su inocultable propósito de ahogarla en un
abrazo. Tenía el comportamiento “de un carnicero”. La inolvidable cena lo
mostró ignorante de los más elementales modales: “devoraba y bebía como un
palurdo”, escriben las biógrafas. Aquellos días en París fueron agobiantes para
VO. El palurdo, además, era “afrentosamente sexista”. Keyserling insistía: “La
mujer es la carne, el hombre es el espíritu”. Para realizarse, el hombre debe
unirse a la carne. Victoria sorteó con éxito que lograra este cometido, pero no
pudo evitar la visita a la Argentina que le había prometido.
En el verano de 1931 aparece el primer número de Sur. Sus
colaboradores eran Waldo Frank, Drieu de la Rochelle (el pro-nazi suicida con
el que Victoria tuvo un amor intermitente), Alfonso Reyes, Jules Supervielle,
Ricardo Güiraldes, Borges, Alberto Prebish, Francisco Romero. En el segundo
número, en el otoño de 1931, Sur publica poemas del poeta comunista negro
Langston Hughes. El primero de ellos era el más célebre de todos cuantos escribió:
“Yo también soy América”. Su traductor fue Borges. En el número del verano de
1932 escribe en Sur el caudillo del grupo de escritores socialistas “de
Boedo”, Elías Castelnuovo, de quien tanto se burlaron en Martín Fierro, la
revista del grupo de Florida en la que colaboró intensamente Borges.
Castelnuovo escribe sobre un viaje a Rusia. Y dice: “Hoy, los intelectuales en
general y en particular los escritores, viven perfectamente bien (en Rusia).
Casi tan bien como los obreros, que son los que gozan allí de mayores derechos
y de más positiva reputación”. En el mismo número, publica Leopoldo Marechal
(todavía no era peronista pero tampoco existía el peronismo).
La aventura había comenzado. Sur sería trinchera
antiperonista en los años 40 y, a comienzos de los 50 --en el 53, precisamente--,
Victoria pasa unos meses en la cárcel. En verdad, la oposición al peronismo se
hizo desde este “faro de la inteligencia” con tanta puerilidad como en los
diarios tradicionales. Cuando los intelectuales de los 50 comenzaron a
considerar la experiencia pasada de otro modo, y criticaron a Sur por esta
cerril oposición al “tirano”, no se sintieron sin embargo privados de publicar
en la revista de Ocampo. Lo hicieron David Viñas y Juan José Sebreli.
Victoria contribuyó en 1947, apenas finalizada la Segunda
Guerra Mundial --era de los “frentes patrióticos” patrocinados por Stalin--, a la
fundación de la Unión de Mujeres de la Argentina (UMA), que la prensa en
general consideraba una organización “colateral” del Partido Comunista
Argentino.
Es imposible soslayar a Victoria Ocampo, reducirla. Su
posición social le permitió moverse en medio de un deslumbramiento que nos
constituye. El de los libros, el de las voces, el de otros ámbitos. Aunque nos
pese, somos tan cosmopolitas como lo fue ella. La distancia que separa la
adquisición física de la cultura y el saqueo no es mucha. Y la obra de piratería
intelectual, de apropiación lícita e ilícita de bienes culturales, de su
asimilación y transformación, continuó después de Sur. Y existía más allá de
sus fronteras en los tiempos en que París fue meta de la oligarquía y del
tango, de los poetas de vanguardia y de los aristócratas. Victoria murió en
1979, convertida ella misma en un documento, en un fetiche, en una leyenda de
amoríos y letras, de feminismo y de indiferencia elitista por los movimientos
sociales. Pero sí, quiso formar una elite intelectual. Su flor en la solapa del
tailleur era el símbolo de una época en que algunos creyeron que las
ideas y la figura son lo mismo. Y el prestigio se perseguía y obtenía, se
compraba o sobornaba al menos con elegante desfachatez.
© Jorge Aulicino
Para revista Viva, c.2006
Para revista Viva, c.2006
Foto: Victoria Ocampo en la librería El Ateneo, de Buenos Aires, en 1967. Infobae
¡Magnífico laburo, querido Jorge!
ResponderEliminarMuy buen post Julio!, me encanta su blog.
ResponderEliminarLe comparto mi nuevo espacio:
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Un saludo grande!
Gracias.
EliminarMe llamo Jorge
Saludos
Disculpe, Jorge.... muchas gracias
ResponderEliminarEstá disculpado. Y le agradezco el comentario.
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