El poeta de los hombres efímeros



La impronta de Cadícamo es inconfundible. Sus letras aluden al mundo de la pasión fugaz, el cabaré, la noche. Descorren las cortinas de una atmósfera secreta donde susurraban las promesas. Mundo nocturno que trasmitía gloria. El cielo del suburbio, el edén perdido del arrabal, se había traslado al Centro. Y era otro edén, riesgoso. Una suntuosidad que se sostiene en su propia exageración recorre los tangos del maestro. Se habla en ellos de boca roja y oferente, de fino bacarat, de eléctrico ardor, de rosas muertas; de lluvia detrás de los cristales, champán, adioses inteligentes, fuego en la respiración. Toda esta poesía ornamental era heredera de Rubén Darío. Un mismo trazo la une sin duda con la de las letras que canta Sandro (tu boca, sensual, peligrosa es un verso que pudo haber escrito Cadícamo, adaptando a su vez al Darío de las lacerantes risas de oro de las marquesas). Cuando Cadícamo -su personaje- regresa al barrio, del que se alejó por locuras juveniles, la falta de consejo, revela la insólita presencia en la casita paterna de un viejo criado. Es coherente, sin embargo. Su criado es irreal como su muchachita dulce y rubia, como la pasional mujer de risa loca. Pero es que el tema era justamente la irrealidad. El amor que se esperaba del cabaré debía ser así, extravagante, lujoso a más no poder. Y era sin embargo amor que se añoraba con el cuerpo, amor físico. El aliado de Cadícamo fue el músico Juan Carlos Cobián, a quien definió como un romántico exasperado. Un tango ataca con una nota tan aguda que obliga a la voz a humillarse o tratar de aplacarla. Es el tango Los mareados, ejemplo de esa crispación que Cadícamo compartía. Pero el mundo de la noche encierra una promesa, se dijo. Está claro que es la del amor inmediato, el de una mujer hechicera. Todo lo impregna ese deseo de una perversidad aniquilante, sutil y eficaz como un bisturí. Y, sin embargo, hay también allí la posibilidad de un fulgor metafísico. Cielo infernal para tipos de barrio que huían de su condición efímera, anónima, mortal. La muñeca brava de Cadícamo está contada en elegante lunfardo. Magistral el cruce de mundos alto y bajo: el biscuit de pestañas muy arqueadas, salida de Villa Crespo, o, mejor, de un cabaré de Villa Crespo, El Trianón, es la vestal de la noche prohibida. No por afán de sacralizar a los autores populares se puede decir que Enrique Cadícamo fue poeta. Trasciende el calificativo de letrista. Porque su mundo es uno, y fuerte, y se sostiene según sus propias reglas.

© Jorge Aulicino
Clarín, 4.12.1999

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