La segunda caída del Muro de Berlín



Desde el punto de vista de las cifras, la hoy casi olvidada serie Lost no hizo "historia". Según el sitio de Economía Digital (el 25 de mayo de 2010), el último episodio de la serie, el más esperado, convocó 13, 5 millones de espectadores en los Estados Unidos el 23 de mayo de 2010. No se manejan cifras seguras de otros países, ni se suman los cientos de miles que bajaron los episodios de Internet, ilegalmente, pero Lost estuvo lejos del gran final de MASH, con 100 millones de espectadores en los Estados Unidos en 1983.

Los fenómenos de audiencia se podrían hoy medir perfectamente, con la irrupción de Netflix y otros sistemas de streaming (distribución digital de contenido multimedia). Netflix, la empresa dominante en este servicio, que podría decirnos cuántas personas vieron una serie, cuánta gente vio todos o algunos episodios, cuáles episodios en particular, en qué países y hasta en qué horas, no está sin embargo interesada en difundir esos datos porque su negocio no es la publicidad, cuyo precio se basa en el rating, sino la simple venta directa del servicio. Como si un diario pudiese vivir solo de la venta en quioscos.

De este modo, no sabemos si existen fenómenos como el de Lost, que significó el final de un modo de ver las series, y en cierto modo, de una estética del espectador. De todos modos, es seguro que las series ya no tienen legiones de fans diseminadas por el mundo que le agregaban un matiz legendario a la pantalla. Esto lo echó por tierra la propia Lost.

El "fenómeno" fue muy perceptible a simple vista. Hasta que Lost finalizó, en 2010, hubo incontables foros activos en todos los idiomas y creados desde distintos países para discutir una de las más entreveradas urdimbres que una serie fantástica pudiera haber concebido. Los detalles de ese argumento eran los de un enigma de fondo, sin duda, para millones de personas. Más allá de los avatares de las relaciones internas de ese grupo de sobrevivientes de un accidente aéreo —Robinson Crusoe multiplicado— había innumerables pistas de algo extraño, quizá sobrenatural, al que habían ido a parar aquellos "perdidos". Y esas pistas eran anotadas y comentadas en los foros y millones de personas siguieron la serie durante... seis años. El tiempo en que un chico nace y comienza la escuela primaria. El tiempo que sobreviven algunos matrimonios. El tiempo que duró la Segunda Guerra Mundial. ¡Seis años! La decepción mundial que produjo el último capítulo creo que pudo respirarse en las calles. Fue la caída del Muro de Berlín de las series. Lost se convirtió, a los ojos de sus millones de seguidores, en la mayor estafa en la historia de este género.

Pero hubo algo mucho más grave: la literatura fantástica quedó seriamente dañada por la irresponsabilidad de los guionistas de Lost. El arte de narrar quedó dañado. El compromiso de los seguidores de series, por último, se fue al piso.

Como dice un amigo que no querría que lo nombre, Lost fue un antes y un después. La gente ve series, ahora, de otro modo: consume, no vive con ellas. Esto es, no les cree. No les tiene fe, no les da entidad de juego serio y su empatía no va muy lejos: apenas alcanza para probar si la verán una temporada o le darán la chance de dos. De nuevo, lo que hubiese podido convertirse en el género estético del siglo XXI volvió a ser entretenimiento. En general. Pero en particular las series crecieron enormemente desde el punto de vista estético, dejando atrás a Lost y a casi todas, desde el simple arte de presentación, ese que se despliega cuando se pasan los títulos.

Con todo, cierto cínico realismo comenzó a percibirse en el gusto del espectador medio. Y hasta hace poco, según la propia Netflix, las series más "gancheras" eran The Walking Dead, Breaking Bad, Scandal y House of Cards. La preferida del ambiente cool, Mad Men, no figura. Tampoco la muy comentada Games of Thrones. En todo caso, Mad Men juega al cinismo. Y Games of Thrones deliberadamente apuesta al argumento múltiple: historias que pueden ser manejadas por los guionistas, que tienen un libro de respaldo, y que, a los ojos del espectador, no importa mucho cómo se resuelvan. Debo confesar que dejé de verla porque ese muro detrás del cual no se sabía qué terrores habitaban me recordó a los misterios decepcionantes de Lost. Me pregunto cuántos no sintieron lo mismo.

Hay antecedentes de otro modo de hacer series. Los Soprano, que terminó en 2007 con una media de 8,3 millones de espectadores en Estados Unidos, fue un logrado intento de poner más calidad cinematográfica y actoral en el género, y de introducir el delito en la normalidad de la vida cotidiana. Pero está dentro de la tendencia descrita. A partir de esos gánsteres traumatizados de ascendencia italiana, se ramificaron las series que indagan en la cotidianidad del mundo narco. Algunas de ellas producidas en América latina. De forenses, psicópatas (o sociópatas, como los llaman los estadounidenses) e investigadores especiales florecieron cien series, todas variantes de la primera a la que se le ocurrió hurgar en el mundo de las morgues y la psicología de los asesinos. Lo que tardará en nacer, si es que nace, diría Lorca, es otra serie que, como Los Expedientes X, logre devolver al género fantástico el gran lugar que siempre tuvo en la literatura. El lugar central.

Los guionistas, que cuentan con la paciencia y la expectativa de los espectadores veteranos —más pacientes y crédulos que los nuevos espectadores— se empeñan, hay que admitirlo, en reconquistar al viejo destacamento —piensen que los que estaban en sus 20 años cuando terminó Lost hoy tienen 30 o cerca de 40, por no hablar de los que teníamos entonces… diez años menos, pero ya éramos veteranos. El policial nórdico ha logrado mucho en ese camino: reconquistar un clima que sólo la literatura podía conseguir. Algunas series inglesas exploraron la variante del policial histórico, como por ejemplo Ripper Street. O volvieron a crear la ciencia-ficción inverosímil de los años 50 con la continuación de Dr. Who, que es actualmente quizá la única serie "de culto" (entendiendo por la remanida expresión aquel culto secreto en el que se comparten ciertas claves).

La conexión con el género literario existió desde el momento en que Los expedientes X se apropió de la tradición de la literatura, incluida la poesía. En algún momento, cuando descubrió la potencialidad de una gran conspiración de humanos y extraterrestres, la serie, hasta entonces errática, reunió mágicamente la oscuridad de la ciencia-ficción del siglo XIX con el espionaje del siglo XX —al estilo Graham Greene, no al estilo Ian Fleming— y una extraña vena sobrenatural. Refrescó una épica de héroes opacos. Se convirtió en una recreación oscura e intricada de La guerra de los mundos, de H. G.Wells, más una porción importante de espionaje que invocaba la Guerra Fría, sin olvidar la sombra tétrica del nazismo, macabra y devastadora ficción que operó sobre la realidad más que ninguna otra. Lost marchó con más decisión por el camino literario y envió guiños sobre La isla del doctor Moreau, de Wells, La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, e incluso La tempestad, de Shakespeare, por no hablar de Robinson Crusoe. Lost renovó y duplicó la apuesta. Pero no supo, no quiso o no pudo manejar el universo de mitos y resonancias que había creado (tal vez alguna vez sepamos de qué modo llegaron los guionistas y productores a diseñar el decepcionante final, una variante del antiguo y siempre mal manejado deus ex machina).

Este proceso de continuación y enriquecimiento de la tradición solo se ha dado en forma paralela y oculta en la poesía de transición entre el mundo de las vanguardias y los paisajes ficcionales que el siglo XXI aún permite crear. En algún momento llegué a pensar que las series eran la poesía pública. La doxa de otro arte, hoy más duro que puro, pero en sus líneas centrales siempre orientado a “la frontera de lo sin límites”, en la que se movió Guillaume Apollinaire, un loco de amor herido por la guerra más horrible del mundo. Esto, tal vez, porque el sistema de comunicación de la poesía como género es más limitado, en cuanto a público, y colaboró para que el género poético se mantuviera más cercano a la poesía como fenómeno.

No es la exhibición de villanos que viven normalmente o espías que torturan con escrúpulos o guerras que nadie desea sostener lo que salvará a las series y las restituirá al mundo de la cultura y la religión. El problema es que el público millennial solo parece pedir series que le muestren lo que sospechan: la corrupción, la infiltración, los centros de tortura, el poder de las corporaciones. Las series no crean una nueva sospecha, un sistema de interrogaciones, una incertidumbre trascendente, excepto cuando reaparecen fugazmente los hermanos Cohen. En general responden a un nuevo público: cazan vampiros con armas espectaculares, conviven con muertos vivos y con francotiradores desahuciados, en un giro desangelado sobre la vieja matriz heroica y sentimental del cine estadounidense que a todos nos hacía felices (“siempre nos quedará París”).

La poesía de las series y la poesía de la poesía encontrarán de nuevo el rumbo común en la medida en que las series no olviden que provienen de la literatura, y que en la narrativa interviene un porcentaje variable, pero nunca superior al 20 o 25 por ciento, de poesía. Y que en esta interviene un porcentaje variable —siempre la pizca que impregna no el condimento que satura— de religión. Y que la religión significa lo enigmático trascendente, que venía convenientemente diluido en las novelas populares de misterio y acción del siglo XX.


© Jorge Aulicino
Para El País de Montevideo

Imagen: Una escena de Los Expedientes X

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