Expedientes X: La conspiración y el abismo



"El noble castillo del Canto Cuarto", uno de los ensayos que Jorge Luis Borges dedicó a la Divina Comedia, se extiende en definir la calidad de siniestro: "aquellos lugares o cosas que vagamente inspiran horror". Borges recapitula el origen de la idea, que proviene del inglés; recuerda que Stevenson era acosado en sus sueños por "un matiz abominable de color pardo"; que Chesterton imaginó una torre "cuya sola arquitectura era malvada"; que Melville dedicó varias páginas de Moby Dick a explicar el horror al color blanco. Tal vez no hubiera agregado a esta enumeración la trama y el ambiente pensados por Chris Carter para Los expedientes secretos X. Parece lícito sin embargo apropiarse de la lista de Borges para referir a la serie que revolucionó la tevé en la década de los noventa.

Si fuera posible imaginar una mezcla de la novela La guerra de los mundos, de H.G. Wells, con la película El tercer hombre, de Carol Reed, eso daría por resultado algo parecido a Los expedientes... Espionaje y ciencia-ficción hicieron allí un matrimonio bien avenido. Podrían citarse la atmósfera (recurrentes interiores; exteriores con luz sombría); la simultaneidad de hechos en lugares distintos del mundo (señalada con subtítulos que indican día y hora); el escepticismo de Scully y la fe de Mulder; la ambigüedad de los personajes con poder; la presencia palpable del misterio en cloacas y lugares abandonados; los ocultos sitios de exterminio y de experimentación con seres vivos, pero el total no es igual a la suma de las partes. Carter logró esa condición indiscernible de lo siniestro para Los expedientes...

No sería sensato dejar de tener en cuenta esa calidad del producto para medir su impacto en la audiencia. Claro que debe haber algo más. Probablemente sea cierta necesidad mitológica que persiste. Una conspiración mundial bastaría para aliviar el vacío de un planeta casi privado de religión. Un complot del poder con extraterrestres confiere un tinte poético, aunque atroz, a la existencia cotidiana, precisamente reflejada en su básica soledad.

Jorge Aulicino

Clarín 28/08/2002 

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