“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”: Cómo César Vallejo se volvió uno de los mayores poetas latinoamericanos



La última versión de su Poesía completa editada por Lumen, con prólogo de Luis Fernando Chueca, reúne tanto sus libros publicados en vida como su obra póstuma.

Por Jorge Aulicino


Si uno mira hoy en la Internet fotos del pueblo de Santiago de Chuco, situado en un valle, a 165 kilómetros de Trujillo y a más de 600 de Lima, quizá esté viendo el mismo paisaje, exceptuando los automóviles, que veía en su infancia el poeta César Vallejo.

Fue el primero de once hermanos, nacido en 1892 y destinado a ser uno de los poetas más celebrados de Latinoamérica y de aquella parte del siglo dominada por las vanguardias en el campo literario de Europa y América.

El más alto exponente del puente cultural entre esos dos continentes -nieto de españoles y de indias-, autor de una audaz y conmovedora mixtura de poesía política y existencial, por no decir metafísica y religiosa, era pues un niño mestizo más, al que sus padres destinaban a cura. Y lo aceptaba de buen grado.

Sin embargo, César Abraham Vallejo decidió en algún momento obtener el bachillerato en Letras y seguir la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Trujillo.

Esta decisión -una iluminación casi- fue tal vez la comprensión intuitiva de que, sin libros de vanguardistas a mano, y solo asistido por los poemas de Rubén Darío y de Herrera y Reissig que encontró en las aulas del colegio secundario de Huamachuco, la poesía habría de ser su huésped de por vida. Y que habría de revolucionarla en las formas para expresar su revolución íntima, la complejidad de su caos afectivo, de su historia, de su alma antigua y plebeya.

Probó estudiar Medicina en Lima, pero en cambio volvió a Trujillo donde labró sus primeas amistades literarias, entre ellas la de Antenor Orrego, que fue el heraldo, el primer propagandista del primer libro de Vallejo, titulado precisamente Los heraldos negros.

Publicado en 1918, obtiene el reconocimiento de que allí había mucho de modernismo rubendariano, pero algo totalmente nuevo en esa escuela: la lengua, a la vez coloquial, familiar, tierna, arcaica, y un modo de abrazar “el dolor de estar vivo”, de Darío, sin vacilación, sin adorno y sin miedo.

Es de ese libro la nostalgia también, ya no solo de un hogar, sino de un ancestral imperio: “Qué estará haciendo esta hora / mi andina y dulce Rita de junco y capulí; / ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita / la sangre, como flojo coñac, dentro de mí”.

Bizancio, ese alusión modernista a cortes reales decadentes, aludía solo a Trujillo, o a Lima, pero Rita, andina y dulce, era ya mucho más que Rita… Cualquiera hubiese dicho que ese poema había sido escrito a miles de kilómetros del paisaje que nombra.

Cuando conocimos el extraordinario ensayo con que el marxista peruano José Carlos Mariátegui saludó Los heraldos negros en su propio libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, muchos sonreímos porque usaba en sus primeras frases un término de significado escatológico en la Argentina, especialmente en Buenos Aires: “El primer libro de César Vallejo, Los heraldos negros, es el orto de una nueva poesía en el Perú”.

Pero cuando continuamos la lectura, entendimos que paradojalmente el libro era el nacimiento de una nueva literatura porque traía a la superficie algo tremendamente antiguo: el indigenismo, o cualquiera sea el nombre que se le quiera poner a la nostalgia de un mundo desaparecido.

Escribe Mariátegui: “El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreyev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco es una neurosis. Su pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad”.

Y luego: “Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban”.

Ahora bien: después de ejercer como tutor, preceptor a domicilio y profesor, Vallejo seguía inquieto, enchalecado en su vida de mestizo provinciano culto. Y cuando lo acusan falsamente de haber provocado un incendio en una revuelta en su pueblo, y lo encarcelan en Trujillo, Vallejo escribe un libro desesperado, lleno de imágenes raras, atropelladas:

Quién hace tanta bulla y ni deja / testar las islas que van quedando. // Un poco más de consideración / en cuanto será tarde, temprano, / y se aquilatará mejor / el guano, la simple calabrina tesórea / que brinda sin querer, / en el insular corazón, / salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada.

Este segundo fluir, detrás de la lengua coloquial andina, llena por lo demás de arcaísmos, lo acompañará hasta su muerte. Así habla su angustia en una poesía de su libro póstumo Poemas humanos:

“Quiero escribir, pero me sale espuma,/ quiero decir muchísimo y me atollo; / no hay cifra hablada que no sea suma, / y no hay pirámide escrita, sin cogollo”.

De modo que la rabia incipiente le hace pensar que el título de su siguiente libro, escrito básicamente en la cárcel, sería Los cráneos de bronce. Cuando se dispone a publicarlo, sus amigos le insisten en que cambie ese título grandilocuente.

Vallejo, tal vez mortificado, elige una palabra al azar, y preocupado quizá o por el número de páginas o por el dinero que costaba la impresión, dice trilce, y queda para siempre esa palabra en la que suenan el tres, la Santísima Trinidad y tal vez la isla de la hechicera Circe.

Vallejo publica Trilce en los talleres de la Penitenciaría y, a poco de salir de la cárcel, se va. No a Santiago de Chuco, no a Lima, donde había obtenido un módico reconocimiento con su libro anterior y amistades como las de Mariátegui y Víctor Haya de la Torre, un político e intelectual de grande gravitación en la historia del Perú. Se va a París. Con muy poco dinero, parte a la nueva Bizancio, cruce de culturas y de exilios.

Publicará, pensará y escribirá otros libros, algunos serán póstumos. Novelas como El tungsteno y Paco Yunque (ambas de 1931); teatro, como Lock-out (1930), Entre las dos orillas corre el río (también de ese año), Colacho Hermanos o presidentes de América (1934); ensayos y crónicas, agrupados en Contra el secreto profesional y El arte y la revolución, pero no volverá a publicar poesía en vida.

En los 15 años en que vivió en París y Madrid, escribió tres colecciones de poemas que su viuda, Georgette Marie Philippart Travers, publicó después de su muerte, primero en París, luego en Perú con los títulos de Poemas en prosa, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz.

Sólo la publicación de esa postrera colección fue encarada antes por otros editores: las milicias españolas lo imprimieron en la prensa de la abadía de Montserrat, en Cataluña, en enero de 1939, apenas dos meses antes de la caída de España, y menos de un año después de la muerte del poeta.

Contiene la visión más metafísica que alguien pudiera concebir de la guerra civil que partió el corazón de Vallejo:

Voluntario de España, miliciano
de huesos fidedignos, cuando marcha a morir tu corazón,
cuando marcha a matar con su agonía
mundial, no sé verdaderamente
qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo,
lloro, atisbo, destrozo, apagan, digo
a mi pecho que acabe, al que bien, que venga,
y quiero desgraciarme;
descúbrome la frente impersonal hasta tocar
el vaso de la sangre, me detengo,
detienen mi tamaño esas famosas caídas de arquitecto
con las que se honra el animal que me honra;
refluyen mis instintos a sus sogas,
humea ante mi tumba la alegría
y, otra vez, sin saber qué hacer, sin nada, déjame,
desde mi piedra en blanco, déjame,
solo,
cuadrumano, más acá, mucho más lejos,
al no caber entre mis manos tu largo rato extático,
quiebro con tu rapidez de doble filo
mi pequeñez en traje de grandeza!

Vallejo vivió una vida penosa en París, y algunos años en España, a comienzos de los treinta, expulsado de Francia por su supuesta actividad marxista. Volvió cuando estos cargos desparecieron y siguió viviendo pobremente.

Había trabajado de periodista, de traductor, había dormido en las peores camas. Tuvo una modesta beca del gobierno de su país en algún momento. Viajó dos veces a la ex Unión Soviética. Con su mujer, compartió un pequeño departamento que visitaron poetas latinoamericanos y españoles, como Juan Larrea, amigo desde hacía años, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Raúl González Tuñón.

Cuando volvió a Madrid para el segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura en 1937, ya con España en guerra, atravesó los Pirineos en el mismo tren en que viajaba Tuñón, quien lo recordaba con aquella mirada taciturna, de atávica tristeza, pero con el puño izquierdo en alto, cantando La Internacional.

Moreno y con “nariz de boxeador”, como lo describió el periodista español César González Ruano, peleó incluso con los vanguardistas franceses, a quienes acusaba de falta de autenticidad y de haber creado una nueva retórica.

Cuando, muy debilitado, fue internado en 1938, seguía pensando en España, y declaraba que, como comunista, solo tenía el carnet del PC español. Uno de los integrantes de aquella vanguardia denostada, Louis Aragon, convertido ya en notable militante del Partido, habló en el entierro.

La embajada del Perú pagó una ceremonia de lujo, nos dijo Tuñón. Y agregó: “¡Qué rabia habrá tenido el Cholo en la soledad de sus huesos!”.

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Imagen: Facsímil de un poema mecanografiado de España, aparta de mí este cáliz, corregido a mano por Vallejo. Publicado en Obra poética completa, Francisco Moncloa, Lima, 1968

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