Una lengua una poesía



Prólogo a Poetas norteamericanos en dos siglos, volumen 1,  

versiones de Jonio González; Ediciones en Danza, e-books, 2020


por Jorge Aulicino

En la Argentina hubo, a comienzos de los años 70, un
descubrimiento de la poesía escrita en Inglaterra y en los Estados
Unidos. Toda una generación se dio cuenta de que se estaba
perdiendo algo. En los años sesenta, cuando el que escribe estas
líneas empezó a leer poesía, el poeta más popular era Pablo Neruda.
Se leía también a Federico García Lorca. Me refiero a muchachos
atraídos por la poesía en una escuela secundaria nocturna de la
ciudad de Ramos Mejía en el conurbano de Buenos Aires. Se
publicaban aquí revistas y libros donde resonaban otras voces: las
del grupo Poesía Buenos Aires y la de los "coloquialistas", pero no
llegaban a los suburbios del oeste. Muchos años después, el que
escribe estas líneas se daría cuenta de que los únicos poetas de
idioma inglés que había leído en sus años de estudiante eran Walt
Whitman y Edgar Allan Poe. El primero pasado por el colador
español de León Felipe; el segundo, en la versión de "El cuervo"
del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, cuyos primeros
versos aún resuenan en su memoria: “Una fosca media noche,
cuando en tristes reflexiones, /sobre más de un raro infolio de
olvidados cronicones...” (El que escribe estas líneas sigue
pensando que es la mejor versión de "El cuervo", tanto por su
musicalidad infantil cuanto por su anacronismo fuertemente
poeiano: "fosca", "infolio", "cronicones"...)

En pocas palabras: si las generaciones de los 50 y los 60 nos
abrieron un campo enorme a los poetas surgentes e insurgentes,
tanto por la modernidad de la imagen cuanto por el lenguaje
coloquial y la inflexión del habla hablada, un campo tanto o más
grande quedaba aún por develar. Y lo develamos. Era el campo de
la poesía en inglés sobre la que solo habían operado algunos
exploradores aislados: Alberto Girri, Rodolfo Wilcock, Marcelo
Covián, Elizabeth Azcona Cranwell. Con Azcona, tuvimos a Dylan
Thomas. Con Girri, un amplísimo muestrario que iba desde
William Carlos Williams hasta Lawrence Ferlinghetti, con
estaciones preferenciales en Wallace Stevens y Robert Lowell. Con
Wilcock, Eliot. Con Covián, la poesía beat.

Esto se nos vino en los 70, y descubrimos que el mundo de la
poesía no estaba solo privado de una lengua, sino más bien del
espíritu de una lengua. Algo que -suponemos- era ese espíritu
movió a las primera y segunda camada de nuestra generación a
traducir del inglés. La dotación de traductores fue desde el
comienzo muy amplia, y se sigue ampliando: Marcelo Cohen,
Jorge Fondebrider, Mirta Rosenberg, Daniel Samoilovich, Gerardo
Gambolini, Diana Bellessi, Javier Adúriz, Andrés Ehrenhaus,
Silvia Camerotto. Todo el patrimonio que ellos revelaron tuvo gran
impacto en la generación de los 90, que dio una gran cantidad de
traductores. La lista sería larga o injusta, pero los primeros que se
sintieron tentados a probar cómo sonaban en castellano los poetas
norteamericanos que admiraban fueron, tal vez, Daniel Durand,
Darío Rojo, Laura Wittner, Sergio Raimondi.

Entre todos estos poetas y escritores traductores surgidos en esa
época, Jonio González -autor de la presente compilación- fue y es
uno de los más productivos y apasionados. Y su grupo Onofrio de
Poesía Descarnada, que fundó a fines de los 70 con Javier Cófreces
y Miguel Gaya, quizá haya sido el que acusó mayor interés
orgánico, diríamos, por la poesía estadounidense, empezando por
la generación llamada "beat".

*

¿Qué tenía la poesía en lengua inglesa que no tuviera aquella que
había dado lugar a las dos olas de la vanguardia en la Argentina?
Empecemos por ver que tenían en común tanto la ola vanguardista
de los años 20 como la de los 50/60, que en realidad empezó a fines
de los 40. La poesía francesa en particular, y en segundo término
el futurismo italiano, habían sembrado allí sus semillas. No fue sino
por eso que Nicanor Parra rezongaba en aquellos años tanto con
Neruda como con el "surrealismo de la escuela de Buenos Aires".
Para él, todo esto era ilusión, divinización, sublimación. Pero desde
aquí no podíamos verlo.

En Francia nada fue igual, y podríamos decir directamente nada
más fue, después de la revolución surrealista, que, cualquiera haya
sido su poder iconoclasta, no hacía transitar su fe renovadora sino
por la senda del vocabulario lírico tradicional. La poesía estaba
pues destinada a exaltar; era una poesía vital porque -con todo y
metáforas descabelladas, imágenes audaces, combinaciones
diabólicas- no dejaba ser una poesía de elogio, cuyos formatos de
base eran la oda y el madrigal, a diferencia del formato romántico
por antonomasia, que era la elegía. Fue por ahí su vitalismo, que
aquí recogió "la escuela de Buenos Aires".

¿Qué nos faltaba, pues? Dos cosas: el realismo -la violencia
descarnada del pensamiento- y la reflexión. Y esto -supone el que
escribe estas líneas- está en lo profundo de la lengua y la tradición
inglesas. El inglés, se diría, no cree en aquello que no ve, o cuya
visión no pueda ser presentada. Reformista en lo religioso, sigue la
trayectoria del tintero de Lutero, arrojado contra un diablo visible,
concreto, no especulativo. El doctor Johnson se enojó con el
pensamiento extremadamente solipsista del obispo Berkeley y no
tuvo mejor idea que patear una piedra para refutar el argumento de
que el mundo no es objetivo. Esto no podía haberlo hecho
Descartes. Y cuando uno ve la tendencia especulativa, reflexiva, de
la poesía y la cultura estadounidenses, no puede menor que
regocijarse en lo concreto y visual de esa especulación. El mundo
cerrado de Emily Dickinson es allí un cosmos mental. Privado,
pero cosmos finalmente. El universo al que se arroja Whitman no
es más que una redundancia, pero es absolutamente convincente
porque sus versículos suenan tan épicos como religiosos, al punto
de que "Walt Whitman, un cosmos" se parece más a una parábola
que a una narración directa, como la que aparentan gran parte de
sus poemas. Cien años después, cuando Allen Ginsberg,
abanderado designado de la generación beat, quiere hablar de su
dolor con el famoso poema "Aullido", comienza hablando de los
demás: "He visto las mejores mentes de mi generación..."

*

Un tintero arrojado al diablo, una patada a una piedra, un aullido,
una parábola: todo esto es el sustrato de la poesía norteamericana,
y todo esto forma un estilo, excepto el de Edgar Allan Poe, padre
esquivo, quien sin proponérselo fundó una escuela en Francia. Pero
aun Poe es un pionero de la poesía propiamente estadounidense
cuando advierte, en su trabajo sobre "El cuervo", conocido como
"Método de composición", que solo al final de ese largo poema
narrativo y musical la figura del cuervo cobra un carácter
simbólico, pues, en su entender, la idea más profunda de un poema
debe ser subterránea. Con esto, abre las puertas del simbolismo en
Francia, vía Charles Baudelaire, y del modernismo o simbolismo
en su propio país, con Wallace Stevens tal vez como su mejor
expresión. Nunca Francia y Estados Unidos estuvieron tan cerca
como cuando Stevens comprendió, paralelamente a Mallarmé -
quien a su vez lo supo ver en Baudelaire- que la realidad que puede
expresarse es siempre "un bosque de símbolos", un platónico
armado que habla de la verdad como representación. Stevens
reparó en que los componentes de ese "bosque" baudelaireano son
asimismo carne y piedra, madera o nieve reales: no solo
pensamientos o visiones, sino también paisaje sensible. Y Williams
fue muy expreso en esto cuando formuló su célebre verso "no ideas
sino en las cosas". Y, más que ninguno, Ezra Pound, quien llamó
"imaginista" (de imagen, no de imaginación) a la escuela que fundó
en Europa en el mismo momento en que Filippo Marinetti creaba
el futurismo.

Desde tiempos remotos, el flash y la anécdota por un lado, y el
poema fluyente whitmaniano por el otro, al que se sumó el pastiche
vía Williams, Eliot y Pound, fueron las formas que desarrolló la
poesía en los Estados Unidos. Porque esas vías estaban en la
lengua, y porque su forma básica ya no era ni la oda ni la elegía ni
el breve poema amoroso sino la parábola bíblica. Todo lo cual se
une en las experiencias del objetivismo y de la llamada "escuela de
Nueva York" en tiempos más cercanos.

*

Mientras toda la vanguardia daba lo mejor de sí en la Argentina, a
la par del coloquialismo que reingresaba el versículo como metro
preferido y la inflexión hablada como ritmo, un hombre gris decía:
“Poesía es lo que ves”. Sin proponérselo quizá Joaquín Giannuzzi
fundaba una tradición paralela a la yanqui, de la que se apropiaron
enseguida los muchachos que en los setenta y ochenta comenzaron
a traducir a los norteamericanos.

Quien escribe estas líneas ha querido mostrar aquí una historia
alternativa a la noble tradición vanguardista francesa. Jonio
González ofreció a lo largo de muchos años una narración de esa
experiencia, con incesantes traducciones de sus poetas preferidos,
que por fortuna -como se verá aquí- son muchos y con creces
representan la historia que a su vez quiso reseñarse en este prólogo,
y que nos sumerge -no hay dudas- en lo que fue y es un nuevo
“bosque de símbolos”.

© Jorge Aulicino



















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Foto: Jonio González por Liliana Lavarello, 2023 Jonio González/Facebook

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