Microensayos: Obras y autores







Las siguientes son columnas publicadas en la revista Ñ del diario Clarín, de Buenos Aires, entre 2003 y 2012 bajo el título general "Palabras cruzadas". Se eligieron en este caso las que versan sobre autores y libros.

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Aristóteles
reciclado
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Tal vez sea una buena manera de leer poesía pensar que todo poeta contiene tres libros básicos de Aristóteles: Política, Poética y Lógica. La Política aristotélica es la formulación de la ciudad perfecta, con un sistema y un número de habitantes limitado que hace posible el funcionamiento del sistema. La Poética indica las estructuras a las que inevitablemente se ciñen, como modelos míticos, los discursos artísticos. Ellas son lírica, épica y drama. La Lógica pone límites al pensamiento, propone un mecanismo que opera por partes, que necesita estaciones, puntos de apoyo. Cualquier cadena de causas y efectos se reduce a dos eslabones, a dos premisas básicas. Será necesario definir nuestras premisas, las premisas de un poeta, sus puntos de apoyo. ¿Cómo?
Volvamos a la Política. Para existir, el poeta requiere una ciudad con cupo limitado. No todos pueden --y si no pueden, no deben-- disfrutar de un poeta. Así pues, lo primero que debe hacer un lector es definir si es parte de esa ciudad. Si siente que sí, pero aún no entiende, pase a la Poética: piense que ha de haber épica, drama y lírica en proporciones variables en cualquier poeta del que se trate, siendo que la lírica, expresión de sentimientos personales de acuerdo con el sistema aristotélico, es el punto de fuga, la arbitrariedad tolerable. Por último, el poeta tendrá un campo limitado, por extenso que sea, en la sucesión infinita. Su mecanismo responderá a dos premisas básicas.
Nos enseña Eliot que cada gato tiene tres nombres: un nombre común, como Michifuz o Blanquita; uno más privado, el de su dinastía, que pocos conocen (nombres raros, como Nabucodonosor, cada uno de los cuales pertenece a unos pocos gatos), y por último, un nombre único, en cuya contemplación se pierde más de un vez el gato. Aunque el gato conociera el alfabeto --esto es seguro, aunque no lo dice Eliot-- el gato no podría pronunciar aquel nombre.
Así es con las premisas básicas de un poeta. Sólo él las contempla, pero no puede decirlas. Claro que gracias a su Política y su Poética, conocidas a fondo, podemos participar de la contemplación de su Lógica.


Autores y
personajes

Fierro se confunde con José Hernández. Antes de proceder a su autoglorificación (“me tendrán en su memoria / para siempre mis paisanos”), Martín Fierro procede a cerrar su “libro” y convertirlo en tótem (“no se ha de llover el rancho / en donde este libro esté”). Hernández profetiza la gloria de Martín Fierro, del libro que ha escrito; sabe que todos hablarán de él, no del político Hernández. Profetiza a través del propio personaje, pero, a esta altura del poema, él se siente Fierro; de otro modo Fierro no hubiese hablado de un libro, puesto que sólo era un gaucho que estaba cantando (“Aquí me pongo a cantar”, comienza el poema).
Miguel de Cervantes se cuidó de esta confusión desagradable. Comenzó por atribuir toda la segunda parte de Don Quijote de la Mancha a un cronista imaginario, Cide Hamete Benengeli, sólo aludido en la primera parte. Cervantes presintió y deseó la gloria de su personaje. Escribe que Cide Hamete no quiso mencionar el lugar exacto en que nació el hidalgo “por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo”. Sin embargo, una indirecta referencia a sí mismo podría leerse en el agregado “como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”, donde olvida el texto y habla del autor. Al final, introduce  un dueño inesperado del personaje: la pluma de Cide Hamete. “Para mí sola nació don Quijote, y yo para él”, dice la pluma. Esta y las otras mediaciones que Cervantes pone entre él y su relato no son suficientes para pasar por alto aquella alusión a Homero.
Bram Stoker no realizó maniobra alguna, consciente o inconsciente, con el fin de evitar que su personaje, Drácula, fuese más recordado que su nombre; y eso fue lo que ocurrió. Dante Alighieri se colocó como protagonista de La Divina Comedia y evitó problemas. Sabía que sólo perdura quien es escrito (por eso hizo que un personaje le rogara en el Purgatorio: “Acuérdate de mí, que soy la Pía”). Ahora, claro, los medios reinan, y nadie recordará al coronel Aureliano Buendía más que a García Márquez.


Jack London y
J.K. Rowling

Los libros de aventuras, de los que la serie de que Harry Potter es dignísima continuadora, no nacieron ayer; su éxito siempre estuvo asegurado. El de Potter difiere de otros éxitos de libros de aventuras en que se multiplica con la aparición de cada tomo de la serie. La fórmula está a la vista: Potter diría que si uno la conoce, y sabe cómo y cuándo usarla, simplemente produce efectos maravillosos. 
Magia es manejar los elementos, justamente con fórmulas cantadas (en-cantamientos). Más precisamente, la magia tiene poder sobre aquello supuestamente espiritual que determina que ciertos elementos se combinen y provoquen una aurora boreal, contrarresten la “mala racha” o nos conduzcan a dónde queremos ir.
El análisis publicado por Ñ hace dos semanas [c.2006], firmado por Jorge Fondebrider, circula por este terreno, el de la magia como clave del fenómeno Potter, y concluye en que uno querría que éxitos semejantes acompañaran a novelas de aventuras más trascendentes, como las de Jack London, por ejemplo. London era extraordinario. La diferencia de visión respecto de J.K. Rowling es que no creía en la magia, creía en la inteligencia y la voluntad de lucha capaces de vencer fuerzas ciegas, las mismas que Potter podría conjurar con hechizos: una tormenta de nieve, el asedio de una manada de lobos. 
Son dos tipos de fe, equivalentes, y ninguna por sí sola produce literatura trascendente. La diferencia de fondo debe estar en que London escribía mejor, y en esto encontramos lo trascendente. No sé si hay un párrafo comparable al primero de Colmillo blanco en todo Rowling: “Un enorme silencio imperaba en esas tierras, tan solitarias y frías que su espíritu no era siquiera la melancolía. La naturaleza parecía reír con una muda y dolorosa carcajada (...), inerte como el hielo y lúgubre como lo inevitable. Era la poderosa e incomunicable sabiduría de la eternidad burlándose de lo inútil de la vida y de sus esfuerzos. Era la salvaje naturaleza del Norte y su corazón helado”.
Si me lo permitiera, diría que la sustancia de lo eminentemente literario es en realidad lo trascendente.


La decepción 
de la caída

Que Julien Sorel muere en el final de El rojo y el negro es algo cuyo conocimiento previo no impidió a miles de lectores disfrutar la novela de Stendhal en el siglo XIX y en el siguiente. Lo mismo sucedió con el Werther, de Goethe. Ni hablar de las tragedias griegas e isabelinas. Sin embargo, los lectores de Dickens se habrían levantado en armas si David Copperfield hubiese muerto al final de sus peripecias. De hecho, Conan Doyle fue objeto de una muy inglesa protesta con crespones de luto cuando decidió matar a Sherlock Holmes (luego lo revivió, menos preocupado quizá por el duelo de los admiradores del detective que por necesidades pecuniarias). Hay pues una diferencia sustancial entre relato trágico y novela de peripecias. Los lectores de la serie Harry Potter la conocen intuitivamente y se han puesto sombríos ante la perspectiva de que el aprendiz de mago muera en la novela número siete. Se duelen y sublevan porque el actor Jim Dale dijo, tras una charla con la autora del ciclo, J.K. Rowling, que se quedó con la impresión de que el muchacho pasará a mejor vida. 
Hay algo estético en esta angustia. “Todo sería un fraude si Harry muriera”, escribió un fanático en un foro de Internet. “Debemos impedir que Rowling cometa el peor error de su vida”, se encrespó otro. Escúchense estas palabras: “fraude” y “error”. ¿Qué contrato previo autoriza a hablar de fraude? ¿Cuál es la forma correcta que permite reconocer el error? El contrato previo es la forma correcta, precisamente. La autora ha prometido algo desde que puso a Harry Potter en el mundo. Harry nació sin pecado, como todo protagonista de aventura juvenil. Sus peripecias son las que, precisamente, lo ponen en contacto con el bien y el mal y le permiten elegir o al menos tener un contacto estrecho con la índole dual del universo. Allí, en ese punto, es donde los lectores quieren que quede para siempre. El fin de la aventura los dejará un poco tristes pero la muerte del héroe los dejaría sin ilusiones. Esto porque la aventura es una forma de la esperanza, en tanto a la tragedia la estructura el silogismo fatalista de la realidad. 


Caminos para 
la lectura
(Cortázar)

Cada año, el periodismo cae en la insensatez de acomodar el desorden de la Feria del Libro y promover caminos para la lectura. Es una tarea absolutamente maníaca, a veces justificada por la devoción. La sensatez es inalcanzable en el dominio de la subjetividad realizada objetivamente, que eso es la literatura. ¿Elegiremos obras que significaron progreso en el arte de escribir, al menos cambios, o aquellas que nos dejan una conmoción apreciable? Entre las que creemos que cambiaron algo, podríamos poner muchas que no nos conmueven. Entre las que nos conmueven, muchas que no cambiaron nada. Un periodista, un escritor de antes, no tendría en la cabeza el servicio al lector, que hoy se impone, sino un derrotero que quizá sea mágico.
En el primer renglón dudaría entre poner la Ilíada o la Odisea. Yo pondría la Ilíada por dos razones: creó la narrativa, el drama y la poesía, y es estructuralmente perfecta. Se puede vacilar entre Hamlet y Lear, no entre la Ilíada y la Odisea; la primera conmueve, la segunda cansa ("cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Itaca, verde y humilde”, recrea Borges). Si seguimos un camino entre académico y visceral, muchas cosas se nos caerán de la mano (muchas obras consagradas) y en cambio añoraremos obras laterales, que se suelen ignorar. Antes que a Rimbaud, e incluso que a Mallarmé, yo leería a Jules Laforgue, si se trata de elegir. Por las razones apuntadas, leería dos o tres poemas surrealistas, y toda la obra de Ezra Pound, si fuera posible leerla y comprenderla en el curso de una vida.
Cortázar, en mi lectura, es de todos los argentinos el único que se distingue por una percepción física de la complejidad del tiempo. En Borges, que nadie vacila en colocar por encima de Cortázar, empezando por César Aira, quien se expone a ser medido con la misma vara, interesa el tiempo paradójicamente. En Cortázar, la posibilidad de tiempos simultáneos o de tiempos enclavados unos en otros resulta consustancial a su prosa. Nadie escribió “Cartas de mamá”. Sólo él puedo obtener la sensación de ambigüedad preocupante de que un muerto vive a la vez en el presente y en el pasado. Se me ocurre este año en que la Feria está dedicada a los libros que hacen la historia [2006], reivindicar a un autor que padece el estigma de la fama y el anatema de hijastro.


Bradbury en
una lata 
de tomates

El escritor Ray Bradbury,  de 83 años, declaró que le gustaría ser el primer hombre cuyas cenizas sean sepultadas en Marte. Su urna funeraria, testó, debería ser una lata de tomates. El autor de Crónicas marcianas, uno de los mejores libros del siglo Veinte, parece haber anticipado su adiós a la vida con un chiste “pop”. Es como si Jack London hubiese pedido que enterraran sus cenizas en Alaska, en una botella de Coca Cola. Así se habría cerrado uno de los capítulos épicos más emocionantes de la literatura del Novecento.  
En 1955, en las primeras páginas de la edición de Minotauro de Crónicas marcianas, Jorge Luis Borges escribió: “En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury  ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street”.  
No hay nada en Marte, sólo vientos de 95 kilómetros por hora y un suelo oxidado. Bradbury (y la ciencia) lo sospechaban. Todo lo que la ciencia-ficción puso en Marte se pierde en esos vientos secos y huracanados. Bradbury adelantó una elegía, que ahora remata con un chiste. De hecho, en la Tercera Expedición de las Crónicas, los marcianos toman las formas de los seres queridos y perdidos de cada tripulante. La ciencia-ficción era un nuevo escenario para la épica, que es una estructura primaria de la literatura. Bradbury la convertía en el marco de cuestiones metafísicas, es decir, dramáticas.
Estados Unidos parece dispuesto a poblar Marte, pero la pregunta angustiosa de las Crónicas marcianas sigue en pie. Los datos que recogen los científicos sobre ese cadáver cósmico servirán para ampliar el desasosiego por los extraviados marcianos, fantasmas del Cosmos y de la imaginación. ¿Dónde están ahora? Antes de que Bradbury fuera famoso, el paranoico H. P. Lovecraft propuso (En las montañas de la locura) que la vida extraterrestre no está lejos, está aquí: duerme en fabulosas y góticas ciudades debajo de los hielos del continente antártico. La ciencia puede no hallar el espectro de la derruida utopía. La imaginación lo hará.


Bradbury y los
derechos de autor

Curioso el reclamo del escritor Ray Bradbury a Michael Moore por el uso de la palabra Fahrenheit. Moore estrenaba ayer su documental sobre los atentados del 11 de setiembre de 2001 en Nueva York y Washington: la película se llama Fahrenheit 9/11. Este título, si uno no le da demasiadas vueltas, es un juego entre la denominación de la escala de temperatura que aún se usa en los Estados Unidos y la fecha de los atentados. Es como si aquí, y en casi todo el mundo, dijéramos “9/11 grados de temperatura Celsius”, o, mejor: “Temperatura: 11/9”, lo que no significa poco ni mucho. Casi no significa nada excepto algo fuera de escala (la barra entre 9 y 11 convierte en fantasía la medida, tanto si se habla de grados Celsius como de grados Fahrenheit). Para Bradbury no hay dudas: Moore le robó el título de la célebre novela Fahrenheit 451, la temperatura a la que arde el papel (232,8 grados Celsius).
No se ha visto la película por aquí y no sabemos si hay similitud o paralelo entre el mundo totalitario en el que se quemaban libros de la novela de Bradbury, publicada ocho años después de la derrota del nazismo, y las denuncias que se propuso hacer Moore sobre la ineptitud del gobierno de los Estados Unidos para prevenir los atentados del 11 de setiembre de 2001. Lo que es seguro es que Bradbury se siente saqueado. "No es su novela, no es su título, por lo que él no debió haber hecho esto" dijo el escritor de 83 años a la agencia AP. Hay información suficiente acerca de que Moore no copió la historia de Bradbury, por lo que sólo queda en pie el uso de la palabra Fahrenheit, que a todas luces es de dominio público. No se sabe de ninguna demanda de los herederos de Gabriel Daniel Fahrenheit por el uso del apellido del ilustre sabio para denominar el sistema de medición que él inventó. Lamentable que el autor de un panfleto en defensa de los libros deje entrever que contra el sistema totalitario de su quema y desaparición deba alzarse la propiedad privada de cada palabra que el escritor utilice, lo que haría casi impracticable el idioma después de Bradbury.


La tentación de
la lista de autores

La tentación de recomendar los libros esenciales para una biblioteca sólo puede sobrevenirle a un didacta o a un ególatra. O bien a quien se pone a considerar seriamente la abrumadora cantidad de libros que se exponen bajo impúdicas luces blancas en la Feria del Libro. Esto último le sucedió a Miguel Frías, quien, con tino inusual, sólo se propuso imaginar (Clarín, domingo 1º de mayo de 2005) una buena biblioteca de autores argentinos, y sólo de narrativa.
Dos o tres consideraciones sobre el párrafo anterior, antes de seguir: un ególatra, se dice, porque se supone  que el curador es un escritor que ansía ser el nombre no dicho de la lista, o bien que se siente un demiurgo. El didacta se basará seguramente en supuestos, en autorizaciones previas: el autor Tal no puede faltar porque es nada menos que el autor Tal; esto se llamaría Biblioteca Tautológica. En cuanto a lo de impúdicas luces: no podría recomendar tal vez una biblioteca pero sí cómo leer, y lo primero es con una sola luz no dicroica sobre el libro.
Es proverbial decir que pocos se atrevieron a recomendar qué leer, sin embargo hay millares de antologías de cuento, poesía y hasta ensayo, de todas las épocas, corrientes literarias y lugares, que implican una calificación, amparada en la subjetividad. El poeta Ezra Pound  publicó, hace setenta años, El ABC de la lectura, un manual que proponía una receta para comprender la literatura universal, con una cantidad reducidamente pasmosa de nombres. Pound pudo hacer esto porque pensaba que la literatura ha desarrollado procedimientos objetivos, como la ciencia, para aproximarse a su finalidad: una lengua eficaz “cargada” del mayor grado de significación posible. En un ámbito mínimo, la Argentina, y en un tiempo tan breve, el método Pound seguramente no revelaría avances; apenas quiénes vienen usando los recursos disponibles de la mejor manera. Quedan dos o tres posibilidades. No descarte la que sugiere la Feria con su sola existencia: elija por las tapas, o los títulos, y sus más sugestivas resonancias. 


Siempre el
mismo gato

La “Oda a un ruiseñor”, de John Keats, desató en algún momento una encarnizada discusión académica sobre si el poeta se refiere a la especie o a un individuo en particular, el que canta cerca de su ventana. Jorge Luis Borges anotó que el nudo del problema está en la penúltima estrofa, cuando el autor revela que no habla de un pájaro mortal, sino del mismo que hizo llorar de amor a Ruth, la moabita. Borges zanja de este modo la cuestión:  “El individuo es de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth”, pero cita en su auxilio una maravillosa frase de Schopenhauer: “Quien me oiga asegurar que este gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba y que traveseaba en este lugar hace trescientos años pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro”. Adhiero al razonamiento de Schopenhauer, acompañado por el de Borges, cuando veo retozar frente a mí un gato. Y no me asombra el platonismo de Borges. Me asombra gratamente aún que un hombre dedicara su tiempo a proponer cuestiones que a simple vista no tienen la menor utilidad. En este caso, ni siquiera para disfrutar mejor el poema de Keats, aunque sí, tal vez, la de ver jugar a un gato. Hace una buena cantidad de años que la ciencia, en especial la ciencia social, nos lleva a reflexionar de otro modo. Es una lástima que se desestime esta aventura paralela.
En un corrillo de periodistas, en los setenta, el poeta chileno Hernán Miranda, quien parecía estar concentrado en algo, intentó meter baza con un “a propósito”. Se hizo silencio para escucharlo, y Miranda, cuyo pensamiento había viajado quizá demasiado lejos en una fracción de segundo, aterrizó: “Bien... A propósito de nada...”, dijo,  y le respondió una carcajada general, que incluyó la suya propia. Tal vez sea el destino de los poetas pensar sin ningún propósito. Tal vez por eso el inglés Auden decía que si existiera una academia de poesía sólo habría que enseñar allí prosodia y filología. Y aprender algunos poemas de memoria.


La discusión
bizantina
 
La Iglesia Católica se dividió a causa de una sola palabra: "filioque". En castellano, son dos: "del hijo". En Bizancio, sede la Iglesia de Oriente, no aceptaban que el Espíritu Santo proviniese "del Padre y del Hijo". La discusión bizantina se extendió durante cinco siglos y provocó una monumental ruptura. Detrás de aquella discusión había --se dirá-- otra cosa. Un imperio espiritual como el de la Iglesia fundada por Pedro no se divide por un quítame allá esas pajas. Y sin embargo... Todo consiste en decir o no decir y, básicamente, en decir sí o decir no. El pensamiento humano no es binario, como el de los ordenadores; la realidad tampoco lo es. Pero los nudos del espíritu y los nudos de los hechos se reducen a un antagonismo claro. Puede que aquello que se juega en el mantenimiento de algo tan visceral como la lengua materna se exprese, para nosotros, en sólo una consonante: la eñe, así como hace 500 años una sola palabra provocó una crisis. La lengua no es estática, claro, pero se alimenta de íntimos rescoldos ancestrales, vecinos al sentimiento de hogar y de patria. La transliteración universal que proponen los ordenadores encontró un escollo en la ñ. Una letra estandarte.


Harold Bloom y 
los genios 

1.
La definición de genio es intuitiva. Nadie podría definir exactamente el presupuesto en que se basa para decidir quién es un genio. Un simple pero insuficiente cedazo es el de la calidad. Podemos decir que Mozart, para tomar un ejemplo, es el mejor, o uno de los mejores. Harold Bloom no se conforma con esto, y nadie podría conformarse. En su nuevo libro, Genios, del que Ñ publica hoy un anticipo, reflexiona sobre dos cuestiones a contramoda que son fundamentales para aproximarse al fenómeno: lo trascendental y la grandeza. Y no grandeza en el sentido de calidad, sino de una especie de exceso divino. Bloom eligió cien genios literarios que agrupa en su libro de manera arbitraria. Basta recorrer la lista para comprobar que la elección se basa en aquella aproximación intuitiva y falible; Shakespeare es casi el único de la lista a quien nadie en el mundo dudaría en llamar genio.
Debemos descartar --aconsejan Bloom y el sentido común-- que sean ciertas condiciones sociales, sumadas a las caracterológicas, las que producen el genio: cada época ha de haber provocado cientos de miles de estas combinaciones y, sin embargo, tuvo gran número de artistas y pensadores imaginativos y originales pero sólo unos pocos genios. La época deja su huella en el genio, pero no lo crea.
El pueblo adivina que en el genio obra una fuerza impersonal extraordinaria. Por eso la modernidad laica y democrática ha querido limar la idea de genio. Cuando se considera a Mozart, quien componía a los ocho años (y no precisamente música rudimentaria) y cuyas partituras no tenían correcciones, se acentúa la impresión de que la genialidad es dictado, taquigrafía, don.
¿Dios ha querido en cien, en mil, en  tres mil genios (o quién sabe cuántos) ofrecer al género humano la comprensión de la obra divina? ¿Cien genios, reunidos una y otra vez arbitrariamente como lo hace Bloom, pueden darnos al fin el Alfabeto? Otra pregunta nos sobresalta: ¿Quiere Dios entenderse a sí mismo? ¿Prueba en Shakespeare, en Mozart, hallar el reflejo de su inteligencia absoluta?

2.
Con el lanzamiento de su libro Genios, Harold Bloom se puso en el centro de un vendaval. En varios lugares del mundo hispano (lo reflejó el correo de Ñ después de la publicación de un anticipo de su libro) se le reprochó la escasa cantidad de "genios" en la lengua castellana incluidos en su estudio. Góngora, Quevedo, Lope de Vega, realmente son ausencias que retumban. En especial, Lope, que responde a la idea de genio --la idea de este cronista, al menos-- más que ningún otro. Los versos de Lope parecen concebidos y ejecutados de un modo fluyente, natural, inagotable y redondo "como agua de manantial", como las partituras de Mozart.
Para exacerbar más la polémica en el mundo de habla hispana, Bloom acaba de declarar a la revista Somos, de Lima, que Luis Cernuda (1902-1963) es "mejor" que García Lorca (y en verdad "mejor" que cualquier otro poeta del siglo Veinte en España), aunque ambos están incluidos en su selección de cien.
Está bien que reivindique a un poeta arduo, grande, como Cernuda. Mal el adjetivo "mejor". En rigor, Cernuda atrae a Bloom en relación directa con su familia opuesta, la de Walt Whitman y Lorca. En 2002, ya había tenido oportunidad de elogiarlo en una conferencia en Barcelona. Y lo hizo confrontándolo con García Lorca, precisamente a partir de la elegía que Cernuda compuso en memoria de Lorca.  
Esa elegía, bellísima, requiere una atención despierta, como todo lo de Cernuda. La "negatividad" que Bloom le destaca, "tan honda que sólo Nietzsche o Leopardi pueden rivalizar con ella", alcanza su máximo esplendor aquí, cuando canta el genio vital y sensual de su coterráneo (ambos eran andaluces), opuesto al suyo. Dice de Lorca lo que vale para la ausencia de quien sea que se haya amado: "Igual todo prosigue / como antes, tan mágico, / que parece imposible / la sombra en que has caído". Pero dice lo que vale sólo para los dos: "Para el poeta la muerte es la victoria; / un viento demoníaco le impulsa por la vida". Si el rasgo del genio es el carácter, éste es siempre uno.


Girri y la
"gracia metafísica"

Hace 60 años,  en 1946, Alberto Girri publicaba su primer libro, Playa sola, el que tal vez sea preciso recordar hoy por singulares motivos: se inscribe en una época dominada en la poesía argentina por un taciturno romanticismo esteticista, que se manifestaba en versos de métrica y rimas regulares, como si la forma realizara en realidad la paradójica función de evocar, románticamente, un clasicismo crepuscular. Girri se hizo cargo de la época, esto se ve cuando se vuelve a leer Playa sola; pero que el suyo haya sido un libro distinto, aunque comprometido con el contexto, no resulta tan importante como el segundo rasgo que lo caracteriza: la reescritura de otra tradición, la modernista (el modernismo de Darío y Herrera y Riessig) con el punzón, el estilo, que sería luego de Girri a lo largo de su extensa obra. Aquello que él decía deberle a Borges: “Él me mostró la posibilidad de una concisión epigramática, de una sintaxis estricta en el español, cosas que en un principio me parecían inalcanzables.” No bastó el reconocimiento, para que Borges dijera a su vez, en una de sus más perfectas boutades: “De Girri puedo decir esto: a veces no lo he entendido; pero siempre que lo he entendido, lo he admirado”. La rigurosidad de Borges, que en su máxima expresión es sorprendente y arrobadora, se había hecho ya extrema en Girri, conocido y desdeñado por su áspera y compleja parquedad.
Vamos a lo que quería señalar, quizá como un redescubrimiento: la reescritura de la poesía parnasiana y modernista, con un lenguaje contemporáneo, razonado, en muchas piezas del libro, y en una esencial de la literatura argentina, el poema “La fuente”, que alude a las fuentes versallescas del modernismo, y comienza: “Esta tarde con su estricto abandono, / la fuente / es un viejo soldado melancólico”. Es menester leer este libro para entender cómo en él Girri inicia, con un lenguaje yermo, la desnaturalización y el extrañamiento de las ideas, la poesía y la cultura que trabajaron nuestras vidas (yacen aún en el rococó de los antiguos edificios). Aquella poesía severa y espiritual que hizo que el monje trapense Thomas Merton le escribiera: “La imagen casera del hombre es su enemigo. Debe ser destruida con palabras directas y paradojas. Tal es tu obra religiosa, mérito y sacrificio. ¡Golpea fuerte, Girri, con gracia metafísica!”


Las mil y una
de Goytisolo

El escritor español Juan Goytisolo ha propuesto (Clarín, 25 de julio de 2004) que Jorge Luis Borges fue el mejor lector de las Las mil y una noches. Lo dijo poco antes de viajar desde Marruecos --donde reside-- a España, para dar una “clase magistral” sobre lo que llama “el cuento de los cuentos”.
“Su obra –la de Borges—no existiría sin Las mil y una noches", pontificó. Esto es así porque Borges comprobó que el relato “es un círculo perfecto, un círculo que se cierra, y al mismo tiempo es un laberinto”. Está claro que a Borges le atrajo la estructura del libro más que Simbad o Aladino. No le importaba tanto lo que Sherezade contaba como el hecho de que el libro es un relato de los relatos que contaba Sherezade, y que, en mitad del texto, Sherezade cuenta el principio de la historia que abarca a las demás, con lo que el relato está a punto de reiniciarse y amenaza con hacerse eterno. Está claro también que a Goytisolo le fascina lo que le fascinó a Borges. Y que está dispuesto a demostrar que la literatura de Occidente ensayó una y otra vez el procedimiento. A esto le llama “ecos”. Así debe de haber transcurrido su clase magistral: señalando cómo se puede percibir la técnica de los relatos enhebrados en Bocaccio, en Chaucer, en Poe, en Proust, en Joyce, en Eco, en Corín Tellado. Es fácil ver que los ecos se prolongan, si uno quiere, en las novelas de Balzac, en el folletín, en la telenovela, en Los Simpson. Así, la paradoja casi irónica de Borges se convierte en grotesco. Sherezade es la única que cuenta.
De sustancia, nada. Y esta es la cuestión. Porque ya se sabe que las formas de la literatura son poco variables. Hay relatos (algunos se articulan en “sagas”, palabra ésta usada hasta la náusea), hay teatro y hay poesía. Nada hay que no se escriba dentro de estas estructuras, si vamos a simplificar. Lo que cambia es lo contado. Y entre las “sagas” de Sherezade y los relatos de En busca del tiempo perdido cualquiera percibe un abismo de tiempo y espacios. Goytisolo no se arredra. Y sigue la saga. Que antes se llamaba el Cuento de la Buena Pipa.


El final feliz
hace falta

El happy end combatió duramente con la tragedia durante un siglo. El cine de Hollywood aplicó al drama el cartabón de la novela de peripecias: de todo puede suceder en una película a condición de que el protagonista o la pareja protagónica salgan más o menos bien parados. Esto tiene una razón, además del mensaje optimista: nadie puede ver tragedias todo el día. Nadie puede ver a Macbeth rodar hacia el infierno o a Edipo arrancarse los ojos todos los días, ni siquiera semanalmente. Es demasiada intensidad, y por otra parte el efecto catártico de la tragedia se pierde. No se puede desahogar hoy lo que se ha desahogado ayer.
Entonces, como el arte devino industria, fue necesario pensar en géneros que no nos tuvieran 24 horas conmovidos hasta los tuétanos, y pensando que la obra de los dioses es siempre inaccesible para los humanos, y que las trampas del Olimpo nos acechan y que somos más ciegos que topos ante nuestro destino, y que  todos terminaremos arrancándonos los ojos, por imbéciles. Eso no es vida. Sólo el placer admite intensidad diaria, y esto si las fuerzas nos asisten. Porque es sabido: también hay que respetar un metabolismo del placer.
Se entiende que si la industria estrena varias películas por semana y numerosas series y telenovelas por año, el final feliz se impone. Hace décadas se sabe que si mueren “el muchachito” o “la chica”, la película no puede continuar, trátese de un drama, de una comedia dramática o de una feroz historia de pistoleros. De la épica, claro, no se espera menos que un buen final, porque el propio Homero nos enseña que la sustancia del género es la idea “viví para contarlo”. De la tragedia, que era el principal género teatral, la sustancia es en cambio la caída del héroe.
La astronomía acaba de decirnos (marzo, 2006) que estuvimos a sólo 40.000 años luz de que la explosión de una estrella neutrónica borrara la vida en la Tierra. La industria nos ofrece una coartada: del azar podemos salvamos; por lo tanto el bien es lo irreductible.


El nuevo
heroísmo

La heroicidad se ha derrumbado. O tal vez no: ha sido reemplazada por épicas privadas que conforman una épica ecuménica. Una red de épicas sustitutas alojadas, claro, en la computadora doméstica, porque son épicas virtuales. 
El tráfico en la Internet hacia sitios pornográficos es abrumador. En esos sitios, se viven intensas epopeyas de alcoba. Millones de personas imaginan que seducen y poseen mujeres de todas las edades, tipos, nacionalidades y razas en una interminable saga que ni Casanova hubiese resistido. Guerras y guerrillas, fusiles y machetes, son reemplazados por fantasiosos ataques frontales o por retaguardia a blancos eróticos que se reproducen -menos monocordemente, hay que reconocerlo- que el señor Smith, de Matrix. Otro tipo de héroe, o el mismo, se puede uno construir con los juegos de guerra concentrados en cómodos CD-ROM, que se juegan mano a mano contra la PC, en redes privadas o en sitios de Internet. Hay allí una amplia gama de comandos anónimos -pueden ser cualquiera de nosotros-, disparando contra todo género de objetos y sujetos. Esos juegos son muy populares en locutorios y ciber cafés. Los hay más sofisticados. Existen auténticos paladines de grandes juegos de guerra, nacidos en los espacios tensos y silenciosos de los ciber cafés. La monumental obra de Microsoft, el Age of Empires, convierte a cualquier pelmazo en un general de pasadas civilizaciones.
Una novela del cubano Manuel Cofiño López reunía en su título, en los 70, la conquista amorosa sucesiva y la revolución permanente. Se llamaba: La última mujer y el próximo combate. Aquel héroe machista y romántico, ¿dónde está? “¿Qué fue de tanto galán, qué de tanta invención como trajeron?” Allí los tenéis, a solas con sus computadoras. Sus victorias se miden en términos meramente imaginativos. El mayor logro del espionaje revolucionario es, hoy, hackear un password para un sitio porno pago.


Kant nos
persigue

Emmanuel Kant fue la estrella de un coloquio titulado "La belleza como paradigma", según la crónica de Clarín (marzo, 2006). Sucedió hace unos días, en el microcine del Palais de Glace, y no debería asombrarnos. 
La filosofía de Kant significó mucho en el entendimiento de lo que es el fenómeno del arte. Fue la figura central del cambio en esa percepción que se operó en los 60 años posteriores a la publicación de Crítica de la razón pura (1787). Es decir, el romanticismo. Duncan Heath, en el simpático librillo titulado Romanticismo para principiantes recuerda el horroroso impacto que la filosofía de Kant provocó en la mente sensible del poeta y dramaturgo Heinrich von Kleist (1777-1811): "No puedo liberarme de sus cadenas (las de Kant). La idea de que no podemos saber nada, nada en absoluto, sobre la verdad en esta vida, me ha perturbado en la santidad de mi alma (...) Ya no tengo objetivo".
Lo trágico de esta circunstancia --por culpa de Kant o no, von Kleist perdió el interés por la literatura y se suicidó a los 34 años-- es que Kant no había predicado la imposibilidad del conocimiento, sino la posibilidad de conocer en qué términos conocemos. La revolución epistemológica de Kant abrió el doble torrente del romanticismo: la percepción de que la realidad es un lenguaje sagrado, monstruoso, incompleto (en esto consiste la idea de lo sublime, que para los románticos anidaba en el paisaje irregular y sombrío de la montaña, en la niebla o en el mar tormentoso) y la conciencia de que el arte es un artefacto esencialmente falso. 
La idea de que no existe belleza objetiva trastornó al mundo entero. La creación, a la vez que expresión legítima del alma, paso a comprenderse como un asunto puramente subjetivo, cuya única legitimidad la da la sensación --siempre subjetiva-- de que alude a un todo inabarcable. Cuanto menos regular y simétrica, cuanto más incompleta, más romántica y más kantianamente bella.
Si el coloquio del Palais de Glace concluyó que aún al arte se le demanda lo sublime, como dice la crónica, es que ha vuelto el romanticismo. Y en buena hora. 


Viva León…
Felipe

Hace días, en Madrid, en un almuerzo convocado por el poeta Luis Alberto de Cuenca, se habló de la poca afición de algunos escritores por el baño diario y se terminó en el desafortunado Juan Agustín Goytisolo -mención que no vino a cuento de la higiene sino que fue uno de los últimos eslabones de una cadena de asociaciones libres-. Goytisolo se suicidó en 1999; sus conmovedoras “Palabras para Julia” fueron musicalizadas por Paco Ibáñez. Me enteré de que Cuenca comparte conmigo que la seducción del canto de Ibáñez es su rara monotonía. Que Ibáñez vive. Y que nadie deja de reconocer su capital contribución al revival de los poetas españoles en los 70.
El otro día leí en Ñ una cita de Antonio Tabucchi, cita de Octavio Paz, que dice: “Los poetas no tienen biografía”. Me pareció que esa frase no era de Paz. Busqué en el omnipresente Google y encontré miles de páginas que atribuyen el dicho a Paz, con referencia al poeta portugués Fernando Pessoa, en 1984. Di por bueno que así debió ser, es decir, que Paz dijo o escribió tal frase. Pero seguía con la impresión de que no la había leído por primera vez suscrita por Paz. El recuerdo de Paco Ibáñez me orientó. El cantaba unos versos de un poeta castellano que para algunos no debe de existir hoy. La voz de Ibáñez me llevó al libro en que por primera vez leí la frase que sin duda Paz también pronunció, sólo que mucho después. El libro es la traducción de Hojas de hierba de Walt Whitman, realizada por León Felipe, cuyo prólogo en verso concluye así: “Los grandes poetas no tienen biografía, / tienen Destino. / Y el Destino no se narra, / se canta”. El trajinado ejemplar que tengo, con la tapa rota y manchada, es de la edición de Losada de 1968. La primera edición de Losada es de 1950. Pero el epílogo de Guillermo de Torre está fechado en 1941, de modo que Felipe escribió su traducción y su prólogo como máximo en esa fecha.
Paco Ibáñez cantaba de León Felipe los versos de “Como tú”. El poema dice: “Así es mi vida, / piedra, / como tú. / Como tú, / piedra pequeña; / como tú, / canto que ruedas, / como tú”.
Misterios de canto rodado. Esto termina siendo un homenaje a Felipe, farmacéutico, embajador de la República y traductor de Whitman, y a los poetas españoles del siglo pasado, a casi 70 años del alzamiento franquista.


Cristina Campo
y el lenguaje
literario

La nuez de oro, recopilación de notas publicadas por Cristina Campo en la revista Sur (Selecciones de Amadeo Mandarino), es un curioso acontecimiento que rescata tópicos que ya ni sueña la literatura del siglo XXI. Cristina Campo nació en Bolonia en 1923 y murió en Roma en 1977. Esta edición al cuidado de Ernesto Montequín circulará escasamente: no hay peligro de que nadie se contamine del ligero e inteligente énfasis de una prosa que busca la exquisitez y que seguramente ya sonaba a decadencia para la moderna crítica entre los años 60 y 70 en que fue escrita.
Cristina Campo alude a estilo, a belleza, a perfección, a escritores "procesados por refinamiento" y esporádicamente da cuenta de una función del arte tan vital como olvidada por la extraña mezcla de neoplatónicos y lingüistas que dio origen al ensayo del siglo pasado: "Quien haya tenido la ventura de nacer en el campo (o por lo menos en un jardín suficientemente vasto como para no conocer demasiado bien sus límites) llevará consigo durante toda la vida el sentimiento de un lenguaje arcano y sin embargo preciso, de un musical desenvolvimiento de frases que, mientras colma los sentidos de superabundante alegría, anuncia a la mente un último diseño, siempre de nuevo prometido y diferido".
En esta enigmática aseveración, quien haya nacido en el campo --o en la infancia haya percibido la vastedad en cualquier sitio-- tiene prometido un estilo. Campo retoma los hilos ocultos del pensamiento romántico según el cual el arte es la intuición de la totalidad, aunque corona su reflexión con una vuelta clásica: quien se haya asomado a la inmensidad de la naturaleza, obtiene a la vez los sellos y las medidas del ritmo en que se manifiesta lo natural.
Pero no es así, definitivamente. En cambio, interesa en esta postura la abolición de una vieja analogía entre los signos de la literatura y la escritura del mundo. Como si aquella buscase traducir un sentido de los acontecimientos o del ordenamiento de las cosas.
Si la literatura avanza por ese camino, se convierte en una forma de conocimiento. Será siempre una forma de aprehender. Más bien, la alusión imperfecta a la totalidad de un "campo" --la luz en los árboles, por ejemplo-- y su impresión en los sentidos podría ser el camino que retome, después de un siglo de mirarse a sí misma.


Abuso de 
confianza

La literatura destruyó, por abuso, el recurso de nombrarnos como lectores. Desde el: “Recordará el amable lector”, que apela tácitamente a la paciencia dispensada al relato hasta ese punto, hasta el:  “¿Me creerán si les digo?...” copiado de las traducciones de la novela estadounidense coloquial, pasando por esa sensación de proximidad creada por la disculpa implícita en: “El doctor Livesey, el señor Trelawney y otros caballeros me han pedido que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro”, de vez en cuando los escritores nos dispensaron compartir sus dudas acerca del interés o las dimensiones de lo que estaban narrando o se disponían a narrar. Esto debió ser sorprendente en algún momento virginal: aquel en el que, por primera vez, sentimos que un señor reputado, inteligente, distante y a quien pensábamos lo suficientemente soberano (y soberbio) como para contar sin más, nos consideraba y tenía en cuenta... y no a todos, sino específicamente a uno, a mí, al que lo leía en ese momento a través del tiempo. Instante conmovedor.
Había perdido yo, en cierto momento de mi vida, toda expectativa de deliciosa sorpresa, de participación como lector en las tribulaciones, espantos, maravillas y estupefacciones del narrador que nos nombra o refiere sin nombrar. Fue un período de mi vida en el que pensaba que la rigurosidad del presente impedía toda irrupción de la magia, y que nada, ni la abusiva repetición de la primera persona que comparte sus dichas y desdichas, ni la directa referencia a quien lo lee, podía depararme esa comunión con la lectura, esa misa, en la que autor, personaje y lector son uno y trino. Fue en ese siglo de gris inquebrantable cuando descubrí en un baño de Floresta la más extraña leyenda de mingitorio que me haya tocado leer. Justo frente a mi nariz, y cuando daba al lugar el uso debido, leí: “Aquí mea Dios”. No me sentí Dios, por Dios, pero tuve la certeza de que había entrado en otra dimensión, por acto y voluntad de un ser anónimo que colocó las palabras justas en el lugar adecuado.

Stanislaw 
Lem

Hace once meses (en marzo de 2006)  murió Stanislaw Lem, confusamente mezclado aún con “grandes autores de ciencia-ficción”, satíricos de la “talla” de Swift  y otros escritores entre los que se nombra a Borges.
Afortunadamente, su nombre acompañado de todos esos ilustres, y a veces de especificaciones del orden “autor de ciencia-ficción, pero más que eso”,  no figuraron en grandes carteles. No es que deteste el marketing, pero a qué repetir orientaciones aproximadas, hasta la saciedad. “La disponibilidad de la obra de Lem en castellano es bastante irregular”, señaló oportunamente un wikipedista. Tal vez la crítica debió hacer algo por remediar eso.
En uno de sus últimos textos, publicado en La Jornada, de México, en 2001, Lem realizaba una exhortación a salvar el espacio, relatando viajes imaginarios en cuyo transcurso un astronauta había constatado el estado calamitoso de las galaxias cercanas. “Cualquier cosmonauta que tome este rumbo deberá rebasar no sólo las nubes de meteoritos sino también latas, cáscaras de huevo y periódicos viejos”, indica el narrador en referencia a una zona cercana a Centauro. Y dice: “Los astrofísicos, desde hace años, se rompen la cabeza por descubrir la causa del aumento del polvo cósmico en diferentes galaxias; pienso que el motivo es muy simple: mientras mayor grado de civilización habite la galaxia, mayor grado de basura habrá”.
Este es el tipo de ficciones que resultan de trasladar al espacio-tiempo males de una época finita y de un lugar terminal como la Tierra. La obra de Lem está llena de traspolaciones parecidas. Está claro que en este sentido sus admoniciones y fábulas son similares a las de Swift o Esopo. Ciberiada es la mayor colección de este tipo de texto en Lem y en ella dos constructores cibernéticos se enfrentan a problemas tales como cuál es el límite entre las estructuras psíquicas humanas y la de una población robótica en miniatura cuyos cerebros están hechos de electricidad y reacciones químicas… como los nuestros.
Médico, psicólogo y cibernético radicado en Cracovia, Lem “es más que eso”. Solaris, una de sus novelas esenciales, llevada al cine con la mayor espiritualidad por Andrei Tarkovsky, es una epifanía sobre el encuentro entre dos inteligencias cósmicas que tratan de leerse una a la otra. El género que Lem engrandeció es lo que resulta “más que eso”.


La Máquina
del Tiempo

Hace 110 años, el inglés H. G. Wells, el gran precursor de la ciencia-ficción, publicó su primera novela, La máquina del tiempo, la mejor, o al menos la más especulativa y la más poética, de toda su producción. Durante mucho tiempo, debido a su éxito masivo en los países anglosajones, la obra de Wells y todo el género de la ciencia-ficción fueron considerados una forma menor de literatura destinada a entretener a la masa con problemas bobos. Se dirá que ese tiempo ya pasó. Sin embargo, los lectores de ciencia-ficción son lectores de culto y la ciencia-ficción cinematográfica exitosa es una variante de la aventura, en la que interesan escenarios y peripecias futuristas y poco la especulación de fondo. 
A un siglo y diez años de la inspiración genial de Wells y en defensa de su figura denostada por la crítica y el intelecto (Fernando Pessoa en su famoso "Ultimátum" de Álvaro de Campos lo llama "imaginativo de yeso, sacacorchos de cartón para la botella de la Complejidad") hay que decir que su primera obra avasalla a las posteriores por motivos importantes: su especulación sobre el alzamiento y caída de las civilizaciones es un teorema filosófico digno de estudio.
El Viajero del Tiempo no es un héroe, es poco más que un espectador. Lo que ve es una sociedad futura en la que se cumplió el plan de la prosperidad general y la igualdad, pero esto mismo desencadenó la decadencia: con sus necesidades satisfechas, la humanidad vive entre ruinas de lo que fueron ciudades espléndidas, en eterna primavera, sin preocupación por el abastecimiento pero ya inepta para todo; libre pero vacua. Alguna otra raza ha prosperado en el subsuelo en tanto y se ocupa de sustentar a los descendientes de los hombres, como nosotros al ganado, para devorarlo. 
Wells era socialista, pero quiso que pensáramos a fondo en las utopías progresistas antes que en aumentar nuestro confort en nombre de un bienestar que terminará por igualarnos y también disminuirnos. Creyó que en verdad no existe ningún "fin de la historia", ni marxista ni liberal, sino únicamente la fuerza que se adquiere y entrena en la lucha.


Monjeau,
Juarroz
y Adorno

Hace ya un largo tiempo, el poeta Roberto Juarroz iniciaba un diálogo con el poeta Guillermo Boido (Ediciones Carlos Lohlé, 1980) citando una enseñanza de la tradición oral del budismo zen. “He pasado la vida explicando el zen –decía Basho—y todavía no lo comprendo”. “¿Cómo puede explicar algo que no comprende?”, le preguntan. “¿También tengo que explicar eso?”, responde Basho. 
Si el mayor enigma del arte es su propia existencia, es posible que en la música el enigma brille en todo su esplendor. Con el resto de las artes, puede decirse que quisieron expresar algo. Probablemente algo de la realidad. En la música es claro que la asociación con la realidad debe hacerse por vías más inciertas.
En su reciente libro La invención musical, el crítico y docente Federico Monjeau replantea el problema. El libro tiene tres áreas, vinculadas, pero Monjeau pretende, con tino, que una conduce a la otra. Esas áreas son Progreso, Forma y Metáfora. La primera cuestión es si hay progreso en la música. La segunda es la ardua distinción entre forma y estructura. La tercera, si hay algo más que música en la música. Esto es, qué cosa representa la música. Es la más interesante. Y señala un punto crítico. Monjeau, que ha venido siguiendo y confrontando el pensamiento de Theodor Adorno, concluye sin saberlo (o sin decirlo) en que la idea de éste sobre la imitación de la realidad por al arte es del mismo género que la respuesta de Basho: Adorno fuerza el significado inicial de imitación para convertirlo en su contrario. La imitación se imita a sí misma. Y el camino de la explicación queda nuevamente vedado. No es “otra cosa” lo que el arte imita. El arte es realidad.
He aquí un regreso, por vía de Adorno, a una idea romántica del arte: “Podrá no haber poetas pero siempre habrá poesía”. Reivindicación particularmente conmovedora en tiempos como los actuales, en que estamos a punto de comprobar la paráfrasis humorística que Hermenegildo Sábat suele hacer de Bécquer: “Podrá no haber poesía pero siempre habrá poetas”. Dios.


Montale en su
mundo raro

La poesía de Eugenio Montale (1896-1981), hombre "schivo, distaccato e disilluso" (esquivo, desasido y desilusionado), según se lee en el sitio virtual Italia Libri, ha gravitado sobre la poesía argentina de un modo que no se ha ponderado lo suficiente. Es difícil de creer, pero a 110 años de su nacimiento, por primera vez se publica en España (con el sello de Igitur y traducción del argentino Carlos Vitale) Las ocasiones, segundo libro de este Premio Nobel de Literatura. La inconsecuencia de sus ediciones en castellano da por resultado que deba recordarse, y elogiarse una vez más, la antología que en 1971 editó aquí Fabril Editora. El traductor fue Horacio Armani, quien además escribió el prólogo e incluyó, como epílogo, fragmentos de escritos de Montale sobre la poesía y una autoentrevista del poeta italiano. Ese libro nos abrió a muchos a la búsqueda de Montale. Luego, Armani tradujo Las ocasiones.
Creo que la publicación de la antología de Armani fue posible porque Buenos Aires tenía aún el vigor de una Meca de las ediciones en castellano de literatura universal y podía dar cabida a un libro que iba a contrapelo de las escuelas poéticas dominantes en el comienzo de los 70: el surrealismo tardío y la poesía coloquial y política. Armani señalaba desde las primeras líneas de su prólogo que la poca difusión de Montale era "uno de esos hechos inexplicables que tan a menudo sirven para denunciar el dudoso mercado de prestigios que oscurece el mundo de la literatura". 
Armani anunciaba un poeta lleno de claves privadas. Y agregaba notas para explicar algunas. No hace falta leerlas. Las referencias enigmáticas en Montale tienen la misma extraña sugerencia de las cosas que nombra. "La poesía es una forma de conocimiento de un mundo oscuro que sentimos en torno de nosotros pero que en realidad tiene sus raíces en nosotros mismos", escribió Montale. Su compatriota Gianni Vattimo diría que esta poesía "suspende la familiaridad con el mundo tal como es". En la mención de objetos y paisajes familiares invoca un orden a veces amenazador y sombrío, o calmo y desolado, porque es otro, desconocido. Aquel hombre que confesó que sus poemas nacían del vacío y no de la inspiración, contribuyó a que en la Argentina se entendiera la poesía, y también las cosas cotidianas, de un modo distinto, reconocible pero extraño.


Novelas
de amor

“Desde las Cruzadas que no se hacen novelas de amor", dijo, mientras miraba la página de autos. No le respondí por que me parecía una afirmación a todas luces falsa, tal vez provocadora. "¿No le parece?", dijo, buscándome la charla. "No", le dije. "¿Qué le pasa, querido, está lacónico? Cíteme alguna después de Werther", achicó el plazo. "¿Que le cite alguna? En busca del tiempo perdido". "Por favor. Eso es el inventario de una obsesión", me dijo. Respondí, debo decirlo, con la velocidad del rayo: "En ese caso, el Werther también lo es".
Lo había herido. Sin duda. Gocé de mi triunfo.
"He leído esta semana en el diario un artículo de un español". Y antes de que yo preguntara: "Versa sobre el amor", me dijo. Me dispuse a escuchar otra de sus reflexiones dispersas.
"En sustancia, el filósofo Manuel Cruz, de la Universidad de Barcelona, sostiene que el amor es una experiencia reveladora. Es una lástima que avance poco por ese terreno y más bien quiera demostrar que quien ama entrega, o, en otras palabras, que es amor verdadero el que no pide retribución. Trata de apartar esta cuestión del campo moral e introducirla en el de la epistemología, y es aquí donde descubro el acierto".
Pedí una grapa.
"¿Sigo?", preguntó. Y, desde luego, no esperó mi venia. "Responde lúcidamente el profesor Cruz a una observación de Walter Benjamin, quien escribió al parecer que las charlas amorosas, llenas de brillo y relieve, son evocadas como banales, mediando ya la ruptura. Seguramente, Benjamin iba a otra parte, pero Cruz se detiene allí y dice: es un error negar valor a lo que fue; aquella experiencia era verdad. Subrayo esa palabra: verdad. A quien ama, abunda Cruz, se le revelan dimensiones del otro y de sí mismo que los demás pasan por alto".
"En este sentido concuerdo; el amor no es novelesco", murmuré, torpemente irónico.
"¿Qué le dije? Desde las Cruzadas el amor cayó en absurdo desprestigio cognitivo, salvo para la poesía". Y dejó el Werther en el camino.


Apología
del odio

No es lo apropiado para fin de año. O quizá sí: una apología implícita del odio. La sorpresa vale la pena. Uno se ve envuelto en el tema sin previo aviso y enseguida encuentra una perfecta y breve vindicación, si ha tenido la suerte de que caiga en sus manos un ejemplar del segundo número de Tupé, la revista que publica por sus medios, y distribuye casi con displicencia, el poeta Eduardo Ainbinder. Su nombre no aparece en ninguna parte de esta revista, pero sí su dirección y su teléfono. Tampoco se trata de una revista. Es más bien una plaquette de 28 páginas artesanalmente hecha: por amor al odio, digamos. 
El británico William Hazlitt (1778-1830) prevé el triunfo universal del odio. "Si la humanidad hubiese deseado realmente lo que es justo, hace tiempo que lo habría obtenido", escribe en el primero y único artículo de Tupé. El resto del material son poemas de varios autores y un relato breve y antológico de Alfonso Reyes. El lector no advertirá que todo girará en torno al odio, hasta que se meta en la lectura de la revista. Hazlitt expone razones para creer que el odio es una pasión que en verdad debería asumirse de entrada porque ayuda a la purificación del alma y, tal vez, de la literatura. A contraluz del amor y de los sentimientos altruistas, ve el odio primitivo; a través del patriotismo inglés, por ejemplo, el odio a los franceses, no la amistad de los ingleses.
Los poetas que hablan del odio en Tupé son argentinos casi todos; sus obras se encuentran en librerías y estaban libres de toda sospecha de malignidad: Enrique Banchs, Francisco Madariaga, Alberto Girri, Silvina Ocampo.
Tal vez Tupé tiene la tupé de decirnos, rayando el comienzo de otro año, que con cinismo y agudeza (Hazlitt), precisión quirófana (Girri) o tersa metáfora cuyo final debe ser siempre una garra (Banchs), los poetas han odiado, deben odiar. Deberían precisar sus odios y arrojarse las copas en las caras en sus "lecturas", en sus "presentaciones" porque, diría Ahab, preferibles los ojos llameantes de un demonio que la mirada inexpresiva de un idiota. O su asonancia: un hipócrita. Hablamos de poesía. 


Poe y la
masacre de
El Álamo

Los lugares comunes abruman. En estos días, vi un documental de History Channel sobre la maltratada batalla de El Álamo. También leí la reivindicación de Edgar Allan Poe en consonancia con la publicación en la Argentina de sus obras completas, incluida su extensa obra crítica y ensayística. Volví a leer lo consabido: la condición de Poe de extraño y exiliado en su tierra y en su tiempo, su literatura a contramano de la historia (porque cualquiera sabía adónde iban los Estados Unidos en tiempos de Poe, efigie de una nonata aristocracia sureña, europeo parido por equivocación en Boston).
Poe tenía 27 años y era un periodista cultural influyente el año (1836) en que unos 200 colonos angloamericanos fueron aniquilados entre las paredes de un antiguo convento en San Antonio, Texas, entonces territorio mexicano. Cierto es que Estados Unidos y Hollywood ensalzaron aquella gesta de modo chocante. William Travis, James Bowie y David Crockett fueron elevados a la categoría de mártires, en tanto el antiimperialismo del siglo XX convertía El Alamo en símbolo de hipocresía imperialista. History Channel no se preocupó tanto por esto como por establecer la verdad de una batalla en la que no hubo sobrevivientes del lado de los "malos" de hoy. Se detiene en averiguar si es cierto que Crockett murió heroicamente golpeando a sus enemigos con su rifle "Old Betsy" y sugiere como lo más probable que haya sido ejecutado con otros seis prisioneros a sablazos (una muerte lenta). Con imparcialidad, busca entender la conflictividad de un territorio que por cierto no defendió la Unión en aquel momento.
 ¿A qué distancia de esos colonos y aventureros, uno tuberculoso y sangriento (Bowie), otro disfrazado de frontierman (Crockett), otro creído paladín (Travis), estaba Poe? ¿Cuán extranjero pudo sentirse frente a esos locos que desafiaron a un egomaniaco general mexicano que quería ser conocido como "el Napoleón del oeste"? El equívoco lo instaló Baudelaire que creía bárbaros a los yanquis y a Poe un exquisito, cuando el mundo de Poe era el de una atroz barbarie gótica y su literatura iba dirigida, consciente y detalladamente (ver su "Método de composición"), a crear un efecto, algo que el cine de Hollywood y la cultura yanqui del espectáculo cultivaron pasmosamente bien.


La incomodidad
de ser "oficialista"

Hace 40 años [en 1968], el poeta Francisco Urondo publicaba Veinte años de poesía argentina, un balance de lo ocurrido entre 1940 y 1960 en la lírica criolla. Ese ensayo planteaba una oposición oficialismo-anti oficialismo mecánicamente aplicada a la poesía y que parecía funcionar gracias a que la generación del  40 contrastaba nítidamente con la revoltosa generación  del 20, la de la vanguardia y la literatura social, dos corrientes íntimamente enemigas. La del 40, la de revista Canto, era en cambio una generación que volvía a la versificación clásica y a motivos elegíacos, casi un réquiem de nuestros modestos años locos y una exaltación paradojalmente romántica del clasicismo.
Es eso, y la aparición del revista Sur, lo que parece autorizar a Urondo  a decir que la del 40 fue una generación “oficialista” en general, más allá de la poesía. Aunque la mayoría no actuó en el gobierno peronista (es decir, en el oficialismo), sino en la oposición, es fácil ver qué le permite la analogía: “de la revista Martín Fierro a Sur se ha producido una suerte de solemnización”, “todo tiende a academizarse” (incluso la izquierda, diríamos). Bueno sería agregar que dos prestigiosas figuras del peronismo, es decir del oficialismo político, Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo, son absorbidos por el clima de época. Si el tango es nostálgico por naturaleza, Manzi lo convierte en elegía. Discépolo le aporta a su vez un crudo, pero no menos solemne, moralismo. En  el esquema de Urondo, el oficialismo lo definen la solemnidad, el academicismo, el tradicionalismo, no la ubicación política o ideológica. Manzi, radical y luego peronista, sería entonces “oficialista”, o tendría un matiz “oficialista” acentuado.
La generación de los 50 y 60, no “oficialista” (si seguimos el esquema), triunfa, es diezmada política y físicamente en los 70 y las antiguas trincheras desaparecen. Urondo cae víctima de los militares en los 70. ¿Habría encontrado el rastro hoy? Difícil, porque las formas y contenidos de la literatura se reclaman casi todas anti “oficiales”, aunque gocen de la cátedra o de las bendiciones que ésta dispensa; de la fama o del ostracismo. No hay ya literatura solemne, pero hay, claro está, literatura oficial: la antioficial.


Pound no cree
en homenajes

Desde hace más de 50 años, cada homenaje a Ezra Pound (Idaho, 1885 - Venecia, 1972) es interpretado como un nuevo perdón a sus nunca discutidas ideas sobre el capital bancario.
En Londres colocaron ahora [c. 2005] una placa en la casa en la que vivió entre 1909 y 1914. Se habló de otro perdón. ¡Otro! La serie comenzó en 1945 cuando, en lugar de declararlo culpable de alta traición, lo internaron 12 años en un psiquiátrico en Washington. Los sucesivos perdones a Pound por su prédica anticapitalista y pro fascista son sumamente odiosos. O merecía la condena o bien no la merecía. La decorosa decisión de recluirlo en el sanatorio St. Elisabeth fue de hecho apoyada por distinguidos intelectuales de su tiempo; un petitorio en su favor aducía que su locura era en todo caso poética. La corte del distrito de Columbia que juzgo a Pound probablemente no había pensado en este diagnóstico psicológico singular aportado por escritores reputados como serios.
El 5 de mayo de 1945 Pound se presentó ante un comando del ejército de ocupación norteamericano en Génova. Llevaba consigo un solo argumento: había ejercido la libertad de expresión consagrada por la Constitución de los Estados Unidos. Fue arrestado, conducido a Pisa, encerrado en una jaula al aire libre y luego repatriado.
W. H. Auden, T. S. Eliot, Robert Lowell, Karl Shapiro y Allen Tate le otorgaron en 1949 el prestigioso premio Bollingen. Fue este escándalo el comienzo de la serie de reivindicaciones que omitió mencionar o sugirió disculpar su posición política real, resumida en uno de sus versos más famosos: "Con usura no se construye casa de sólida piedra". Puede considerarse no estructural la militancia contra la usura en la obra monumental de Pound, sus resplandecientes, homéricos, visceralmente inteligentes y caóticos Cantos. Lo que no debería hacerse es piadosamente olvidar que fue un hombre de ideas, intolerantes pero menos irritantes que la benevolencia con la que aún se lo perdona.


Contra el 
quijotismo

Es posible, a 400 años de la publicación de la novela de Cervantes –que se festejarán institucionalmente en todo el mundo de habla castellana en 2005-, que estemos rodeados de Quijotes, pero no lo sabemos. Este misterio, y la apoyatura contundente de los medios, quizá realizaron el milagro de una venta de medio millón de ejemplares de Don Quijote de la Mancha, publicados por la Real Academia, a precio relativamente modesto, en España y América. De esos 500 millares, se vendieron 12.000 en la Argentina: desde hace un mes, el libro se mantiene entre los cinco más vendidos aquí.
En pro del placer, es difícil creer que miles de nuevos lectores se sumerjan en la sintaxis de interminables subordinadas y en el río de términos inusuales (algunos desaparecieron con los objetos que designaban) de Cervantes. Por lo menos diez veces el lector argentino debería recurrir al diccionario al leer el inmortal primer párrafo de la novela. Le sale al cruce de inmediato “lanza en astillero”, enseguida “adarga”, y luego “rocín”, seguido de “palomino”, “sayo”, “velarte”, “calzas de velludo” y “vellorí”. Esto, en las primeras nueve líneas.
Entonces, ¿a qué se debe este éxito inopinado? ¿A corrección política? ¿A mero acto reflejo provocado por los medios? Concedamos que algún otro motivo, más auténtico, suma a la explicación del fenómeno.
Don Quijote es difícil de concebir porque vive en un mundo imaginario y sus ficciones viven y mueren con él. Don Quijote se disfraza de caballero y hace el ridículo por todas partes, confundiendo molinos con gigantes, etc. La razón de sus hazañas se comprueba solo en su imaginación. Su heroísmo e hidalguía tienen explicación en lo que él ve, no en lo que ven los demás. Sancho termina por entender el código y se quijotiza, como fue insistentemente señalado. Para entonces, don Quijote ha decidido morir en su cama. Irreconocible como Quijote, simple y reconocible como Quijana. 
A los Quijotes la realidad no los mata, los ignora. Hoy, como hace 400 años, no hay modo de distinguir entre un pobre loco y un paladín verdadero. 


La decepción
de Sartre

En 1960, a los 55 años, Jean-Paul Sartre escribió una suerte de de profundis embozado en un prólogo a la reedición de Adén Arabia, un libro de su amigo Paul Nizan. Parece tener un sentido evocar el momento en que un Sartre ya anacrónico recapitula 20 años de ilusiones perdidas, con una potencia crítica amarga y certera de la que intenta escapar él mismo de la mano de un espectro. Si no hubiera otro motivo, se justifica releer estás páginas por el placer de hacerlo. Los "ojos de la mente" han guardado durante varias décadas -es mi caso- aquel retrato vivo de Nizán logrado por la prosa de Sartre: "Había repetido toda su vida, con su graciosa insolencia, la mirada baja, posada sobre las uñas: ¡No crean en Santa Claus!". 
Sartre empezaba a contar sus años. Las 50 páginas de este texto sobre Nizan son de las más personales que escribió. Y las primeras 15, de las más contundentes. Relatan el mundo desde el que se sumergió en busca del desconocido con quien había compartido un cuarto en la elitista École Normale de París. 
Nizán había muerto durante la ofensiva alemana contra Dunkerque, a los 35 años, después de renunciar con bambolla al Partido Comunista. Había ocurrido la Guerra. Se conocían “los crímenes de Stalin”. Y la base de sustentación de la nueva izquierda, la burguesía parisina, volvía a su ser: "Hacen lo que hay que hacer, se ganan la vida modestamente, poseen un 403, una casa de campo, una mujer, hijos. Pero del mismo aletazo los han abandonado la esperanza y la desesperanza". Quedaban algunos que "con tal de salir de su malestar harían estallar todo. No explota nada y se encuentran ensangrentados en las comisarías". 
Entonces, Sartre regresa a Nizan y a su violencia sistemática, para que los jóvenes hagan con él lo que puedan. No importa tanto esto como la lucidez crepuscular de la que arranca. Pero, de Adén Arabia, más que el tentador llamado al odio resuena una desoladora comprobación: "Toda la realidad de este mundo recuerda a una caricatura del Pravda".
¿Paz para estos muertos?


Alfonsina
y Pizarnik

"Basta de palabras. Un gesto". Así decidió su fin Césare Pavese. Para terminar con las palabras, Pavese usó algunas de ellas. No pudo hacer el gesto, el suicidio, sin anunciarlo, aunque fuera en su diario. Ernest Hemingway no lo anunció, lo hizo. Sin embargo, dejó decenas de miles de palabras póstumas en el intento de probarse que aún podía escribir pese a que había pregonado que estaba acabado. Franz Kafka pensaba al parecer que sus palabras escritas no merecían ser leídas, pero nos las borró de la faz de la tierra, se las entregó a un amigo para que las destruyera. El amigo no lo hizo.
Es imposible que un escritor, antes de renunciar a escribir, o a la vida, no utilice las palabras con el fin de quedarse de algún modo. Acto de supremo narcisismo, el suicidio no existe. Es literatura.
Dos poetas se convirtieron en mitos literarios en la Argentina por este tipo de razones: Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik. Una canción con letra de Félix Luna y música de Ariel Ramírez, incluida en el disco Mujeres argentinas que cantó Mercedes Sosa, sublima el suicidio de Storni. Lo endulza. El de Pizarnik mereció y merece enfoques más complejos. Storni corre con ventaja: su suicidio no era necesario para engrandecer su magnífica obra. La canción de Luna-Ramírez es sólo un homenaje equivalente al de un santuario popular. Pizarnik fue una poeta estimable, pero se la leería de otra manera sin la mediación del suicidio y de la exégesis. En la apoteosis de Pizarnik juega otro elemento, paradójico e irritante: el elogio de la lucidez supuestamente adquirida por la vía de la perturbación mental. Es probable que de todo esto no se hable dentro de una centuria. A nadie le hace falta ya saber que Hölderlin terminó pasó por loco cuando se lee: “Un solo día habré vivido como los dioses. Y eso basta”. A juicio de quien esto escribe, la poesía post lugoniana de Storni tendrá mejores lectores que la epigramática de Pizarnik. Con el tiempo, Alfonsina le ganará más fácilmente al mito bio-bibliográfico.


Juan de Yepes
y los surrealistas

Creían. Como iluminados. La publicación de Una ola de sueños, de Louis Aragon, traducida y anotada por Ricardo Ibarlucía, es más que el rescate de una pieza antropológica de un mundo lejano, casi jurásico. En Una ola de sueños el escritor y luego dirigente comunista Aragon recorre de arriba a abajo la experiencia surrealista, aquel fluir de la conciencia en una especie de estado visionario. Aragon lo decía y el grupo entero lo suscribió luego: "No tenemos nada que ver con la literatura". Esta es la fe sustancial de ese sueño, y es esta fe lo que cobra importancia 80 años más tarde. Aquella revolución fracasó (¿podía ser de otro modo?); Ibarlucía anota: "Condenar una revolución poque fue derrotada me parece banal". No es banal, sin embargo, observar que el surrealismo terminó enredado en su propia soga: no entendió que su magia, su "descubrimiento" era intransferible y, por lo tanto, inoperante. Salvo en la literatura y el arte.
Parecida confusión fructífera sufrió, en su cuerpo, Juan de Yepes, 450 años atrás. Santo y poeta, San Juan de la Cruz tampoco creía que fuera literatura lo que estaba escribiendo. El acto de escribir era al mismo tiempo el acto de la comunión, que sin embargo solía escapársele de las manos ("Estando ausente de ti, / ¿qué vida puedo tener, / sino muerte padecer, / la mayor que nunca vi?"). Tanto no era claro que letra y experiencia religiosa fueran lo mismo, que San Juan explicó, por íntima necesidad o por coacción, cada verso de aquellos en los que aludía al encuentro del Amado (Cristo) con la Amada (el alma). El poeta José Hierro (1922-2002) lamentó el destino de esas travesías místicas: "Juan de la Cruz, dime si merecía / la pena padecer con fuego y sombra, / batir la carne contra el yunque, Juan / de Yepes, para esto...", donde "esto" es la trivialidad contemporánea.
De haber sido rigurosos con su experiencia (la beatitud, la surrealidad) Yepes y los surrealistas no hubiesen debido escribir. Debieron limitarse a levitar. Pero escribieron. Y en la letra es donde cintila la verdad de aquellos trances. Eso era literatura.


Verde
que no te
quiero

En el Centro Cultural Recoleta, y bajo el título casi trivial de Verde que te quiero verde, se realiza hasta mañana una muestra de paisajes de pintores argentinos, desde Prilidiano Pueyrredón (1823–1870) hasta los que están hoy en plena actividad. 
Expliquemos lo de trivial. Es chocante que el asunto del paisaje se presente bajo un juego de palabras que es lo único, y lo peor, que suele recordarse de un poema de Federico García Lorca. El poema establece una escena en la que todo es artificiosamente verde, hasta el pelo y la carne de una gitana; no parece la mejor manera de invocar la naturaleza, si esto es lo que se quiso hacer. Y si es esto lo que se quiso hacer, es desafortunado sugerir que todo paisaje es natural, y, claro, verde, como si la naturaleza no fuera también amarilla, negra, árida, agresiva. (Para hacer justicia al andaluz, digamos que su “Romance sonámbulo” contiene algunos de los versos mejores de la literatura española. Estos, por ejemplo: “Compadre, quiero cambiar/ mi caballo por su casa, / mi montura por su espejo, / mi cuchillo por su manta. (...) // Compadre, quiero morir / decentemente en mi cama”).
Ahora bien, la identificación de paisaje con naturaleza se la debemos a una lenta maceración de lugares comunes. En rigor de verdad, paisaje es la “extensión de terreno que se ve desde un sitio”, según la primera acepción del Diccionario de la RAE. Para mí, el paisaje es lo que se ve cuando abre uno una ventana. Todo el resto es interiores. La pintura del siglo XX abominó del paisaje o se situó ante él con aprensión y angustia. Desde un punto de vista más cerrado, se lo identificó con un mundo natural divinizado del que ya no podía hacerse cargo la pintura. Se olvidó que la reivindicación romántica del paisaje era una respuesta a las alegorías del neoclasicismo del siglo XVIII, vulgarizadas hasta la exasperación. Un reclamo de cosas, claras o difusas, en un campo invadido de ideas. Hoy, la catástrofe ecológica está en todo sitio. Esto es paisaje de todos modos. Y la demanda de los paisajistas sigue vigente.  

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Imagen: Manuscrito Voynich,  Enciclopedia Británica

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