La persistencia de Pavese
Cuando se cumplieron 100 años del nacimiento de Cesare Pavese en 2008, un diario español tituló su nota de recordación “¿Qué queda de Pavese?”. Creo que no había intención peyorativa en la pregunta pero me sonó como si se abriera un ataúd para ver los restos de un deudo al que hay que transferir de la tierra a un nicho.
Pavese hizo –en la década de los años 30 cuando escribió su libro Trabajar cansa– un aporte fundamental a un nuevo realismo: logró que la anécdota hablara más allá de ella misma. Contó una localidad del Piamonte y también los mitos que encerraba. El procedimiento para hacerlo no se ve a simple vista, pero su resultado se impone al oído y a la vista.
Trabajar cansa salió acompañado de dos ensayos, uno referido a la gestación del libro y sus problemas, el otro referido a un plan futuro. Años más tarde, en el ’43, Pavese propone en otro ensayo, “Del mito, el símbolo y otras cosas”, la tarea principal de su literatura: “reducir a claridad los mitos”. El primer ensayo, “El oficio de poeta”, contaba que el proyecto de una “colección”, un álbum, nació de una “diletante pornoteca” que Pavese inició con un amigo pintor, y que consistía en un conjunto de canciones, baladas, tragedias y octavillas. El “problema” que acosaba a Pavese era el de superar los límites del cancionero, entendido como conjunto de poemas que se relacionan y se sostienen entre sí. La aspiración de este conjunto era que cada poema fuese una “construcción” que se bastase a sí misma sin dejar de participar de un conjunto y dándole fuerza y consistencia, a la vez que las tomaba de él.
Así que Trabajar cansa no nació inocentemente, desde el punto de vista estético.
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La segunda cuestión que se planteó Pavese fue la de los límites de lo que él llamaba “relaciones fantásticas”. Se trata de las asociaciones lícitas dentro de cada poema. Se puede pensar que debatía entonces mentalmente con el surrealismo y sus asociaciones libres. Tal vez quiso resolver esa cuestión por un camino distinto al del hermetismo -una escuela que debió su nombre a la supuesta ocultación deliberada de la analogía- y del futurismo, doctrina que pretendió ser la expresión artística del fascismo -hablamos del fascismo originario, el de Benito Mussolini y no de un fascismo genérico y mucho menos del nazismo-. El fascismo tenía tanta fuerza política en los ’30 que es imposible pensar que no estuviera planeando en la mente de Pavese como una cuestión de época a la que debía responderse directa o indirectamente. Ideológicamente, el realismo de Pavese se opone de hecho a la visión maquinista de Filippo Tommasso Marinetti.
Fijemos el momento: el Manifiesto Futurista se publica en 1909 en Le Figaro de París. El cuarto renglón de su decálogo dice: “Afirmamos que el mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad”. Luego exalta las multitudes, la rebelión y la luz fabril de los astilleros. En 1936, el futurismo ya era fascista. Ese año se publicó el ensayo La poesía hermética (Laterza, 1936) de Francesco Flora, que dio nombre a la poesía de varios autores nacidos a fines del siglo XIX. Ese mismo año sale la primera versión, censurada, de Trabajar cansa, y queda claro que el rumbo tomado por Pavese era distinto al de Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo, pero no tan distante de este como del futurismo, al que opone la visión del trabajo campesino en el Piamonte y la dialéctica ciudad-campo, vivida vívidamente, si se disculpa la expresión, por los personajes de estos poemas.
Sostenidos en sí mismos, los poemas-relato o poemas-anécdota o poemas-imagen de Pavese no cuentan en detalle una historia colectiva. La historia es en cambio la de personajes que se diría están aislados bajo una misma atmósfera. El antecedente general podría ser la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, que no sabemos si Pavese, traductor del inglés, había leído. Hay diferencias estructurales y una similitud general. Masters se había propuesto conscientemente establecer las relaciones entre los personajes de sus poemas. Estos eran epitafios y por lo tanto poemas cortos: la vida de cada personaje contada en primera persona y en pocos versos. A la vez esos epitafios narran las relaciones de los personajes entre sí. Masters no solo había trazado las líneas que unían a unos con otros: había tenido en cuenta, además de estos pormenores, que todos los oficios de un pueblo del Medio Oeste estadounidense estuvieran representados. Pavese no tuvo en cuenta detalles de este tipo y sus poemas no son cortos epitafios sino que se expanden en cuanto a la extensión de los versos y del conjunto. Equivalen a cuentos de un mismo volumen, no a capítulos de una novela.
La función estética que Pavese pretendía hacer jugar está dicha en distintos ensayos que siguieron a la publicación del libro, especialmente el mencionado “Del mito, el símbolo y otras cosas” y el que tituló “El mito”, escrito el año de su muerte, más didáctico. El mito, descubierto o percibido antes de que las palabras de un poema se escriban, debía ser reducido a claridad, destruido, “y lo que permanezca después de este esfuerzo podrá valer como fuente de vida”.
En resumen, lo que haya de vida será lo que haya de mito en cada poema, en cada relato. No es necesario imaginar escenas sobrenaturales, sino escenas vivas. El mito, como verdad que no necesita demostración y que en cada época florece de manera distinta es, de este modo, vital. Se impone por sí mismo.
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Dicho esto, lo que “queda” de Pavese son sus poemas-mito, que no son poemas mitológicos y que no reclaman para su lectura y goce que se entienda qué tipo de mito está detrás. Por ejemplo, que detrás del primer poema del libro, “Los mares del sur” está Ulises. Al revés, cuando Pavese llama al mito por su nombre, el poema juega con la idea de una recreación del mito en la vida campesina del Piamonte, como en el que se titula justamente “Ulises”.
Queda de Pavese un nuevo sentido, un nuevo giro del realismo.
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Desde el punto de vista técnico, y sobre todo para un traductor, es importante empezar por lo discreto que fue al establecer sus relaciones fantásticas. El problema del límite de esas relaciones se le planteaba como irresoluble y su solución era entonces intuitiva, mientras planeara sobre ella la exigencia de una “objetividad viril”. En “El oficio de poeta” Pavese ubica el momento en que se presentó la cuestión: que el ermitaño de su primer “Paisaje” –tercer poema del libro- tenga “el color de los helechos quemados” le parece la frontera de su audacia asociativa. Incluso, no está seguro de no haber ido demasiado lejos. Con estas sutilezas construye el conjunto.
Las repeticiones de palabras, que a un traductor prolijo quizá le molesten y esté tentado a reemplazar por sinónimos o afines, tienen que ver con el tono coloquial que procura sostener cada poema pero también parecen señaladores o subrayados de los principales elementos de la imagen. Están destinados a resonar como un eco en el oído de la mente. Muchos poemas son solo -y nada menos- que eso, imágenes visuales. Si la mención de un color se repite en ellos, por ejemplo, es porque sin duda forma parte -o todo- del armazón del poema.
Ideológicamente el libro triunfa porque su técnica es admirable. Admirable como un mito. Se siente como debe haber sentido aquel abuelo del segundo poema, “Antepasados”, que fue estafado por un campesino suyo y zapó él mismo su campo en verano “sólo por ver un trabajo bien hecho”.
© Jorge Aulicino - Op. Cit.
Op. Cit Mayo 30, 2018
Excelente post! comparto el siguiente:
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