Juan Gelman, la revolución que "podía ser"
Fueron pocos los poetas de la generación del setenta que no
sintieron en sus años augurales el impacto de la poesía de Juan Gelman. La
mayor parte, sin embargo, matizó luego esa influencia con una poesía no menos
porteña pero de índole distinta. Las razones de este fenómeno exceden el
espacio de este papel, pero también el de la época.
Gelman, en su doble aspecto, poético y político, sobrepasó asimismo
el espacio de un estrecho círculo epocal y un no menos estrecho círculo de
lectores. Es uno de los poetas más leídos de la Argentina, aunque no a la par
quizá del uruguayo Mario Benedetti, o de Pablo Neruda. Lo cierto es que integra
esa franja de poetas medianamente populares en la clase media argentina.
La poesía es un género que, se sabe, puede gustar sin ser
leído. El acto de intelección no es imprescindible, o no al menos el acto
completo de intelección, cuando se enfrenta un poema. Es intrigante. Pero no
por nada a la poesía se la considera noble a la que vez que estúpida. La poesía
debe dar cuenta de cuestiones más o menos latentes en cada lector, y es sabido
que hay tantas latencias como lectores y que éstas surgen por imperio de la
propia estructura extraña del poema, mezcla precisamente de familiaridad y
extrañeza. La poesía se relaciona con esas cosas, sentimientos, objetos, que en términos comunes se consideran
triviales. “¡Qué estúpido soy!”, dice uno cuando llora. La afectividad en un
extremo, la intrincada subjetividad o la especulación aguda, en el otro, se consideran
socialmente improductivos. Cuando un autor logra llegar al latido de muchos, es
por obra del azar o de la política o de cuestiones vinculadas con esa
inutilidad en términos colectivos.
Gelman era epocal porque con otros fundó su época. Cuando la
generación de los setenta lo descubrió había grabado un disco con Juan Tata Cedrón. La boite Caño 14 y el tango
ligeramente refinado estaban de moda; nos encantaba decirnos “tano” si nuestros
apellidos sonaban italianos; el Che no lucía aún en las remeras: se usaba
camisa; la avenida Corrientes emulaba al boulevard Saint Michele; las revistas
políticas emulaban a L’Express y Time (poco después un diario imitaría a Le
Monde y Gelman sería el director de su suplemento cultural); la revolución
“podía ser” (con alguna violencia, claro, nunca la que realmente se vivió más
tarde). Y todos veníamos de Neruda. Así que nos encantó un poeta que podía
comenzar un poema o letra de canción más o menos sofisticada diciendo: “Cuando
te fuiste, negra”. Empezaron a volar los gorriones de nuevo, aquellos pájaros
eran nuestros, volaban entre el alto y el bajo cielo de la poesía, recreaban
Buenos Aires; creaban un determinado modo de ser porteño: porteño de café,
atorrante, aún cuando fuésemos alienados empleados de oficina, cadetes,
bancarios, empleados de tiendas, contables, libres estudiantes o aprendices de periodismo. La ciudad había llegado a un alto grado de universalización y cosmopolitismo; tal vez por lo mismo, debía acentuar sus
rasgos propios.
Ir en la dirección del mundo significaba para la poesía ver, por un lado, lo social; por el otro, lo popular, recrearlo, contra toda rutina y
alienación. Allí suele destacar lo inútil. Y nada más inútil que un
sentimiento, una ideología. Un credo popular. Es raro. No se usaba la palabra consumidor (aunque tampoco la palabra
ciudadano).
Las disensiones con el Partido Comunista eran otro rasgo de
época: se podía girar hacia China, o bien, marcadamente hacia Cuba, que como
todo el mundo sabía estaba
formalmente con la ex Unión Soviética, pero no
tanto. La revolución “podía ser”. Un grupo numeroso de intelectuales había
abandonado el PC en diversas direcciones. Entre ellos iba Juan Gelman.
También José Luis Mangieri, quien fundó la revista y editorial La Rosa
Blindada, título de un libro de Raúl González Tuñón.
Mangieri editaba libros del estratega vietnamita Vo Nguyen
Giap o de Gelman, además de los libros de poetas del grupo del Pan Duro.
Mangieri editó Gotán en 1965 –hasta
hace poco se conseguía en Mercado Libre por 75 pesos, es de suponer que su
cotización ha subido-: un libro fundante de la poesía de Gelman. Nos iba a
influir aunque el poema que le da título empiece con un golpe bajo: “Esa mujer
se parecía a la palabra nunca”. Allí, una de las claves de la poesía
gelmaniana, en forma, contenido y efecto: la imposibilidad, que cuando no es
imposibilidad es “olvido”; la vena fuertemente afectiva; la palabra como una
imagen: la mujer se parece a una palabra. Cuando la mirada se amplía a la
cuestión social, la ternura está en el centro de esa mirada, el afecto. Siempre
importan más “los compañeros” que las ideas, el coraje que la razón; y la
esperanza no necesita descripciones ni revoluciones: crepita como la tristeza
en Gelman, para usar un verbo que le era grato.
La poesía de Gelman estaría, desde ese momento, llena de esa
extraña materialidad de las palabras, de cadencia hablada, como si soñara con
que la realidad pudiese crepitar, arder sin casi ruido, como una fogata, hasta
convertirse en un mundo mejor. La tristeza hallaría en el sonido imaginario de
la crepitación un color asimismo, el del fuego, el de las hojas en otoño.
Cromática, auditiva, no gris, sería la melancólica poesía de Juan Gelman. Y
porque la percepción está allí de manera tan directa, tan especialmente
recortada, apoyada además por un habla cordial, coloquial, intimista, la poesía
de Gelman marcó el tono de un tiempo que terminó siendo trágico.
Hay o parecen existir dos tipos de porteños de Buenos Aires:
uno es expansivo, gritón, napolitano, y otro cultiva el tono bajo, confesional:
fuma y espera. A los dos se los podía encontrar en un café. Uno, junto con
algunos amigos, gesticulando y defendiendo los colores de su equipo, o narrando
el odio hacia un jefe, un pariente, un ex amigo. El otro elige la mesa del
fondo, preferentemente del lado de la vidriera, porque le gusta mirar sin ser
visto. Fuma. Toma café o ginebra. Si se acerca un amigo, él sonríe de corazón;
luego habla con tono entre filosófico y cansino. No ahorra algún diminutivo:
“pajarito” en lugar de pájaro; “hermanito” en lugar de “hermano”, y, muchas
veces, el diminutivo del nombre propio del otro: “Es así, Josecito”.
Por cierto, para Mangieri, para otros que conocieron a
Gelman, Gelman era “Juancito”. Y está bien, porque Gelman era aquel tipo de
porteño, el que hablaba bajo, íntimo, escuchándose en una blanda cadencia.
Todos lo vieron hablar y leer sus poemas de ese modo, pero si no lo hubiesen
visto, bastarían sus poemas, y eso es lo esencial, para imaginarlo.
A fines de los años sesenta y principios de los setenta salieron los libros que
fueron lo que podría llamarse la consagración de Gelman: Los poemas de Sidney West, Cólera
buey, Fábulas. Hay aquí todo un
trayecto sentimental y estético. Gelman, como muchos otros, rompió con el PC de
manera traumática. Las disensiones políticas significaban por entonces muchas
cosas: no sólo el sentimiento de haber perdido el tiempo, sino el de haber
perdido una cultura entera. Aun permaneciendo en la izquierda, romper con los
viejos camaradas era algo así como pelearse con toda la familia. Una decisión
política excedía con mucho los marcos de la política. Quedaba una huella más
profunda de la que era dable esperar de cualquier tipo de alejamiento. Las
huellas de la decisión política de Gelman en los sesenta se leen en los dos
primeros libros mencionados. Los poemas
de Sidney West (1969) está invisiblemente inspirado en La antología de Spoon River del norteamericano Edgar Lee Masters, a
su vez inspirada en la célebre Antología
griega basada en la de Meleagro de Gadara. Se trata, esta última, de poemas
no demasiado extensos; la de Masters son a su vez poemas escritos a modo de epitafios
de un pueblo norteamericano de fines del siglo XIX; el libro de Gelman son
breves historias de personajes de Melody Spring, un pueblo imaginario, todos
los cuales han muerto en soledad, rabiosos, enamorados, olvidados, y, muchas
veces, escarnecidos. Todos, de algún modo, vueltos contra el sentido común más
burgués: “stanley hock llegó a Melody Spring un jueves de noche con un sapo en
la mano”; para morir dando “terribles puñetazos a las paredes”.
Dos años después de que saliera este libro de 1969, Mangieri
publicó los otros dos: Cólera buey
consta de “un poema al comandante Guevara y los restos de 9 libros inéditos
escritos en un momento muy particular de mi vida”. En el poema a Guevara aflora naturalmente la
factura al PC, a sus viejos “burócratas”. En Fábulas Gelman se abre a
historias imaginarias de personajes reales, casi todos de América latina, y casi
todas ellas memorables, como la dedicada al naturalista Aimé Jacques Bonpland: “buscaba asclepias
lirolensis / o chinchonas acaridesas / encontró en cambio las ignotas / caras o
rostros del amor / a la india Nunu de los zambos”, o la dedicada a Conde
Lautremont: “¿se fue por el aire o era /
una invención de cuello verde?”.
Un cráter se abrió a continuación en la historia del país y
en gran parte del mundo. Cuando apenas emergimos de él vimos que el mundo había
cambiado. Por razones históricas o personales, una generación entera cambió sin
renunciar a ese pasado en el que estaba Gelman. Pero cambió incorporando otros
poetas que bordearon más o menos exitosamente el estero de lo sentimental.
Otros tonos, secos, se incorporaron al pentagrama generacional poético. Quizá
por una necesidad de estoicismo histórico y a-histórico. Gelman reapareció con un libro
que se llamaba sintomáticamente Interrupciones
II (1986) editado también por José Luis Mangieri, con otro sello editorial,
llamado –sintomáticamente asimismo- Libros de Tierra Firme. Había editado otros
libros en el exterior, pero este representaba al poeta en la sociedad
democrática. Buenos Aires era otro. Se hablaba de otro modo, pero, por sobre
todo, Buenos Aires era ya una gran ciudad, como Shangai o el DF. La obra de Gelman es tan vasta como eso, y es espléndidamente monótona, como habría
dicho Cesare Pavese. Es un diálogo con un tiempo que fue suyo; sobre todo, que
fue nuestro. Muchas veces más sentimental que político.
18.1.2014
© Jorge Aulicino - Revista Ñ
Comentarios
Publicar un comentario