Desiertos y laberintos

Flaubertiana

El hirsuto / escriba, misántropo/ ofuscado por sentencias/ que de perfectas amenazan/ con secarle el corazón,/ pesadillas de páginas sobre nada,/ estilo,/ descubre en su espejo/ las facciones de un buceador,/ cómo se hunde y asciende,/ obstinadamente,/ las manos siempre vacías,/ azulado el rostro;// hermanos,/  en el sarcasmo del fracaso,/ la obsesión de que las causas/ malogradas son las únicas/ genuinas,// ¡galeote y nadador,/ sirviéndose con la inhumana/ compulsión de que no haya / entre los principios del placer/ sino el que se desliza
de la incertidumbre,/ tentativa tras tentativa!,/ ¡el copioso placer de lo no fértil!

Alberto Girri (Buenos Airess, 1919-1991), Monodias,
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1985



Después de 25 años continuados de democracia en la Argentina, las connotaciones de exilio y encierro siguen siendo limitadas. Refieren fuertemente a un pasado que sigue vivo en gran parte de nosotros. Pero para quienes nacieron pocos años antes de la última dictadura, durante la dictadura y después, aquellas cuestiones suenan ya, de algún modo, míticas. Los términos metafóricos, o equivalentes, colocados delante de “encierro” y de “exilio” en el título de estas jornadas, rehabilitan ese aire.

Los tomo en esa renovada dimensión, entonces, con sus insistentes destellos sobre la producción de sentidos y el trabajo intelectual.


Laberinto. En lo que a mí respecta, es un símbolo que no me atrae cuando se trata de representar los trabajos duros de la letra o las ideas. A tal punto ha enconchado su significado de encierro que su baja respiración metafórica enrarece por sí sola todo intento de aproximársele.

Encuentro que el laberinto es una herramienta intelectual mohosa, muchas veces utilizada como comodín, rara vez como trampolín, si hemos de pagar tributo a la rima.

El mito del laberinto ha perdido su poder de representación casi por completo y se ejemplifica a sí mismo. No alienta en él la pesada y libidinosa respiración del Minotauro, carnívora, caníbal. Ni la audacia de Teseo que confiaba en sólo sus manos. El laberinto ha matado en él incluso la muerte, el sentido del sacrificio y del desafío a los límites humanos. Tampoco quedan harapos de su sentido político: el vestigio de la empresa de un héroe ático para liberar a su pueblo de un tributo sangriento. Ni hilachas restan del hilo umbilical de Ariadna que restituyó al héroe al regazo del que había partido. Si en el mito el palacio del Minotauro estaba poblado de ecos y probablemente de engañosos reflejos; de una calma numinosa; del hálito de una asechante y terrible maravilla a cuyo orgasmo se arrojaban finalmente víctimario y víctimas, hoy el laberinto no tiene siquiera el rumor de unas ruinas con vuelos de pájaros y hojas de hiedra movidas por el viento. Nada sensorial persiste de un relato mediterráneo, cuyos múltiples sentidos estuvieron durante generaciones ligados a dioses, reyes, héroes de mar y tierra, apareamientos, vindicaciones, degüellos y hecatombes. ¿Vivimos en un laberinto? ¿Estuvimos en un laberinto? No, más bien, estuvimos en una cárcel, y en una cárcel que fue vívido e intolerable desierto.

En el relato de su encuentro con James Joyce en 1921, Italo Svevo dice:

“Cuando Joyce me explicaba que el pan que un niño sueña con comer no puede ser el mismo que come en la vigilia, ya que no puede transportar al sueño todas las cualidades del pan, y porque, en consecuencia, el pan del sueño no podía estar hecho con harina corriente (flour) [flava] sino con harina designada con un sonido similar (flower) [flawr], una flor que le quitaba algunas cualidades y le imponía otras más adecuadas al estado de ensueño, recordé entonces de pronto la objetividad de Ulises. Ni antes ni ahora Joyce comenta más que un pintor: sigue su pincelada y trata de introducirnos en la línea precisa y en su color. Hubiera podido explicar que en el pan del sueño los dientes no pueden penetrar como en el de la realidad, y que se puede comer tanto como se quiere del primero sin temor a una indigestión. No obstante, ¿habría tenido esta explicación la misma eficacia de aquella palabra única llovida de su pluma casi por negligencia?”

No nos permite nuestro idioma encontrar una palabra que, llovida casi por negligencia, haga sentir la inmaterialidad del laberinto en el estado actual de la cultura occidental. Perderse en un laberinto es hoy perderse en el punto ciego del lenguaje. Para decir que estamos perdidos, atrapados, o que alguien se ha perdido y está atrapado, decimos que está en un laberinto, sabiendo, sintiendo, que mascamos, en lugar de pan, flores. No ha virado todavía el sentido de esta palabra de modo completo, hasta convertirse en un fósil eficiente. Fue Borges, a quien se atribuye obsesión por los laberintos, el que indicó la metamorfosis por la que un signo pierde su significado original y, luego de pasar por el estado de metáfora socorrida, adquiere un nuevo sentido material. Borges ejemplificaba este proceso de encapsulamiento y transformación con la palabra estilo, que originariamente significaba punzón.

Hablaría yo entonces, libremente, pero con mayor razón en este marco, del laberinto con la palabra desierto.

Tanto si tuviera que referirme a la dialéctica de encierro y de exilio, como a lo que me sugiere el término laberinto, diría desierto.

El desierto es símbolo físico. De él, realmente no se sale, y tampoco, en rigor de verdad, se entra. Se muere sobre él, no en él. O se atraviesa, si se sabe su lenguaje, sin poseerlo, sin realmente habitarlo. Vi el desierto por primera y única vez tras las pirámides de Giza, con su resplandor irreal, pero no ideal, candente, casi blanco, y esa impresión me dio la cabal dimensión del calificativo estéril. En ese lugar no ha vida, y la vida se convierte en arena si uno no dispone de conocimientos beduinos. El desierto no sostiene paredes ni palacios. En el desierto no hay siquiera horror vacui, pues éste impulsa la creación, y el desierto aniquila el impulso, la voluntad, todo y cualquier terraplén simbólico. Tribus lograron no domesticarlo, sino vivir sobre él, en perpetuo movimiento, y, en su absoluto, vislumbraron rápidamente el del dios único que habló por el Profeta.

El desierto, “inconmensurable, abierto”, de Esteban Echeverría, no era aquel desierto. Deja sentir el aire de la pampa. Las campañas al desierto fueron campañas a un elegante deslizamiento de sentido: no hablaban de desierto sino de lo no cultivado, de incultura, de barbarie. Sabíamos que no había allá desierto. El postillón parado sobre el techo de una galera, que cita Estanislao Zevallos en “Callvucurá”, avisa: “La pampa se mueve”. Animales de todo pelaje y plumaje se movían, inadvertidos para el ojo no avizor, y esto indicaba la cercanía del indio. La palabra pampa, que suena a dos golpes planos, es el nombre de nuestro desierto. La pampa nunca fue laberinto, sino distancia y trofeo.

Para el romántico, el desierto era vergel, fiesta de semejanzas, tropos, aromatizaciones, regalo para los sentidos.

Volvamos a Echeverría. Dice:

El Desierto
inconmensurable, abierto,
y misterioso a sus pies
se extiende; triste el semblante,
solitario y taciturno

Y enseguida:

Entonces, como el ruido,
que suelen hacer el tronido cuando retumba lejano
se oyó en el tranquilo llano
sordo y confuso clamor

Espacio que no puede medirse, distancia, soledad, ánimo taciturno, misterio, y de golpe el trueno: tales los dones de aquel paisaje, que era venero de ideas, antes que vacío.

De estas suntuosidades del desierto pampeano poco nos da el desierto, como metáfora, precisamente, de la imposibilidad de metáfora. Y en la insistencia de lo que nada significa insiste sin embargo el que enfrenta una página en blanco, o lo que sea que se pueda representar justamente con un espacio en blanco.

En este hiato soberano, absoluto, debe de haber siquiera aquello que corresponda exactamente a la idea de imposibilidad, de lo seco, de lo igual, de lo contrario a las selvas que tan fácilmente construimos y en las que tan fácilmente volvemos a encontrarnos, sin nada en las manos.

He querido hacer el elogio de la obsesión.

© Jorge Aulicino
Leído en las Jornadas "Laberinto y desierto, encierro y exilio", de la Fundación Proyecto al Sur, Buenos Aires, 2009

Imagen: La vuelta del malón, Angel Della Valle, 1892

Comentarios

Entradas populares de este blog

Si esta es la hora, no está por venir

Rembrandt, el oscuro

“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”: Cómo César Vallejo se volvió uno de los mayores poetas latinoamericanos