Treinta años después




Hace más de 30 años, el poeta Francisco Urondo publicó el ensayo titulado Veinte años de poesía argentina, aunque en realidad abarcaba cuatro décadas. Dos cosas recuerdo especialmente de ese trabajo no académico: la honestidad intelectual y el criterio histórico-político que lo guiaba. El hecho de que fuera poco más que un epítome de una época tan extensa, rica y agitada, no impedía que el libro fuese preciso, agudo y convincentemente descriptivo. No comparto ya la idea de Urondo acerca de la tensión básica que configuró ese período, entre los años 20 y los años 60; no suscribo la idea de un antagonismo entre poesía oficialista y antioficialista, vanguardias y tradición, e identificación de la vanguardia literaria con la vanguardia política antiimperialista. Todo esto merece una especial discusión. Lo que quiero destacar es que si algo debemos a los 60, es la aproximación histórico-social al fenómeno de la literatura; una aproximación de tal naturaleza podría parecer limitada y es, sin embargo, más ecuménica que las operaciones actuales de la cátedra.

No cito pues a Urondo para retomar la economía de sus análisis. Más bien, si hiciera falta, podría mencionarse hoy su fracaso, puesto que la cátedra la ejerce aquella vanguardia que entonces estaba en oposición y la transición del antioficialismo al oficialismo de esa línea de pensamiento se ha realizado sin que mediara una revolución social. La vanguardia devenida cátedra ha estilizado su análisis hasta llevarlo a un punto de formalismo apenas soportable por el sentido del ridículo. Los profesores tienen, cada uno de ellos, un canon, y no necesariamente el canon de un titular de cátedra coincide con el de sus profesores auxiliares; éstos no se someten al canon del titular, dictan el propio. Un canon es un recorte. Entre los personajes del canon se establecen líneas de puntos. El profesor ayuda a sus alumnos a unir los puntos. De este modo la cátedra consagra. Relaciona presente y pasado. Arriesga, pero ofrece escasas posibilidades de decidir. El imperialismo de la cátedra permite que dialoguen Jorge Luis Borges y Rodolfo Walsh, por ejemplo. El diálogo es rico, porque se juega entre el antagonismo político y las afinidades literarias de los protagonistas, de modo tal que produce un efecto arrobador en quienes lo propician. Esto excluye decenas de alternativas. Si quisiera imitar a Urondo, debería citar al menos 60 a 70 nombres para un estudio de la poesía argentina, y solo de la poesía, a partir del punto en que él la deja, es decir, a comienzos de los setenta. Pero, antes que reunir nombres en grupos y darles coloratura  y asignarles partido, prefiero describir ideas y tensiones. Este será el intento a partir del próximo punto y aparte.

A comienzos de los setenta, la vanguardia había logrado una posición en la industria editorial. Los medios de difusión también mostraban nutrida presencia de la vanguardia. Urondo sabía por qué y lo explica en su ensayo: los intelectuales de comienzos del siglo XX eran estancieros, hijos de estancieros, rentistas, abogados; en el peor de los casos, periodistas. Los doctores y estancieros desaparecen lentamente de entre las filas de los intelectuales hacia los años 20; los periodistas terminan por constituir la mayoría. En los 50 y los 60, la Universidad pasa por un período excepcional y la vanguardia literaria recibe oleadas de profesores, que se convierten muchas veces en editores. Ese personaje, a mitad de camino entre la cátedra y la redacción, es el que produce el armado del aparato editorial de la vanguardia: las revistas Primera Plana y  Confirmado, el diario La Opinión, las editoriales Centro Editor de América Latina y Jorge Alvarez, la revista Crisis. Un sinnúmero de otras revistas de menor circulación, la presencia en editoriales tradicionales poderosas: todo aquello forma un nuevo sistema. Puede decirse que la vanguardia había llegado al apogeo de su reinado en el momento en que Urondo escribe su libro. Sólo le faltaba recuperar la cátedra, perdida a mediados de los 60 en la “noche de los bastones largos”: la “primavera” camporista le permitió una reincursión en la Universidad, tan breve que no consolidó estilo alguno.

El sectarismo político no tenía exacto correlato en la literatura de ese movimiento. Convergían en él los llamados “coloquialistas”, los surrealistas y vanguardistas genéricos, es decir, aquellos que seguían atentamente la nueva narrativa francesa, el movimiento de ideas generado por el estructuralismo y Lacan, el hermetismo italiano, el movimiento beat. Crisis, una publicación de izquierda, abrió sus puertas a Alberto Girri. Se reconocieron los méritos. La generación de los 50 y 60 tuvo la perspicacia de intentar poner en términos apropiados desde la polémica Florida-Boedo hasta la oposición Borges-Arlt. Un horrible agujero quedó en aquella historia: la década de los años 40. Aquel regreso a las formas tradicionales y a temas elegíacos y melancólicos en la poesía no fue debidamente considerado. En los 80, el grupo editor de la revista Ultimo Reino establece una conexión con esa era: reivindica al poeta Alfonso Sola González. De haber tenido un papel más central en la literatura (es decir, de haber dispuesto de espacio en los medios y en la cátedra), Ultimo Reino hubiese confirmado la tesis de Urondo: al oficialismo corresponde el reflujo, el regreso a formas y preocupaciones caducadas. Porque si a los poetas de los años 40 se los llamo neorrománticos, a los de Ultimo Reino debió llamárselos neo-neorrománticos. Sin embargo, solo se los llamó neorrománticos, como si el neorromanticismo anterior no hubiese sucedido. La historia fue sórdida, atroz pero, en algún sentido, justa: voy a rezar aquí por el perdón a quien interpretó la exaltación neorromántica de la noche como el canto de la dictadura; Ultimo Reino fue literatura de resistencia. Postulaba el regreso a la palabra sagrada, el reino del espíritu y el misterio, el acantonamiento en el último bastión humano, el religioso. Tal el propósito. La ejecución, diversa, requiere otros análisis. Casi todos los comentarios que de estos poetas se hicieron parecen deplorar el anacronismo de la forma y del contenido. Quien escribe estas líneas se apresuró a calificar el movimiento como síntoma de época. Pasados ya más de veinte años, no sabría decir cuál fue la expresión de esa etapa. Sí estoy seguro de que Ultimo Reino fue algo más que un síntoma. Constituyó un sistema de pensamiento estético, quizá el mejor estructurado después de la vanguardia.

Comienzos de los 80. Junto con Ultimo Reino, las revistas La Danza del Ratón y Xul agrupaban a los poetas. También El Ornitorrinco y Punto de Vista permitían respirar. Pero en éstas se agrupaban los resistentes de la década de los 60. En las otras, los poetas que acababan de llegar o habían llegado tarde al festín vanguardista. Entre los que habían llegado tarde, el nuevo golpe de Estado y la consiguiente represión, inédita por lo demás, acentuó la necesidad que venían experimentando de dar una vuelta de tuerca sobre la poesía que había dominado la primera parte del siglo, de manera casi universal. Estaban discutiendo la posvanguardia cuando el golpe los alejó de los “lugares que solían frecuentar”. A comienzos de los 80, algunos de ellos editaron una autoantología –salió con el sello El Escarabajo de Oro, que representaba al grupo democrático liberal de izquierda de Abelardo Castillo--. Esa antología se titulaba Lugar común y es mi impresión que el título aludía a los lugares perdidos. Los poetas allí agrupados, cuya relación con el coloquialismo y otras vanguardias era compleja, ensayaba por primera vez desmarcarse. El tono iba desde el  habla fluida y la fragmentación a la severidad conceptual, incluso dentro del arco de la obra de un mismo autor. Xul recuperaba un beligerante tono vanguardista. En esas páginas, se dio cabida a una vanguardia poco frecuentada aquí, el concretismo. La Danza de Ratón tenía su lugar definido; el barrio.

Este fue el punto de restauración. El sistema poético por primera vez se vio impelido a cambiar en medio del desarrollo de una generación biológica. Los que llegaban, en rigor de verdad no venían dispuestos a romper con sus antecesores, sino a prolongar, acaso a profundizar, las vías conceptuales que les habían dado a sus hermanos mayores las vanguardias. Los puntos de roce y de conflicto no eran verticales (con los predecesores) sino horizontales (con los pares de otros grupos), y también intrapersonales. En cada uno de los integrantes de la generación de los 70-80 se producía una ruptura y una discordia. Para hacerlo más gráfico: no estaban todos contra Lugones, como los de Florida y Boedo, y en discusión entre sí, sino que rescataban de los hermanos mayores y los padres líneas estéticas que se enfrentaban con nuevas necesidades y con las necesidades y rescates de los otros grupos. La “tradición de la ruptura” paradójicamente se había roto. Las grietas se producían más en el propio edificio que en los ajenos. Ultimo Reino, por ejemplo, no rechazaba la herencia surrealista pura. No comulgaba en cambio con el coloquialismo. Quienes habíamos reconocido en la “lengua franca” un terreno de experimentación que iba hacia la “comunicación de lo inefable” (una tarea con fracaso asegurado) no nos interesábamos tanto por el surrealismo, pero el hermetismo italiano y los imaginistas anglosajones sí nos atraían. Esto es: no había “enemigo común”; había querellas de primos, y sobre todo, insisto, una crisis íntima. El neo-neorromanticismo no era necesariamente reaccionario, y, considerado en términos de cambio, era lo nuevo. Todos reconocían no solo padres en la literatura local, sino también abuelos y tíos abuelo. La tradición estaba estructurada y, hasta cierto punto, asegurada. Esta extrema complejidad se hizo más compleja con el arribo del neobarroco, cuyo predicador visible en el ámbito latinoamericano era Severo Sarduy. La lectura barroca de la literatura de los ochenta no era sin embargo privativa de los poetas que comenzaron a ser reconocidos como neobarrocos. Yo mismo escribí en la revista Xul, a comienzos de aquella década, sobre una percepción general del arte a la que llamé barroca.

Es difícil para mí discernir si esta “revolución en la revolución”, que en lo personal significó un replanteo tanto estético como ético, se debió a las condiciones de la época, y concretamente a la violencia y al golpe de Estado de la década de los 70, o a una crisis de la vanguardia que encarnó en sujetos concretos, de un tiempo concreto, para quienes las certezas que predicaban los movimientos renovadores no tenían la magnética resonancia renacentista que tuvieron para sus adalides y seguidores. En ese sentido, lo sigo sosteniendo, la época comenzó a hacerse barroca, o porque las ideas lo fueron o porque la estabilidad política naufragaba en todo el continente. Lo incierto mueve a lo barroco y a lo estoico y reticente. La certeza de otro mundo, superior, mejor, cautiva y mueve al deleite formal-espiritual, al goce panteísta, aun en lo trágico. Quiero decir con esto que la impronta barroca, si la hubo, fue estructural. En cambio, el neobarroco nominal se vistió de sinsentido. Se erigió sobre el vacío como unas carnestolendas, renovó la renovación; significó la vacuidad de la vanguardia.

A mediados de los 80, la revista Diario de Poesía realiza un corte periodístico de la época. A lo largo de por lo menos sus siete u ocho primeros años, cruzó e interrogó las líneas existentes, pero sobre todo dio rigor a la práctica de la poesía y a la crítica de la poesía. Algunos de los integrantes de su Consejo de Dirección terminaron por definir un nuevo núcleo en la poesía argentina que fue llamado, tan funcionalmente como se hizo con los demás, “objetivismo”. Era necesario ese ajuste al menos sobre una línea de trabajo que venía desde los tiempos inmemoriales de las primeras vanguardias. El objetivismo fue definido como un acto de “restricción” ante la nueva proliferación de ismos y de excesos verbales de cualquier tipo, desde los del neobarroco hasta los del neo-conversacionismo y el coloquialismo clásico. Diario de Poesía halló su sello en el objetivismo. Pero su trabajo objetivo, prolijo, académico aunque desacartonado --sobre todo periodístico--, sobre la producción de poesía local y extranjera, clásica y contemporánea, habla mejor acerca de su  espíritu que la producción personal de sus directores, que es diversa. Diario de Poesía fue una resolución de la crisis, sin dudas. Una empresa de largo aliento que significó un ajuste de cuentas sin vencedores ni vencidos y, sin embargo, no líquidamente ecléctico.

A comienzos de los 90, el principal acontecimiento en el campo de la poesía fue la aparición de los dos números de la revista 18 Whiskys.  El grupo que le dio origen fue la tribu más influyente en ese terreno en los últimos quince años. Tribal, pero tenso, el sistema que los contenía terminó por quebrarse y dar aire a cada uno. Hasta aquí llegará mi comentario. Los 18 Whiskys dieron comienzo a nueva era, así como Ultimo Reino, por caso, había marcado el de la anterior; distinto papel fue el de Diario de Poesía,  un episodio inteligente de recapitulación-innovación. De 18 Whiskys parten tres líneas que muchas veces se entrecruzan: una nueva poesía urbana que reconoce justamente la mixtura variable del paisaje urbano (la poesía urbana de los 60 tenía instituciones urbanas, como el barrio, el crepúsculo, la elegancia cosmopolita; la nueva no las reconoce); una poesía de observación cuya severidad a menudo es dislocada por el pensamiento mágico y el comentario desmañado; una poesía de reflexión e imaginación lírico-épica.

A mi juicio, con la vanguardia de los 60 y sus ayudantes instalados en la cátedra, y dada la conocida ineptitud del marxismo de la escuela de Frankfurt  para la crítica de poesía, no tendremos estudios serios sobre lo ocurrido en los últimos 30 años en la producción de poesía hasta que los conservadores recuperen su sitio.

Jorge Aulicino
"A la espera de estudios serios"
Tres décadas de poesía argentina. 1976-2006
Jorge Fondebrider (comp.)
Libros del Rojas
270 páginas

Ilustración: Diseño de tapa del número 3 de Diario de Poesía, por Pablo Renzi

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