En cuanto a Dios...


Entre un dios razonado y aquel de Tertuliano que nos permite llegar a él por la excepción (Credo quia absurdum: creo porque es absurdo), la ciencia católica ha de tomar un camino. Durante el medioevo y parte de la Edad Moderna, la Iglesia eligió el atajo de convertir el dogma en razón del Estado Vaticano, en tanto la Iglesia era el pueblo de Dios pero también el Estado de Dios. La Iglesia terminó por dar al César lo que es del César y no abandonó el campo ideológico y el espiritual, que es donde le corresponde actuar. De este modo, sí: hay una ciencia católica por cuanto existe la Academia de Ciencias del Vaticano. Y lo que se teje allí no son supercherías.

Necesidad y azar: tales las categorías que, centralmente, se entremezclan en Impresiones cósmicas, el libro del físico teórico Walter Thirring, miembro de la Academia vaticana y de la Nacional, de Washington, y que ha sido profesor del Instituto Max Planck, del MIT y del Erwin Schrödinger y director de la División Teórica del CERN (siglas, para el idioma francés, del Centro Europeo para la Investigación Nuclear). Su libro lleva por subtítulo "Las huellas de Dios en el universo".

Necesidad o azar: ¿somos producto de una inmensa serie de ciegas determinaciones, casi diríamos, de casualidades, o una ley anterior ha dictado el todo? Dicho de otro modo: ¿en el cosmos las cosas suceden de una forma, pero bien podrían suceder de cualquier otra, o suceden necesariamente del modo en que ocurren?

Supongamos que optamos por la segunda respuesta: las cosas tienen una necesidad; ¿a qué nos conduce esto? Es lo que responde el libro de Thirring. Se trata de un trabajo ameno, excepto en sus salpicaduras de fórmulas matemáticas. Thirring, hay que reconocerlo, expone con claridad problemas muy arduos, cuyo fundamento empírico estriba, casi siempre, en meras ecuaciones. De estos bellos modelos armónicos, simétricos, no escapan los físicos –científicos de la materia–, que en principio ven en ellos el primer atisbo del rostro de nuestro Señor. Ni el propio Heisenberg reclamando al autor –como éste lo recuerda– que le mostrara los quarks (partículas subatómicas), o Pauli exigiendo ver las partículas llamadas "de medida" ("somos físicos y lo que digan los matemáticos debe resultarnos irrelevante"), lograron alejar a sus colegas de la fascinación por los cálculos que dan en la tecla. Puede perdonarse entonces a Thirring sus interposiciones algebraicas.

El modo de analizar la teoría del Big Bang, y por cierto, la relatividad, conduce a Thirring directamente a plantearse, en el último capítulo, el tema del azar y de la necesidad a fondo. Desemboca así en el principio antrópico, el cual sostiene que todo ha sido conducente en el universo para que apareciera en la Tierra la raza humana. En este punto es necesario acotar que, allí donde las ecuaciones resultan insuficientes, renueva la conceptualización sus fueros. Es decir, la filosofía, de la que la teología forma parte insoslayable.

Dice Thirring que el principio antrópico supone tres variantes. Una constituye el "principio débil": el universo tiende a que pueda desarrollarse la vida del hombre; la otra es el "principio antrópico fuerte": todo, desde el Big Bang, ocurre claramente con ese fin; por último, está el principio antrópico escatológico, o "final": no sólo el proceso estuvo orientado a que surgiera el hombre, sino también a que, por propia lógica, esta forma de vida llegue a prevalecer en todo el universo.

No hay manera de que el principio antrópico se pruebe aunque, para el autor, la variante "débil" es casi una tautología, porque si el universo no tendiese a la vida, no estaríamos mirándolo. Thirring cree honestamente que la teoría basada en el principio entrópico, que establece que la materia se desorganizará más y más hasta distribuirse igualitariamente en el espacio, no se realizará. Más bien su fe se inclina a que la raza humana –aunque parezca hoy utópico– poblará el universo hasta sus confines, puesto que la vida es un principio opuesto a la entropía: se desarrolla en formas cada vez más complejas, en lugar de desorganizarse y huir de sí misma, como lo hacen las estrellas. En todo caso, si en lugar de expandirse el universo se contrajera e implosionara, hasta concentrarse nuevamente, nada impide pensar que no volverá a estallar en un nuevo Big Bang, para repetir todo el proceso (¿acaso mejorado?). En este punto, una variante de la muy laica teoría de la gravitación cuántica respalda a Thirring: el Big Bang podría, seguramente, ocurrir de nuevo. Tal hipótesis es revisionista ante los postulados de Einstein según los cuales el universo fue, antes del Big Bang, un punto de densidad infinita –es decir, una singularidad en la que caducan las leyes de la física–. Si el universo estuvo concentrado, pero no infinitamente, esto significa que allí cabe el espíritu, soplo o causa primera, que podría llamarse, en lenguaje científico, "función de onda".

La apelación final de Thirring no es científica, sino moral: hasta tanto no comprendamos el todo, es imperativo que el hombre sostenga la chispa de vida que nació en este lejano peñasco de la Vía Láctea. Parece un modo de restituir –cierto que con mejores argumentos– el esquema aristotélico, en el que la Tierra, y con ella la raza humana, ocupaba el centro de los sistemas celestes. Pero, mirado de otra forma, implica que el hombre asuma la responsabilidad de preservarse en un proceso gigantesco, del que participa tal vez de modo milagroso, apenas sostenible, siendo él mismo el más alto grado de organización de la materia conocida.

Jorge Aulicino, revista Ñ, agosto 2010

Impresiones cósmicas
Walter Thirring
Libros del Zorzal
Buenos Aires, 2010

Ilustración: Acelerador de partículas del CERN. Recreación del Big Bang, en marzo de 2010

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