Robin Hood y el arte del tiro con arco



Los arqueros han sido la tropa de elite de Inglaterra en la Edad Media. En 1415, unos miles de ellos decidieron la batalla de Agincourt, combatiendo en terreno anegadizo contra un ejército de caballería e infantería pesadas de 25.000 franceses. La batalla parecía a tal punto perdida de antemano para los ingleses, que la arenga de Enrique V, que hiciera famosa la obra homónima de Shakespeare, apelaba más a la decisión de morir con honor que a la posibilidad de triunfar merced al coraje. Pero seis mil arqueros se cobraron casi dos franceses por barba, y perdieron apenas un centenar de hombres, entre ellos los impúberes criados de tropa que, en un gesto miserable, una avanzadilla francesa logró masacrar tras las líneas inglesas. La batalla convirtió en héroe a un monarca que parecía más bien un tilingo, y por el que los ingleses no hubiesen dado un centavo.
Aquel combate, de resultado poco menos que increíble, fue protagonizado por un antiguo instrumento de guerra, que de inmediato nos conducirá al tema de esta nota: una flexible rama de tejo, casi tan larga como un hombre de mediana estatura, cuyas puntas estaban unidas por una cuerda de tripa. El longbow. Los protagonistas de la batalla de Agincourt no fueron los soldados, sino más bien su arma, a la que seguramente consideraban mágica, o por la que profesaban una pasión digamos sagrada. Fue, sin duda, y en gran parte, su antigua creencia en las propiedades del árbol y en el viejo espíritu de la madera la que ganó la contienda y convirtió en leyenda también a Enrique V; éste, a su vez, había convertido en legendario el campo de batalla antes de que se disparara la primera flecha, con apenas un discurso preciso y bien articulado (al menos, en la versión de Shakespeare).

El rey y el bandolero. Miles de aquellos arcos fueron hechos con ramas de los bosques de Inglaterra que cobijaron bandoleros de toda laya en la época de la anexión normanda, es decir, cuatro siglos antes de la bata lla de Agincourt. Para la época de esta batalla, ya era famoso uno de aquellos forajidos. Había actuado en los tiempos en que el desaforado Ricardo Plantagenet –Ricardo Corazón de León– dejó temporalmente el trono para encabezar la Tercera Cruzada, en la que logró un equilibrio inestable de fuerzas en Palestina, luego de pactar con el legendario Saladino. A pesar de que no conocía el idioma de Inglaterra, y a pesar de que apenas la pisó –un tiempo que puede contarse en meses–, ya que prefería la parte francesa de los vastos territorios que había heredado, Ricardo sería también la figura legendaria que justificaría los crímenes de aquél fuera de la ley, un maestro en el manejo del arco de tejo.
¿Existió Robert de Locksley? ¿Existió Robin Hood? De entrada hay que decirlo: si no existió empíricamente, tuvo que existir. El mecanismo de la historia lo exige. Tal y como exige que haya existido el Rey Arturo, pues un primus inter pares debió unir a los caudillos celtas para enfrentar a los sajones en las brumas de la alta Edad Media, unos quinientos años antes. Tuvo que existir un caudillo en los bosques de York o en el de Sherwood pues era preciso que alguien cubriera la retaguardia del rey Ricardo, el hombre que bramaba en los combates, el Justo, el que pese a haber nacido en Oxford vivía en Aquitania. Y así como el rey ausente era la figura más heroica que pudieron imaginar los ingleses, un hombre fuera de la ley, pero fuera de una ley que no era tal, tenía que combatir en su nombre y en su propia casa, contra quienes disminuían y humillaban, saqueaban y sojuzgaban a los antiguos nobles de la tierra, es decir, los sajones: si Arturo los había enfrentado, uniendo a los britones (de ascendencia celta), eran ellos quienes veían ahora, y desde hacía un siglo, sus fortunas y tradiciones por el piso, merced a la nueva nobleza de origen normando, la de aquella Francia que aún no lo era, pero que decididamente era otra tierra.
Así pues, la razón de existencia de Robin Hood quizá no es tan nítida en las primeras baladas que contaron sus hazañas, como en el Ivanhoe , de Walter Scott, publicado en 1819; exactamente en la primera página de esa novela. Allí no se encontrará el nombre de nuestro héroe, que sí aparece promediado el libro, en una suerte de cameo; pero se hallarán las claves de una época y la exacta jus­tificación de que la época tuviera su mito, no como una floración fantasiosa, sino como una pieza absolutamente necesaria.
Una comitiva que integran, entre otros, un caballero normando y un templario se dirige a la finca de un noble sajón, Cedric. Los primeros en avistar la comitiva son siervos. Scott no los menciona al pasar. Les da bastante lugar en las primeras páginas. Gracias a ellos sabemos de la extrañeza que provocaban en esos parajes aquellas figuras. No son de allí. Los siervos, con ser tales, sí son de la tierra. Cedric dará hospedaje a la comitiva, pero les advertirá, antes de franquearles la entrada, que en esa casa sólo se habla sajón. Con ellos entra un encapuchado que han encontrado en el camino. Será, a la larga, el peor enemigo de los barones normandos: es el protagonista de esta novela de nobles, en la que nuestro Robin juega un papel secundario. Pese a eso, Ivanhoe no logró, ni lejanamente, significar en la historia literaria inglesa lo que significó aquel que, se llamara o no Robert, Hood o Locksley, haya sido hijo de un herrero o de un noble de provincia, como Cedric, robara para sí o para los pobres, fuera o no amigo de Little John, llegó a re­presentar todo lo que los ingleses querían que alguien representara en los turbulentos comienzos de la real historia de Inglaterra.

El ambiente y la circunstancia. He ahí el ambiente y la circunstancia. No en los escasos registros notariales de la época. En Scott. Allí están sajones y normandos. La lejana Cruzada que había ab­sorbido a Ricardo. La perniciosa figura de su hermano Juan. La batalla imaginaria que los nobles nunca dieron. La veneración del rey ausente. Y, aun en segundo plano, el que debía restaurar la justicia desde el margen de la ley: Robin Hood, Robert de Locksley o como se lo quiera llamar. Era una época irregular, y un irregular debía tomar las armas. Noble o plebeyo, Hood fue un bandolero. Hood enseña el exacto papel que los mitos juegan en la historia. Llenan espacios en blanco y son, por eso mismo, ciertos.
Hay una tendencia ya no a desmitificar sino a distinguir lo verdadero y lo falso en un mito. En esto se basan las nuevas escrituras de la historia de Robin Hood. A todos nos molestaban ya las ajustadas mallas verdes y la liviandad de la vida en Sherwood, así como la inexpugnable generosidad del héroe. Pero eso no es el mito, y no tiene sentido pensar que Hood se hará más histórico si lo vestimos del modo en que probablemente vestía cualquier plebeyo de su tiempo, o si lo dotamos de crueldad, o lo hacemos más dubitativo o lo convertimos en un mafioso. No importa para nada. El mito está en su propia necesidad, y desde ese punto de vista es histórico y permite entender la historia. No hay más verdad en un Robin Hood de ropas grises, resentido por la persecución, que en un Robin Hood de naturaleza noble, vestido con un atuendo más de bailarín que de cazador. Hay más verosimilitud en el primero. Y su figura fortalece al segundo. Porque si el personaje "más cercano a la realidad" nos hace creer que Hood pudo haber existido, el otro corre entonces con más agilidad entre las ramas de los árboles de Sherwood. El vengador casi alado crece y se hace más feérico, cuanto más convence el otro de que un tal Locksley existió.
Personalmente, prefiero pensar que el vengador fue tan valiente y certero como cruel, jactancioso y desarrapado. Pero, ¿eso qué importa? Lo que el mito es, no cambia en absoluto. Vuele o se arrastre, actúe para vengarse o por espíritu noble, haya vendido su alma al diablo o adore a la Virgen, vista con calzas o con paño burdo y pieles, Hood es tanto un numen del bosque como un preciso artefacto histórico. Esto es: espíritu de la vieja cultura agraria y espíritu de la historia en su marcha irregular. Eric Hobsbawm ha estudiado este punto: el surgimiento de bandoleros todo a lo largo de la historia humana, siempre en condiciones parecidas: precisamente en un paisaje rural, allí donde determinadas formas sociales no guardan homogeneidad con la marcha que imponen a los hechos las fuerzas principales, o cuando éstas se equilibran, o cuando aún no tienen suficiente intensidad. Los bandoleros e irregulares no son parte del conflicto de fondo, en términos marxistas: expresan otro tipo de conflicto, generalmente en el seno de lo arcaico, y no actuando necesariamente a favor de un cambio decisivo. De hecho no pueden existir cuando ese cambio mueve realmente ejércitos. Desaparecen, o lo perturban.

Guardián del reino. No podríamos hablar de lo "progresista" en tiempos del Imperio romano. Apenas si podemos tomar partido por la República cuando observamos ese período de más de cuatro siglos. Y esta toma de partido es totalmente improductiva. La república era asimismo el imperio. En tiempos de Ricardo, sólo podemos tomar partido por el mayor equilibrio, y acaso la mayor justicia en la administración de su reino. La fuerza social de cambio no tenía intensidad suficiente. El conflicto de clases podría ser parido de aquel trabado combate, con fórceps. No podía realmente nacer de allí. No eran los pobres contra los ricos. Seguía siendo, en caso de que los pobres hayan sido objeto de dádivas o se hayan sumado las bandas de forajidos de York y de Sherwood, una lucha de nobles. Y esto es también independiente de que Robin Hood sea presentado como un rico desheredado o como un pobre. La imagen por la que libra esa batalla es la de un rey justo. No ha sido escamoteado el senti­do histórico ni se ha introducido la condición de noble de Hood a posteriori para falsear su verdadero papel revolucionario. Aquellas guerrillas, que seguramente la nación entera estaba dispuesta a respaldar, y aquellas patriadas que la nación entera ha asumido históricamente como justas y necesarias, no eran las de un nuevo conductor. Eran las de un restaurador. El arquero Robin Hood se había erigido a sí mismo como soldado de elite, guardián del reino. El reino de un rey ausente.
¿Lo hizo? Los datos reales no se ajustan al relato. Las investigaciones de Joseph Hunter revelaron que un hombre llamado Hood vivió en Locksley y en Wakefield, en el condado de York. Nació en 1290, de origen plebeyo. Esto significa que no actuó –si actuó– en tiempos de Ricardo, sino cien años después, en tiempos de Eduardo II. En el siglo XVIII, el doctor William Stukeley conjeturó que Robin Hood era el noble Robert de Kyme, quien vivió entre 1210 y 1286 (el reinado de Ricardo terminó con su muerte en 1199, es decir que este Hood nació una década más tarde). Cuando las baladas cantadas son llevadas al papel, a partir del siglo XVI, Hood es mencionado como gentleman, y, luego, como Robert de Locksley, con lo que se diluye su origen plebeyo. Con la publicación del primer folletín de Robin, en 1838, se consolidan los rasgos actuales de la leyenda. Y en la obra de Howard Pyle, Las aventuras de Robin Hood , de 1883, consagrada a los niños, se infantilizaron finalmente, y en ella se basó el cine durante muchos años.
Tenemos, de todos modos, que la leyenda ha ido corriendo al personaje histórico hacia atrás, para ubicarlo justamente en donde faltaba: en los tiempos despiadados y sin ley de la ausencia de Ricardo Corazón de León. ¿Qué sentido político podría tener Hood en un contexto posterior? Casi ninguno. Hubiese sido un bandido como cualquier otro, el personaje de una modesta épica social. Hood llega a la dimensión de mito porque su leyenda nació política. Mike Dixon-Kennedy, en The Robin Hood Handbook. The outlaw in history, myth and legend, llegó a la conclusión de que Robin nació alrededor de 1160, con lo que produjo el ajuste histórico que la literatura ya había hecho.
Pero volvamos al arco de tejo. Es una conífera muy longeva, vive más de 1.000 años; un árbol sagrado, como muchos de los bosques para los celtas, y también para los nórdicos. Robert Graves ha sostenido que el Hood de Robin no significa capucha. En tiempos de Robin se llamaba de modo parecido a un supuesto insecto que carcomía los robles sagrados, quemados en el solsticio de verano. Este insecto saltaba entre las chispas de la hoguera y casi siempre se salvaba del fuego, pues era un espíritu. Graves sostiene que el Hood de Robin proviene de la palabra wood, madera, nombre que también recibía el espíritu o parásito del roble. Es un poco forzado para ser cierto, pero el hecho es que la madera y la capucha aparecen vinculados en la figura de Robin, dejando de lado por el momento que, para Graves, Robin tampoco es "petirrojo" (este es el significado en inglés), ni diminutivo de Robert, sino que proviene del celta robinet, carnero y, por extensión, figura con cuernos. Dixon-Kennedy ha atribuido a Robin doble personalidad –era noble pero actuaba como bandido– y simplificado, con bastante criterio, la cuestión del apellido, que no sería verdadero, sino de confección: el proscrito eligió Hood para aludir a su condición de tal: under the hood –debajo de la capucha– pudo ser una expresión que designaba a los bandidos en general, entre ellos, seguramente, a los nobles despojados de sus bienes que se sumaban a las bandas de salteadores en las densas zonas boscosas del norte de Inglaterra. Hood puede ser símbolo o producto de la marginalidad generada por aquella situación.
El arco del encapuchado, de todos modos, es más que eso. Es el vencedor de la batalla de Agincourt, contrapartida de la de Hasting, con la que triunfó la in­vasión normanda en 1066 y quedó decidida la anexión de Inglaterra al ducado de Normandía.
Hood representa entonces un hecho mágico ancestral. Es emanación del bosque y aura de la historia. Pero vive con toda la fuerza y la lógica que la historia real ne­cesita para armarse en el terreno de lo profano y de lo sagrado.

Jorge Aulicino
Revista Ñ, mayo 2010

Ilustración: Robin Hood, estatua en el parque de Nottingham

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