Una nota sobre "La víbora", de Nicanor Parra

 

26-08-2014 / Eterna Cadencia

Durante el próximo mes [septiembre de 2014], y para celebrar su cumpleaños número 100, cuatro escritores compartirán su poema favorito de Nicanor Parra. La primera entrega está a cargo del periodista, traductor y poeta Jorge Aulicino.

Por Jorge Aulicino.

"La víbora" me inspiró siempre una simpatía mayor que otros poemas de Parra, quien nos inspiraba mucha simpatía a varios integrantes del taller Mario Jorge De Lellis en los setenta. Recuerdo este poema leído con énfasis por Jorge Asís en su departamento de dos ambientes del Once. Por algo que no puedo definir -y que probablemente, como casi todo en el mundo, sea un conjunto de cosas cuyo resultado es mayor a la suma de las partes-, el poema me parecía totalmente irrealista. Y me fascinaba. Irrealista, aclaro, como todo lo de Parra, que llega a este singular estado mediante el incremento de la realidad.

El hecho es que aunque "La víbora" es en primera instancia un epíteto, una metáfora injuriosa, yo no podía dejar de imaginarme a una víbora real que hipnotizaba con sus ojos de víbora. O mejor, dicho, imaginaba un ser a medio camino entre mujer y víbora, porque al mismo tiempo la víbora me resultaba tremendamente erótica. Hay -me imagino yo- un mito trabajando allí, que se hace casi expreso en la escena final, cuando la Víbora aparece apenas cubierta con un taparrabos. Algo del “La caída del hombre” de Lucas Cranach, el Viejo, me parece que sucede en ese parque en el que tal aparición de la Víbora se produce.

El lenguaje diría paródico del poema tal vez contribuya al efecto. Es un lenguaje de narración del siglo XIX, que desde el primer verso evoca tanto a Poe como a Zola. Se trata pues de ficción en el más alto grado, estructurada con recursos narrativos que ya tienen el efecto alucinógeno de una fórmula cantada; la fórmula "había una vez", por ejemplo, dicha en uno de sus tantos modos posibles: "Durante largos años estuve condenado..."; los circunloquios detallistas para narrar infinitas penurias; la descripción minuciosa del mal y de la destrucción propia. Esto podía haber sido un relato costumbrista al estilo de los que por entonces intentaban denunciar la alienación, la vida de los hombres "grises". De hecho, la anécdota de "La víbora" no es ni más ni menos que eso. Pero al revés de cualquier relato de oficina, convierte la anécdota en poema, la alienación en un cuento de fantasmas.

a

La víbora

de Nicanor Parra (En Poemas y Antipoemas, 1954)

a

Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable

Sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento,

Trabajar día y noche para alimentarla y vestirla,

Llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas,

A la luz de la luna realizar pequeños robos,

Falsificaciones de documentos comprometedores,

So pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.

En horas de comprensión solíamos concurrir a los parques

Y retratarnos juntos manejando una lancha a motor,

O nos íbamos a un café danzante

Donde nos entregábamos a un baile desenfrenado

Que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.

Largos años viví prisionero del encanto de aquella mujer

Que solía presentarse a mi oficina completamente desnuda

Ejecutando las contorsiones más difíciles de imaginar

Con el propósito de incorporar mi pobre alma a su órbita

Y, sobre todo, para extorsionarme hasta el último centavo.

Me prohibía estrictamente que me relacionase con mi familia.

Mis amigos eran separados de mí mediante libelos infamantes

Que la víbora hacía publicar en un diario de su propiedad.

Apasionada hasta el delirio no me daba un instante de tregua,

Exigiéndome perentoriamente que besara su boca

Y que contestase sin dilación sus necias preguntas,

Varias de ellas referentes a la eternidad y a la vida futura

Temas que producían en mí un lamentable estado de ánimo,

Zumbidos de oídos, entrecortadas náuseas, desvanecimientos prematuros

Que ella sabía aprovechar con ese espíritu práctico que la caracterizaba

Para vestirse rápidamente sin pérdida de tiempo

Y abandonar mi departamento dejándome con un palmo de narices.

Esta situación se prolongó por más de cinco años.

Por temporadas vivíamos juntos en una pieza redonda

Que pagábamos a medias en un barrio de lujo cerca del cementerio.

(Algunas noches hubimos de interrumpir nuestra luna de miel

Para hacer frente a las ratas que se colaban por la ventana).

 

Llevaba la víbora un minucioso libro de cuentas

En el que anotaba hasta el más mínimo centavo que yo le pedía en préstamo;

No me permitía usar el cepillo de dientes que yo mismo le había regalado

Y me acusaba de haber arruinado su juventud:

Lanzando llamas por los ojos me emplazaba a comparecer ante el juez

Y pagarle dentro de un plazo prudente parte de la deuda,

Pues ella necesitaba ese dinero para continuar sus estudios

Entonces hube de salir a la calle a vivir de la caridad pública,

Dormir en los bancos de las plazas,

Donde fui encontrado muchas veces moribundo por la policía

Entre las primeras hojas del otoño.

Felizmente aquel estado de cosas no pasó más adelante,

Porque cierta vez en que yo me encontraba en una plaza también

Posando frente a una cámara fotográfica

Unas deliciosas manos femeninas me vendaron de pronto la vista

Mientras una voz amada para mí me preguntaba quién soy yo.

Tú eres mi amor, respondí con serenidad.

¡Ángel mío, dijo ella nerviosamente,

Permite que me siente en tus rodillas una vez más!

Entonces pude percatarme de que ella se presentaba ahora provista de un pequeño taparrabos.

Fue un encuentro memorable, aunque lleno de notas discordantes:

Me he comprado una parcela, no lejos del matadero, exclamó,

Allí pienso construir una especie de pirámide.

En la que podamos pasar los últimos días de nuestra vida.

Ya he terminado mis estudios, me he recibido de abogado,

Dispongo de buen capital;

Dediquémonos a un negocio productivo, los dos, amor mío, agregó

Lejos del mundo construyamos nuestro nido.

Basta de sandeces, repliqué, tus planes me inspiran desconfianza,

Piensa que de un momento a otro mi verdadera mujer

Puede dejarnos a todos en la miseria más espantosa.

Mis hijos han crecido ya, el tiempo ha transcurrido,

Me siento profundamente agotado, déjame reposar un instante,

Tráeme un poco de agua, mujer,

Consígueme algo de comer en alguna parte,

Estoy muerto de hambre,

No puedo trabajar más para ti,

Todo ha terminado entre nosotros.

a

Jorge Aulicino (1949, Buenos Aires). Es periodista, traductor y poeta. Entre sus libros de poesía se cuentan Vuelo bajo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, La línea del coyote, Las Vegas, La nada, La luz checoslovaca y la antología La poesía era un bello país. Desde 2006, administra el blog de poesía Otra iglesia es imposible.


© de la fotografía Berta López Morales, Claudio Pérez/Centro Virtual Cervantes

Comentarios

Entradas populares de este blog

Rembrandt, el oscuro

Si esta es la hora, no está por venir

“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”: Cómo César Vallejo se volvió uno de los mayores poetas latinoamericanos