Delegación sombría






Tal vez nuestro mundo es el Infierno de otro planeta.
Grimm, sexta temporada.


Todos sabemos, aunque no lo queramos confesar, que el teatro se está convirtiendo en un género para adictos, como la ópera. Los esfuerzos de los cómicos por mantener viva la comedia en los teatros suelen dar frutos y atraen al público. El resto —es decir el teatro dramático, experimental o clásico— se van confinando en lo que universalmente se denomina underground. De todos modos, el público que va al teatro cómico, si bien más numeroso, hace de su concurrencia una especie de vuelta al pasado, un viaje anacrónico, que no solo deriva —al menos en Buenos Aires— en el antiguo ritual de comer pizza a medianoche, sino que requiere un entrenamiento arcaico para comprender las reglas del género teatral en general. Es inútil que los directores presenten un escenario despojado envuelto en sombra para sustraer la acción de cualquier paisaje de cartón pintado, telones y mobiliario repintado. Quiero decir: aunque el foco se ponga en el actor y sus acciones, si se trata de drama o tragedia, o en el stand-up —el narrar parado y casual—, si se trata de la comedia o teatro cómico, es preciso que el espectador entienda unas reglas básicas, o mejor dicho, conozca la estructura ritual del teatro.

Con todo esto quiero decir que, aunque no lo confesemos, vemos y aceptamos que la reproducción de la imagen en movimiento se apoderó de gran parte de aquella estructura para montarla sobre una doble negación: no sólo no es la realidad lo que se presenta al público, sino que tampoco los actores y los escenarios, naturales o de estudio, están presentes. La imagen es pura y shakespeariana sombra de una sombra. El cine ha hecho, por lo demás, un gran viaje: se ha metido en las casas, y ha reformulado una antigua manera de desenvolver la trama, ya desarrollada en los cines barriales de los años cincuenta: la narración por entregas. Las series.

Ahora bien: si el arte audiovisual parece avanzar sin prisa pero sin pausa sobre el teatro —y también sobre la novela— y a tal punto ficcionaliza en doble grado que esta ficción se teje asimismo, ahora, en las redes sociales de internet, no ocurre lo mismo con las artes plásticas. Estas no solo viven una vida autónoma frente al mundo audiovisual, sino que atraen multitudes a los museos. La pintura y la escultura tienen asimismo un mercado en el que se mueven cifras muy elevadas, algunas de las cuales —cuando se trata de arte del siglo pasado o anteriores— podrían financiar una superproducción cinematográfica. Nunca la pintura ha sido tan excluyente, por su precios, y a la vez tan popular. Al punto de que el arte callejero termina en los museos, probablemente porque allí lo aprecia mucha más gente que en un callejón o en la pared lateral de algún edificio. Quiero decir que la gente allí va a verlo, y es comparativamente mucho más numeroso ese público que el que detiene su paso para mirar una pared pintada en la calle.

Son, estos, fenómenos que merecerían atención, pero que negamos sistemáticamente porque no podemos concebir que el teatro físico y la novela realmente desaparezcan. Y no: es probable que no desaparezcan, pero se conviertan en géneros para adictos. Si la novela aún no se hundió, es porque cada vez más se escribe para el cine o como sustituto del cine. Su especificidad se adapta maravillosamente a los nuevos climas. Cada más las novelas se parecen a guiones más o menos inflados. La mayor parte de ellas no llegarán a convertirse en imágenes, serán leídas solamente, y aunque el lector no sepa ni quiera decirlo, al terminar una novela sentirá que abandona un mundo de imágenes visuales que ha sido mejor o peor narrado.

También la poesía sintió la poderosa atracción pagana por la imagen visual. Al punto tal que en un seminario de escritura creativa resulta difícil que se entienda hoy cuál es la diferencia entre imagen visual e imagen literaria. La dificultad la origina la poesía, no el entendimiento. Realmente el tipo especial o el cúmulo de metáforas que llamamos imagen reproducen una sensación visual, casi siempre. Esto es porque el símil o analogía —excluya o no el término comparado— siempre ha traído lo indecible a lo concreto, en la esperanza de que algo de él quede en lo que llamaba Stevenson "el ojo de la mente", el razonamiento visual.

*

De antiguo, la especie ha sentido una especial fascinación por el objeto reproducido. Aunque se quisiera ver que se pintaba o se cantaba algo, en realidad siempre se supo que se pintaba o se cantaba nada. De esta suerte, es probable que todas las formas de reproducción gratuita de la realidad —aquella que consideramos una y cierta, la misma para todos— pervivan, con mayor o menor alcance. En este sentido tienen razón los que piensan que el teatro ni la novela morirán. Y más razón aun lo que sostenemos que la poesía, centro de aquella nada —pura nada— seguirá escribiéndose —ni hablar de que seguirá existiendo como fenómeno en la reproducción general de la nada, adopte esta la forma que adopte.

Sin embargo, los poetas suelen reclamar, con acento doliente, que nadie los ayuda. Ni el Estado ni los editores ni la crítica de los periódicos ni los bomberos voluntarios. Quienes más o menos se resignan a esa circunstancia, dicen, desde tiempos inmemoriales, muchas veces con el respaldo de Marx —"el capitalismo es hostil a la poesía"— que en la poesía hay algo particularmente reactivo, algo que sucede en ella, pero no tiene valor, y por lo tanto la inhabilita para ser vendida. Georges Didi-Huberman ha zanjado a cuestión, en lo que respecta a las artes visuales, con el aserto de que hay imágenes poderosas e imágenes potentes. Las primeras pueden ser manipuladas por el poder y se convierten en sus instrumentos eficaces. Las segundas, lo son porque no se prestan o sobreviven a esos procedimientos. Esto es, se manipulan de otro modo, un modo "verdadero": un montaje alterno.

Seguimos sin saber muy bien a qué responde la atracción humana por la representación, por la imagen. El mercado puede operar sobre ella, es cierto. Y el poder la ha usado desde los tiempos más antiguos. La imagen fue absorbiendo casi todo el arte, pese a que actualmente se ha convertido en una forma de representación de las más complejas. Si antes debíamos darle crédito a Homero por anticipado, porque los hechos que narraría no necesariamente habían ocurrido como él los cantaba, hoy debemos pensar que la propia representación es un doble de otra: ya no están allí ni siquiera los actores, no está el bardo, y la Musa opera, diría el poeta Joaquín Giannuzzi, por delegación sombría. Pero por doble delegación. El arte de las imágenes se aproxima de este modo a algo que la poesía siempre supo: donde parece haberlo todo no hay más que vacío. Y el mundo es sólo —y nada menos— una revelación. Literalmente, una epifanía. Dios nos ha hecho para que lo aprehendamos, porque donde hay ausencia no puede haber otra cosa que Dios. Especialmente, desde que él ha muerto. Esto nos permite tratar la nada como existencia negada: no es nada. Lo cual le da la corporeidad que el lenguaje alcanza a darle.

Si uno se detiene en medio de la multitud que todos los días invade la Capilla Sixtina y mira hacia el techo, comprueba que dos manipulaciones han sido exitosas: la del arte por parte del poder eclesiástico y la de la representación del todo por parte del genio humano. Un todo falso en la lectura o montaje del poder, y falso, pero sagrado, en el montaje del arte.

 © Jorge Aulicino
Periódico de Poesía, Año 10, n° 110, junio-julio 2018

Imagen: M.C. Escher, Mano con esfera reflectante

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