El tao de Girri
La variación en la rutina, la declarada
predilección de Alberto Girri por la música de Bach (Cf. Obras Completas, Tomo
IV), es la base de una poesía que ha resuelto, de la manera más satisfactoria
posible, la convivencia del realismo con la abstracción. Y, tal vez, de la
religión con el escepticismo.
Girri
comenzó a escribir cuando la poesía argentina de este siglo, por así decirlo,
maduraba. Nos llegó a algunos autores, treinta y pico de años más tarde,
también en la madurez, o en el comienzo
de la madurez, de nuestras vidas personales. Girri debió sentirse incómodo con
la primera situación, no sé si con la segunda (que aprendices de distintas
procedencias estéticas se acercaran a sus poesías y a él personalmente). Girri,
aunque influido por el canon neorromántico de los años cuarenta, inició
en aquella década un camino distinto. No lo perdería jamás. Y es su mérito dejárnoslo presentir.
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Desde
Playa sola, inició su rutina, aquellas variaciones. Cambios perceptibles pero
no raigales a lo largo de sus más de 30 libros indican cómo estaba a la vez
seguro y ofuscado ante el sentimiento de aquel tao, aquel camino. He rastreado
en sus reportajes y en su obra poética la mención al decisivo primer aserto del
Tao Te Ching ("El tao que puede ser nombrado no es el tao eterno");
probablemente no le hizo falta citarlo, respira en toda su obra, casi
físicamente.
Visiblemente,
dos formas, dos instrumentos, permitieron el desarrollo de las ideas de Girri:
la utilización de la segunda persona (que causa el efecto de un diálogo íntimo)
y las "emisiones de voz" lanzadas una tras otra, sus
encabalgamientos, la distancia imaginativa que se abre entre cada uno de esos
pulsos verbales. Así, de una reflexión relativamente tersa, finamente melancólica,
de los primeros poemas, su obra pasa a una exasperación controlada, a través de
la vuelta de tuerca que cada libro
imprime a su ratio poética. La sintaxis se enrarece al compás de este
estrangulamiento de la idea. Se apoya muchas veces en meros infinitivos, se
estructura sobre la base de gerundios, de pronombres. Es la sintaxis de quien "viene pensando", de quien es sorprendido en un pensamiento;
es también el intento de la supresión del sujeto gramatical y del sujeto pensante.
Y eso define el camino, si no único, por lo menos muy marcado en el panorama de
la poesía argentina.
De
esta forma, Girri se convierte en un caso. Es un poeta extraño en los 40,
cuando predominan las formas poéticas clásicas y el tono elegíaco desbordante.
Es un raro en los 50 y en los 60, cuando no un elitista. Comienza a ser
aceptado y aún reverenciado en los 70 y los 80, años en los que simultáneamente produce el máximo ajuste sobre su lírica. Personalmente, comencé a leer a Girri hacia atrás y hacia adelante a
partir de la publicación, en 1975, de Quien habla no está muerto. Y creo que
muchos, en aquellos años, pusieron sus ojos en este poeta hasta entonces
considerado tedioso.
Girri,
con todo, no estaba tan solo. En primer lugar, no era un extraño absoluto al
clima neorromántico de los 40. Hay elegía, una elegía razonada, en su primer
libro. La diferencia estaba dada por esa inclinación suya hacia el pensamiento y el verso libre, con el que resolvió la dificultad de traducir sus lecturas de poesía inglesa y norteamericana. En
segundo lugar, su poesía abría las puertas, tendía lazos con poetas italianos
contemporáneos, como Eugenio Montale, el propio Ungaretti, Pavese incluso. En
otros términos, sacaba a la poesía local del antagonismo entre tradición
española y vanguardias francesas. Es de este modo --como pieza faltante en el
tablero, como eslabón perdido-- que Girri comienza a ser recuperado en el
momento en que, personalmente, lo descubro. Faltaba, a mi juicio, en la poesía
escrita aquí y ahora, ese nivel de abstracción medido como con un manómetro: un
lenguaje nunca tan insoportablemente abstracto que derivara en filosofía pura,
nunca tan sensorial que se convirtiera en un estupefaciente.
Pero
continúa siendo un caso. Es posible leer su obra y disfrutarla prescindiendo de las propias
reflexiones que Girri le impuso en sus libros de apuntes teóricos (Diario de un libro, El motivo es el poema, Lo propio, lo de todos), como corresponde a la
buena poesía, como corresponde al texto, cualquiera sea. Es posible, también,
leer los libros en los que reflexiona sobre su propio hacer como otro hacer,
como notas "poéticas" (un texto crítico lírico). Pero siempre habrá
la tentación de remitirlo a esas escrituras que lo circundan; esos terrenos que
le son afines: la religión y la filosofía.
De
hecho, y explícitamente, Girri parte de allí. Es como si quisiera llevar las
propuestas religiosas y filosóficas hasta sus límites más remotos.
Paradojalmente, es como si su objetivo fuese confrontarlas con la existencia cotidiana.
Me apuro a decir que este es el terreno específicamente poético de su poesía y
de cualquiera poesía. Esta carga de
realidad, este apriete a la convención.
Avanzada su obra, en El motivo es el poema (1976), AG escribe: "Puerilidad. La poesía, sustitutivo
de la religión. Dan ganas de divagar acerca de los actos del culto, cómo se
establecerían, por ejemplo, los equivalentes de la bendición mística, el
incienso, las campanas, y demás circunstancias de la liturgia". Lo que hace
aquí es separar experiencia religiosa de aparato de fe. Lo que intenta es
avanzar en una religión laica que obra por analogía. Ha de preguntarse en Lo propio, lo de todos, algunos años más tarde (1980): "San Juan, hombre de
letras, ¿lo es sólo por añadidura?" Se trata de establecer una diferencia,
deslindar campos, separar los tantos. Pero también ha escrito (El motivo es el poema): "El vedantista en busca del gurú. El poema que anuncia: 'Yo soy el
gurú, yo soy el tú mismo'. Acercarse como de nosotros, y también como ajeno:
como intento de comunicarnos con el autor (aunque lo seamos nosotros). Con
arreglo a que el poema, como el gurú, nos conduce hasta la entrada, no más
allá". AG insistirá en este procedimiento analógico: el poema
como comunión, la poesía como religión. La misma búsqueda. Sólo le fue
necesario aclarar, como lo hizo cuando calificó de puerilidad el pensamiento de
una poesía que sustituya la religión, que la analogía no lo es con los rituales
y con los dogmas. Que la poesía no tiene cánones. Estaba claro para él que la
poesía puede obrar como revelación, no como culto. Sólo abre un interrogante
sobre el místico como hombre de letras: ¿para qué escribe? Adelanta alguna propuesta, siempre interrogativa: "¿lo
es sólo por añadidura, retornando de experiencias místicas?, ¿lo es en el
sentido del Verbo, a la vez pensamiento y palabra: en lo interior pensamiento,
en lo exterior palabra?, ¿lo es porque la plenitud de la vacuidad en la experiencia mística no cesa con ésta, no
tiene límites, y aun los silencios de la palabra escrita son sus ámbitos?"
No
es Girri el único caso en la poesía argentina de un autor en relación
permanente con la experiencia religiosa. Juan L. Ortiz es de ese tipo de
poetas, con su panteísmo a flor de piel. Lo son algunos de los compañeros de
generación del propio Girri. Lo es Roberto Juarroz. Y cada uno de ellos
establece de qué carácter es su relación con la mística. El carácter religioso
de Girri podría diferenciarse a partir de lo adjetivo: es un carácter fuerte. Se lo
reconoce por su aridez, su peso, paradojalmente por su sensorialidad (áspero,
seco, son datos de los sentidos que muy frecuentemente utilizan quienes se
refieren a Girri, a quien sin embargo identifican como predominantemente
intelectual). En segundo lugar, se reconoce a Girri por su apego a lo
cotidiano, a lo circunstancial, y aun a
lo literario tratado como cotidiano. En Existenciales, un libro de 1986, hace
visible la delgadez de esta frontera entre cultura y contorno. En el poema
"Desde la terraza" postula una "Diafanidad que hace válido/
cualquiera de los asertos/ de nuestra mente", galopa entre figuras
mitológicas y culmina en la comprobación
de que el rumor de unos bañistas "ensordece como graznidos/ son
graznidos!" Para llegar a esto, Girri no debió esforzarse. Su poesía,
doblándose en digresiones a cada "emisión de voz", debía descubrirlo.
Aquí, una vez más se cumple el carácter de Girri: la visión religiosa es
sometida a prueba. A la prueba de su propia reflexión. El poema podría haber
sido también una reflexión sobre la poesía.
Esa
recurrencia a desangelar la experiencia, a no permitirse que se suma en la
melancólica visión de paraísos perdidos o en la exaltada descripción de edenes
futuros, impedir que se convierta en una escatología, es la trampa por la que
huye de una redundante e improbable trasmisión de la beatitud, que es lo que
acosa a Ortiz. También Ortiz, en sus prolongadas digresiones, en sus infinitas
oraciones subordinadas, parece querer decir algo así como no se puede ser santo
y hombre de letras. Esa "añadidura" no sería necesaria en el caso de
que la comunión del santo con Dios, del gurú con la verdad, fuese completa.
Pero en Ortiz la sintaxis borda, intenta. En Girri, deshilvana, deshace. ¿Dónde
queda entonces el San Juan, hombre de letras? Se lo quiera o no, también en un
fracaso. San Juan cuenta, explica, canta, porque no puede creer. De hecho, el
encuentro con el Amado se le está yendo siempre de las manos. El ir por dónde
no se sabe del monje carmelita es, en sus términos, el tao. Al menos, el tao de
Girri, un tao occidental.
La
reflexión taoísta es, ciertamente, paradójica, sobre todo si se la mira desde
Occidente. También la doctrina de Buda, y sobre todo el budismo Zen, se presenta a los
occidentales como paradojal. Occidente frecuentemente ha despojado al budismo
de su liturgia (la tiene) y de su práctica para ver en él una especie de
religión sin dios, y hasta una religión sin fe. Por su parte, Lao Tzé, o quienes hayan
escrito el Tao Te Ching, practicaron el aforismo paradojal, no cabe duda. Incluso
un libro brahmánico, como el Bhagavad Gita, se sostiene en la discusión y
exposición de una doctrina de dos manos, en apariencia contradictoria:
condenado a la acción por el deber, uno no abandona la contemplación. Es el
camino del impertérrito, que atraviesa el universo material
cometiendo acciones que le reclama el orden del día, pero sin desviar la vista
de lo alto.
El
taoísmo es tributario de la explicación que Krishna ofrece a Arjuna en el
Bagavad Gita para incitarlo a combatir y a matar. Esa explicación es coherente
con la visión de las religiones brahmánicas de que todo el mundo es aparente.
¿Cuál sería entonces la dificultad de mantener la vista en la verdad y realizar
los trabajos que el mundo aparencial nos demanda? Hombres de dos mundos, como
los cristianos, los que escuchan a Krishna no observan oposición verdadera
entre uno y otro. Ahora bien, la antigua palabra sánscrita "màya"
alude a la faz visible del braman. Màya es la cobertura mundanal de la realidad única. Màya
ofrece así dos aspectos: uno es ignorancia, otro conocimiento. Cuando se obtiene el braman, se supera a ambos.
Ahora
bien, Girri alude directamente a la malla de la realidad en algunos reportajes
(por ejemplo, el realizado por Pablo
Ananía, publicado por el diario Tiermpo Argentino el 2 de enero de 1983 y
reproducido en sus Obras completas) y la similitud con la palabra sánscrita y
su concepto son muy visibles (¿se trata de un error gramatical que acerca
todavía más los significados?, ¿o el propio Girri utilizó la palabra original
cuando dijo "hay una especie de maya que nos hace ver cosas, donde podemos
meter el dedo pero a la que nunca llegamos"?). No es la única alusión de
AG al espíritu del brahmanismo, del budismo Zen y del taoísmo. Sus libros de
poesías y los de reflexiones sobre la experiencia poética están llenos de
referencias directas e indirectas a esas doctrinas. Girri las maneja con soltura
en los reportajes, habla de la "realidad apariencial" sin necesidad de citas, es
decir, tiene este cuerpo de ideas y su substancial mundo de ricas paradojas
"internalizado". Y aunque se remite a las religiones orientales y
específicamente al taoísmo, en cuanto a camino que nunca se termina de conocer,
de lo que desconfía es de que, con el recurso de desechar los tao ilusorios
--la acción ilusoria hacia una meta--, como propone el Tao Te Ching, se pueda
efectivamente llegar al conocimiento pleno que permita la total reabsorción en
el braman. Sólo queda entonces planteado el problema.
Pero
este "sólo plantear el problema" es también religioso. Cuando, en una
película del ruso Nikita Mijalcov un creyente mongol va con su problema al
sacerdote budista, éste le responde: "yo también tengo un problema".
El sacerdote está postrado, tirado boca abajo en el piso y el creyente ha
debido tirarse también para hablarle. La respuesta del sacerdote une a ambos en
la acción, rezo o meditación o silencio. También el sacerdote, con su evasiva
respuesta, une, religa, predica. ¿Dónde está la diferencia del poeta y del
santo? En lo que refiere a Girri, pareciera que en ninguna parte. La
experiencia búdica, con todo, tiene un objeto: la comunión. Hay meta, hay
llegada, hay nirvana, hay bienaventuranza. Esto no es el caso de Girri ni el
de ningún poeta occidental. Sea el caso de que el satori, la revelación se
obtuvo, pero se ha perdido, sea que se desconfía profundamente de haberla
obtenido, la poesía, como experiencia hacia ese camino ha de fallar por la
base. Vuelve la pregunta: ¿por qué escribió San Juan de la Cruz? El mero afán
de testimoniar para otros no conduciría a la poesía escrita, sino al milagro, a
la levitación de Cristo o de los yoguis, a la exposición clara de la
convivencia con lo sobrenatural. Quien escribe ha perdido algo en el camino.
Por último, está el propio éxtasis del poema, la belleza estética. Si se ha
logrado, también se ha perdido, porque termina al terminar la lectura, o poco más. En San
Juan, la belleza lírica es indudable. También existe en Girri. Entrando por
cualquier puerta a la lógica de su poema --la sensorial, la meramente
intelectual-- se obtiene el mismo resultado: un placer, que en su caso deviene
de lo que se llama su aspereza.
Girri
ha trabajado en sus textos como en sí mismo. El texto es un campo de ejercicios
espirituales, un cuerpo que practica gimnasia teológica. Pero el botín de tan
esforzada campaña no aparece sino en el texto mismo, y su efecto, como queda
dicho, dura lo que la lectura. Entonces, hasta aquí, hemos descubierto al más
escéptico de los yoguis literarios trabajando en su cocina. Y lo que nos impide
avanzar en su propia obra es el hecho de que la obra misma se propone como
descubrimiento. Cada poema, o tal vez no todos, pero muchos, serían pequeños
satoris, pero satoris conseguidos de su propia lectura, no de su comentario.
Dice la religión y dice Girri: sólo si uno llegara la comprensión de la verdad,
de la realidad, por un trabajo de abstracción no demasiado lejano al objeto, se
convertiría uno en todo; de allí se deduce que el canto es un logro impersonal,
imposible de ser interrogado, todo inmediatez, satori. Pero Girri no se engaña
sobre esto, y de hecho no se ofendería --sustancialmente su poesía no se
ofendería-- por una lectura comentada. El que escribe estas líneas de todos
modos no la abordará. No puede calmar su prurito de que un poema, aunque él
mismo se ofrezca como paráfrasis de otros textos y de situaciones --así sucede
con muchos de Girri-- debe entablar su propio diálogo con el lector. Y quien
escribe estas líneas presume que en tanto es un objeto, el poema permite
diálogos muy largos. Disecar las estrofas, llamarlas en apoyo de tesis como la
que aquí se sostiene o cualquier otra, es un poco capcioso siempre. El autor ha
llamado a un poema de Girri en su auxilio, más arriba. Suficiente.
Pese
a lo anterior, la posibilidad de ser interpretada que la poesía de Girri ofrece
más que ninguna otra es también otra vuelta de tuerca a su propia interrogación
incesante. Estamos hablando de un autor cuyo punto de partida parece ser una
inocencia perdida (lo dicen sus textos donde la digresión lleva a cada vez más
digresión, y pregunta y lo dice en un reportaje de Danubio Torres Fierro
reproducido en el Tomo II de las Obras completas).
Cuando
la inocencia se pierde, y no se empeña uno en autocompadecerse de eso, el
mundo debe ser interrogado. Si entendemos que "inocencia" perdida es
fe, comunión, una suerte de satori permanente perdido, la interpelación no
tendrá fin. La necesidad de ver la realidad, de escrutarla, incluirá al propio
escrutador. Y eso es lo que sucede con Alberto Girri: en una operación de
abstracción sumamente complicada, sus poemas parecerían querer ser objeto y
sujeto. La objetividad, el frío mundo --aún el de la magia y el de los símbolos
son fríos en esta obra-- empuja la subjetividad hacia el corazón del que mira.
Exige que la resonancia en su corazón sea profunda. Lo contamina, por así
decirlo, y termina saturándolo al punto de que el sujeto se siente objeto en
ese mundo. Objeto provisto de ojos. Y de ojos que a la vez son lengua. Pero, en
definitiva, objeto también mirado. De consumarse la operación --no se
consuma--, el sujeto se borraría o, al revés, el mundo sería enteramente
sujeto, por lo que no necesita de observador ni de poeta. Esta ambición de ver la
totalidad es una de las más extremistas alentadas por Girri, cuyo escepticismo
lo conduce a ver, otra vez, que eso sería lograr la identificación con el
braman, a ser, más que estar, con dios. Sin embargo, eso le da tensión a su
obra. Y, en Girri, la tensión se resuelve en fluidez verbal, saltos de nuevo,
pulsos, emisiones de voz.
Mirar
el mundo deviene en él una actitud cada vez más profesional. La palabra es
usada conscientemente por el autor en sus notas sobre la poesía. "Se
termina por conocer la diferencia entre aficionados y profesionales. Entre los
que se permiten no ver la precariedad de sus logros y los que escriben el
poema, advierten su insuficiencia, respiran hondo y vuelven a
zambullirse", escribe en su Diario de un libro. Pero esto no es algo que
se pueda mantener como actitud constante. No es posible convertirlo tampoco en
camafeo de alguna rara religión del fracaso. Simplemente interviene Girri aquí
en una discusión sobre la posesión del "don" poético, casi siempre
defendido por los que él llama los aficionados. Tener conciencia de que no hay
tal don no priva a nadie por completo de fe. Con la absoluta conquista de una
idea --la del oficio como precariedad e incertidumbre-- va llegando para Girri
el momento de confiarse más al presente, de dejar fluir, aunque siempre con
vigilante severidad, la materia de sus observaciones.
Desde
los años setenta, los poemas de Girri, a la vez que menos noblemente
sintácticos, son más reconocibles, complejos pero más precisos, con mayor
abundancia de objetos y un discurrir sobre ellos o tomarlos como referencias o
ejemplos o incluirlos en comparaciones. Se cuestiona asimismo, desde los libros
de esa década, que el cuerpo y los objetos sean fácilmente soslayables desde
una visión búdica. La existencia humana, pesada, corporal, con sus humores,
olores, comidas, desechos, procesos de envejecimiento, se introduce cada vez
más para reinstalar la pregunta sobre la vida, la oportunidad única.
¿Oportunidad de qué, para qué? Única oportunidad, si se quiere, de ver. La
oportunidad de comprender. La oportunidad de dar sentido a la oportunidad.
El
cuerpo escribiente no ha de permitirse, sin embargo, ninguna excepción. No ha
de permitirse, en otros términos, la aventura. El sueño de viajes, de mares, de
continentes, de disolución en la peripecia que tuvieron los enemigos de la
contemplación, piratas, aventureros, lores, está absolutamente bloqueado para Girri.
¿Es una mutilación? Girri sabe o cree saber que no. Tampoco el asunto lo
preocupó mucho, excepto cuando elogió a Melville no solo por su invención de un
demonio que encarna lo innombrable, sino también por la "libertad" de
su prosa, que se permitía todas las digresiones. Lo cierto es que Girri se
obliga --o el teorema de su obra lo obliga-- a mirar sólo el rugoso presente,
incluso en poemas que evocan o apelan a imágenes de Brueghel, citas filosóficas, un poema de Yeats. Creía, en fin, en que las navegaciones no
dispensan de resolver la cuestión del qué, del para qué. En una palabra, que los soñadores también
tienen problemas existenciales.
Aun
citando varias veces a Epicuro, Girri se dice estoico. La actitud esencialista
que el estoicismo reclama al individuo --porque se trata de una filosofía de
evidentes rasgos políticos-- coincidirá
con la que el monje budista podría pedir. Marcado en algún sentido por la
época, que desde los tiempos de Séneca no parece haber cambiado en cuanto a la
falta de observancia de un existir trascendente, Girri reclama de sí mismo
mucho más de lo que tal vez le pidiera un maestro taoísta. Reclama ser espíritu
ahora. Y sabe que eso no es posible. Estoicismo y taoísmo producen así una
unión bastante común en Occidente, pero desconocida en Oriente.
Hay
en Girri un combate mortal contra la melancolía que es lo que lo obliga a
blindarse en su escepticismo y en la abrupta impersonalidad de su canto. Pero
si su lucidez produjo una extrema exigencia sobre el lenguaje, también parecía
formar parte de su naturaleza una suerte de confianza, de sonrisa búdica. Huía
del humor venenoso conocido como tristeza, que lleva de la autoflagelación a la
autoconmiseración. Y por eso apretaba las clavijas todo lo que lo permitían las
cuerdas. Sin embargo, en ese edificio severo, entre las piedras que hacía rodar
para que sonaran a demanda, a veces descuidaba su costado y permitía entrever
algo auténticamente religioso --en el sentido de fe-- que hubiese perturbado su
proyecto de haber sido consciente. Y que nos hubiese privado de sus poemas. En
la contratapa del tomo III de su Obra completa, escribió esto: "De este
tembladeral de dudas, exaltaciones y desánimos ante lo hecho, inmodificable ya,
me siento aliviado por la convicción de que una página bien escrita y una mal
escrita son, en su forma de cumplir la circunstancia de existir como tales,
casi equivalentes". Ese
"cumplir la circunstancia" hace recordar a la idea de sincronicidad
que, a juicio de Carl Jung, presidía la consulta de los textos oraculares del I Ching: la figura elegida por el
aparente azar, que remite a bosques, lagos, estaciones de la naturaleza, debía
tener para los creyentes una mágica relación con las circunstancias del
presente, una totalidad de la que el consultante era parte, como un nudo en la
madera.
Del modo en que sea, un poema representa
siempre ese momento completo. Es el modo en que un hombre dado, que participa
del cosmos, puede expresar el cosmos ese día. Si ha fallado como poeta, no erró
como simple e impersonal figura en la que el universo se da tal cual es. Una
brizna de hierba lo contiene. Lo contiene un charco, una gota de saliva, las
figuras del Libro, un poema malogrado. Y si no nos satisface el texto, es
porque lo hemos leído mal. Porque siempre, invariablemente, somos nosotros --no
las cosas, ni siquiera las cosas que nosotros mismos hicimos-- los que no
captamos la longitud de onda de cosmos. Girri, parece, en última instancia
tenía esta singular creencia, esta fe, esta primitiva y conmovedora
cosmovisión.
Foto: Girri, por Tito La Penna
Pensar que yo me privé de Girri porque hace años (en alguna lectura ocasional) me formé el prejuicio de : complicado, intelectual, aristocrático... Tiempo atrás leí un libro de Sergio Cueto: Seis estudios girrianos. Me pareció buenísimo. No recuerdo ninguna mención a "Tao" (satori...). Y como también esta perspectiva suya (perdón por el término, es lo que se me ocurre) me entusiasmó, intentaré renovar la lectura . Gracias.
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