Viaje al gran mito del conocimiento




Estoy bajo una columna de casi 30 metros de altura. No a sus pies, sino bajo tierra, exactamente debajo de esa mole, según asegura el policía egipcio que se ofreció a guiarnos en estos túneles, bajo una loma sobre la que se levantó el templo al dios Serapis. El punto en el que estoy es un complejo nudo cultural. Y de algunos enigmas. El principal de ellos es si este sótano en declive fue parte de la biblioteca de Alejandría. El policía asegura que sí. Y con sensatez señala el tamaño de los nichos en la pared. Es evidente que no estaban destinados a cuerpos o momias. Parecen demasiado pequeños para eso. Es probable que allí se hayan almacenado rollos de papiro o de pergamino. Es posible, entonces, que este sea el único vestigio del mayor proyecto intelectual de la Antigüedad.

Veamos el tramado cultural que tiene este punto del planeta, cuya influencia se extiende hasta hoy. Pues este sitio es el núcleo apagado de un big bang en el que todavía nos movemos. La mole de granito que está sobre nosotros, coronada por un capitel corintio, es la Columna de Pompeyo. Por una razón que desconocemos, los cruzados que llegaron a Alejandría supusieron que la columna encierra las cenizas del triunviro romano al que se enfrentó Julio César, refugiado en Egipto y asesinado por el rey Ptolomeo XIII, alrededor de medio siglo antes de Cristo. Esa columna, imponente, recta, no contiene al parecer las cenizas del romano. Sin embargo, es el mojón que señala el período de dominación romana de esta parte del mundo. Está entre los escasos restos de un templo, el templo de Serapis. El templo fue construido en el siglo tercero antes de Cristo. Lo hizo construir otro Ptolomeo, el I, en honor de un dios sincrético: mezcla de Apis, el egipcio, y Zeus, el griego. En un solo lugar, entonces, se encuentran los testimonios de la pertenencia de esta ciudad al gusto y la cultura griega, y al poder y la cultura romana, que, como lo indica el diseño de la columna de Pompeyo, imitaba a su vez a la cultura griega. Un período de siete siglos tiene aquí su epítome, su resumen.

Hay más que eso. Si la hipótesis es cierta, en estos túneles se intentó proteger la mitad o más de un tesoro bibliográfico que Alejandría acumuló con un fervor inusitado. Aquí, se dice, estuvo la biblioteca Hija, la que se construyó bajo el reinado del tercer Ptolomeo y se engrandeció luego de que Julio César, en apoyo de Cleopatra, y contra el hermano de ésta, nuestro Ptolomeo XIII (al que no agradeció, precisamente, la muerte de Pompeyo), incendiara las naves egipcias en el puerto de la ciudad, provocando a su vez el primer incendio de la Biblioteca de Alejandría, gran parte de cuyos infinitos volúmenes estaban en galpones de granos, cercanos a la muralla del puerto y al Palacio Real, un lugar peligroso para libros tan preciados. Inexplicable que una fracción importante del acervo que era orgullo de los gobernantes estuviera tan mal guardado —este es sólo uno de los enigmas de la antigua Alejandría. El mayor de todos es qué había en la mente de quienes iniciaron la tantálica tarea de reunir en un punto el conocimiento del mundo. Y no sólo reunirlo, sino también producirlo, pagando y manteniendo al menos cien grandes sabios de los mayores de entonces, con un saber que aún pesa.

El poderoso y enamorado triunviro Marco Antonio regaló a Cleopatra al menos unos 100.000 rollos llevados desde la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. Fue su compensación por la destrucción ocasionada por Julio César. En estos nichos, entonces, probablemente haya habido pergaminos (piel de carnero) y no papiros (papel vegetal), si es que la biblioteca Hija fue acrecentada con los manuscritos de Pérgamo. De los libros que no fueron quemados en la biblioteca Madre no sabemos nada desde hace más de 2.000 años. Tampoco sabemos cuáles se quemaron: las cifras, que oscilan con gran amplitud entre 40.000 y 400.000 rollos, son la única noticia de la que disponemos sobre las consecuencias de aquel incendio, al parecer, no intencional. Tampoco sabemos cuántos libros se quemaron en la recuperación de Alejandría por Aureliano, en el siglo III de la era actual.

La ciudad del mundo

Salgo y contemplo la colina del Serapeum desde la cumbre, bajo un sol que se estrella contra el granito de la Columna. La tierra está removida por nuevas excavaciones arqueológicas y afloran restos de muros, de estatuas, de un baño. El templo debió verse imponente, desde allá abajo, desde la ciudad. Poco después de la muerte de Cristo, los cristianos llegaron a Alejandría. Durante más de tres siglos predicaron en la más preciada de las ciudades mediterráneas, pensada y realizada para que se tamizaran y mezclaran en ella todas las culturas. Predicaban en la clandestinidad, en la ciudad del gran faro (casi 150 metros de alto, construido sobre bloques de vidrio y de mármol y en cuya cumbre ondeaba una fogata que era reflejada y multiplicada por un enorme espejo). Predicaban bajo el templo de un dios pagano. En la tierra que pisaban los paganos en sus marchas desde el mercado al templo y desde el puerto a los gimnasios y baños. La más laica, la más imperial y cosmopolita de las ciudades antiguas. La ciudad en la que se contradijo a Aristóteles en cuanto a que la Tierra era el centro del sistema solar. En la que nació la trigonometría y también la alquimia. En la que se calculó la circunferencia del planeta con escaso error. Para mayor escarnio de los catecúmenos, en el templo y sobre la colina, se alzó en el tercer siglo de la era cristiana el homenaje al emperador Diocleciano, el que ordenó continuar la captura y persecución de los cristianos. Ese homenaje fue, precisamente, la que luego sería llamada Columna de Pompeyo. Bajo este templo hervía pues el caldo del conflicto religioso y político.

La caída del templo

Al final del cuarto siglo, y después de que Aureliano probablemente hubiese destruido lo que quedaba de la biblioteca Madre, hubo un estallido cruento. Los vientos habían cambiado. Flavio Teodosio (el Grande), cristiano y católico, excomulgado por San Ambrosio, hizo todo lo posible por obtener el perdón de la Iglesia y en 391 ordenó la destrucción de los templos paganos en el Imperio. Se dice que Teófilo, el obispo de Alejandría, ni bien leyó la orden del emperador tomó un hacha y derribó la cabeza de la estatua de Serapis, un dios barbado y coronado por el cáliz de la fertilidad. Fue el comienzo de la destrucción que llevaron a cabo grupos de fanáticos en toda la ciudad y que tuvo como centro el templo, la biblioteca incluida. Uno de los padres de la iglesia griega, San Juan Crisóstomo, describió el paisaje que siguió al incendio del Serapeum y parte de Alejandría: "La desolación y la destrucción son tales que ya no se podría decir dónde se encontraba el Soma". Se refería a la tumba del conquistador macedonio Alejandro el Magno, fundador de la ciudad en 331 a.C. Hoy, no sabemos dónde se encuentra el Soma. La tumba de Alejandro es un mito pagano que la caballería frecuentó menos que el mito cristiano del Santo Grial. Probablemente la urna, que se supone de cristal, fue enterrada en algún lugar del Valle del Nilo. Con la desaparición del Soma se hundió la memoria del primer gran imperio global, el imperio de Alejandro, el que permitió que por primera vez se dibujara el mapamundi. Hasta entonces, nadie había osado imaginar un esquema del mundo entero, y este avance de la cartografía se debió a un formidable avance territorial y cultural como nunca se había visto. Su culminación ideológica fue la gran biblioteca: Alejandro había conquistado pueblos y conocimientos, se había ungido como faraón, se sentía griego pese a que era un bárbaro para aquellos, y su vida y su obra apuntaban al cosmos sincrético, multicultural diríamos hoy.

Es probable que muchos libros se hayan salvado del segundo gran incendio. Nadie sabe qué fue exactamente de ellos. Su cantidad, cualquiera haya sido, no basta para justificar la leyenda que atribuye a los musulmanes la quema de la biblioteca. Más de 200 años después de la destrucción del Serapeum, cuando los árabes mahometanos entraron en Alejandría, si es que encontraron y destruyeron algo, debió ser muy poco. Los últimos libros de Alejandría tal vez estén bajo la arena del desierto, con la reliquia de Alejandro.

Veinticuatro años después de la quema de la biblioteca Hija, la matemática Hipatia de Alejandría fue tomada por la chusma en la calle y desollada viva con conchas marinas. El sol de Alejandría se había hundido para siempre. El historiador cristiano Orosius escribió el 415, año de la lapidación de Hipatia: "Hay templos hoy, que nosotros hemos visto, cuyos estantes para libros han sido vaciados por nuestros hombres. Y ésta es una cuestión que no admite ninguna duda."

Fue una obra de conocimiento más que de acumulación. Un fabuloso intento por organizar la sabiduría y producirla. Es probable que las bibliotecas de Alejandría hayan reunido unos 700.000 volúmenes, es decir, rollos de manuscritos. Estos componían al menos 100.000 obras. La biblioteca nació como anexo del Museo, o instituto dedicado a las Musas. La crearon los primeros Ptolomeos, descendientes del general alejandrino que asumió el gobierno de la ciudad a la muerte del Magno. La tarea fue encomendada al sabio peripatético griego Demetrio de Falera, no el primero, pero sí uno de los mejores sabios a la vez dotados del amor por la sabiduría y la política. El Museo estaba junto al palacio, y tenía un zoológico y una sala de disecciones, un observatorio y la biblioteca. Los Ptolomeos de 300 años antes de Cristo pagaron la manutención de sabios griegos que vivían, escribían y daban clases en el Museo. La investigación y el ordenamiento de los volúmenes se hizo de acuerdo con los principios aristotélicos que dividían el conocimiento entre ciencias de la observación y el logos y la filosofía. Esto es, la matemática, la geometría, la astronomía, la medicina y la mecánica por un lado, y la especulación y la retórica por el otro.

El tesoro de Alejandría

Copio un breve resumen de la UNESCO acerca de la importancia de aquella empresa: "En la antigua biblioteca se tradujo por primera vez el Antiguo Testamento del hebreo al griego, Aristarco sostuvo que la Tierra giraba en torno del Sol, Eratóstenes calculó la circunferencia de la Tierra, Herophilus descubrió que el cerebro controla el cuerpo, Euclides escribió los Elementos de la geometría." La Academia Luventicus aporta en su página web: "Hiparco inventó el sistema de latitud y longitud e importó el sistema circular de 360 grados de Babilonia; calculó la longitud del año con un error de seis minutos; reunió mapas del cielo y especuló acerca del nacimiento y muerte de las estrellas. La hidráulica nació en Alejandría y en la extensión de sus principios se basaba la Neumática de Herón, un trabajo largo que detalla muchas máquinas y ''robots'' que simulan acciones humanas. Finalmente, en el siglo II, Galeno utilizó los resultados de las investigaciones de Alejandría y sus propias investigaciones para compilar quince libros acerca de la Anatomía y el Arte de la Medicina." Arquímedes formó parte de la constelación de sabios que escribieron para la biblioteca. La filología, o estudio de los textos, también nació en Alejandría. Los gobernantes ptolomeicos requisaron todas las naves que llegaban al puerto y copiaban los manuscritos que transportaban. Dieron en depósito de garantía una gran cantidad de oro para obtener de Atenas el derecho a copiar las obras manuscritas de los trágicos griegos, entregaron las copias, se quedaron con los originales y perdieron el oro. En la era romana, Tito Livio describió la biblioteca y el Museo como "el más bello de los monumentos". Tenía salas, además de la "armaria" (biblioteca), en las que se copiaban incesantemente los manuscritos. Los sabios peroraban en la cátedra y se reunían en los cenáculos. ¿Qué libro no se habrá perdido en Alejandría? Es menos importante esto que pensar en la idea misma de la biblioteca no como depositaria del saber sino como generadora. En ese sentido, quizá ninguna pueda comparársele hoy, ni en ninguna otra época del mundo.

El signo de Borges

Mientras miraba los manuscritos de Jorge Luis Borges llevados por Alejandro Vaccaro a la nueva biblioteca de Alejandría, para recordar al autor a 20 años de su muerte, pensé en la leyenda de la biblioteca inacabable, como es natural. Pero sentí ante esos papeles familiares de nuestro escritor, expuestos en el moderno complejo que homenajea al antiguo, una cierta intimidad del conocimiento; una pertenencia de la escritura al cosmos privado del que parecen ser señas esas letras agudas y pequeñas de Borges, y las caligrafías de quienes respondían a sus cartas o hablaban de él. Al contrario de los sabios de Alejandría, que se sentirían parte del gran proyecto de explicar el mundo, Borges parece testimoniar la leyenda de la cifra perdida, de la exégesis que probablemente hallaron en su labor de siete siglos los hombres que escribían y acumulaban manuscritos en este puerto del Mediterráneo. Ellos pudieron decirnos probablemente lo que siempre nos preguntamos: de dónde venimos, cuál es nuestro destino.

Ahora, el disco que es el techo de la nueva biblioteca parece querer decir algo, allí, justamente, en la Cornich (la avenida costanera) y enfrente de lo que fue la isla de Pharo y es hoy una península curva (ya que se unió la isla al continente) que encierra el mar frente a la ciudad.

La catedral sumergida

La nueva biblioteca de Alejandría, inaugurada en 2002, es un cilindro hundido hasta la mitad, una moderna catedral semi-subterránea que absorbe la luz por las ventanas del disco inclinado de su techo y la distribuye en once niveles. Es impresionante sí asomarse a ese gran recinto que desciende escalonadamente en una sala de lectura única de 70.000 metros cuadrados y en el que se unen a la luz natural uniforme las luces verdes y azules en la cima de sus columnas internas. La arquitectura del estudio noruego Shohetta, que ganó en 1989 el concurso organizado por la UNESCO para dotar de sede al proyecto financiado casi completamente por el gobierno egipcio, me impresionó más que el hecho de que allí pueda haber en un futuro próximo 8 millones de libros (ahora hay apenas medio millón).

Aunque viva, y muy activa, la nueva biblioteca, a unos 200 metros de donde se supone estuvo el Museum, hace 2.300 años, es más bien un signo. Hay signos de decenas de alfabetos en su muralla externa, que sostiene el disco inclinado de su techo. Y es un signo la gran sala de lecturas. Signo del conocimiento hallado y no hallado. Del buscado y acumulado en la Antigüedad y luego, en la Edad Media, bajo grandes arcos conventuales. Una Alhambra intelectual, gloria y homenaje soterrado. Pues desde la soleada Cornich, en la que los egipcios trajinan, pasean, fuman pipas de agua en los cafés, miran el mar y el tránsito caótico, la biblioteca legendaria es apenas un raro disco de metal y vidrio.

Allí abajo, se busca apresar un sortilegio antiguo y nuevo. Contra la enorme empresa del saber, por un motivo evidente y no del todo comprensible, se alzó el fuego, surgido del mismo espíritu humano que construyó los anaqueles y escribió los libros como un sueño.


Jorge Aulicino
Revista Ñ, julio de 2006

Imagen: La columna de Pompeyo se alza aún entre las ruinas del templo del dios Serapis, cuyos subsuelos, ahora excavados, albergaron muchos volúmenes de la biblioteca de Alejandría (Foto del autor, 2006)


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