Mario Morales o el neorromanticismo inexistente



Es muy difícil pensar, después de recorrer la antología La distancia infinita, de Mario Morales (FCE, 2012), que el segundo neorromanticismo argentino haya existido alguna vez. Se podría argüir que Morales no es el neorromanticismo, así como Luis XIV era efectivamente el Estado, pero lo que resultaba evidente en algunos de los integrantes del grupo Ultimo Reino, surgido a su amparo con el primer número de la revista homónima, a fines de 1979, en Morales es flagrante: el canto de Morales está atravesado de vanguardia, de conversacionismo, de una estrecha relación de lenguajes sublimes y prosaicos. Una huella evidente, mitigada por la sed comunicacional de Morales, es la de los Cantos o Cantares de Ezra Pound: considerada en su totalidad, esta antología es una serie de cantos fragmentados. Pero la práctica de la fragmentación es distinta. No surge del material, como en Pound, sino de la inasible posibilidad de cerrar el discurso. Morales hace un esfuerzo que deviene caótico en su afán de, precisamente, comunicar, hacerse entender. Un sujeto histórico parece observar en él sus propios sentimientos, su moral, sus ideas, incluso las de aliento religioso, e intentar de inmediato que sean claras, que comuniquen la emoción en la cual consisten.
Sabemos que este juego es precisamente artificial, algo no consubstancial del alma, al revés de lo que pretendería un tardo romántico. Aquí el ser no se funda en la palabra. No hay trascendencia en el propio lenguaje; Heidegger rueda por el polvo en manos del padre reconocido de la Segunda República tardo romántica argentina. Es imposible no ver esto, se abra por donde se abra el libro de Morales: el esfuerzo instrumental, la tensión a la que se somete al lenguaje.

El nudo de esta tensión no se resuelve en conversacionismo o coloquialismo. Esto es imposible tratándose de Morales porque sus ideas no son “conversables”: transhumanar per verba es la imposible misión de la Comedia, sobre todo cuando llega a su ápice, esto es a lo que siendo extrahumano no deja de provenir de lo humano, como si allí hubiese obtenido una segunda alma, carnal, que imita en el cielo los movimientos de la tierra. El humanismo religioso de Mario Morales litiga con las constantes del siglo en lo que se refiere al lenguaje poético: desde Rimbaud y Mallarme hasta Pound, la época le ofrece una amplia gama de recursos. El problema es que todos esos recursos son asimismo percepciones. Y de todas, o en parte de todas, se hace cargo. Esta colección se abre con Cartas a mi sangre, un texto de 1958, escrito en prosa. Allí dice: “Siento ganas de morir. Y más. Siento ganas de estar enfermo después de morir.” Unas cartas a mi sangre podrían haber sido escritas, para fines de los 50, por un epígono de Neruda, incluso por Armando Tejada Gómez. Pero no se trata de eso. La inflexión del título es engañosa: no se trata de eso. El instrumental de Morales se despliega allí de esta suerte: “Pero, ¿cómo medir las distancias, si somos nuestra propia distancia? / Más, más espiral. Y más sortijas para la calesita.” Este tramo parece el de una carta escrita en un café de Buenos Aires. Pero a Morales no le interesa hablar de los cafés. Tampoco de las calles. Sin embargo, el tercer tramo de este libro es de La canción de la calle Grimau, texto de 1964, y la primera línea de los fragmentos elegidos dice así: “-¡Directo a Constitución!” La calle Grimau alude sin dudas a Julián Grimau, un dirigente comunista fusilado por el régimen de Francisco Franco en 1963. Pero no es un poema sobre el franquismo, así como Cartas a mi sangre no es un texto ni de hematología ni de hiperbólica referencia a la acumulación y la herencia. Ni Cartas a mi sangre ni La canción de la calle Grimau son asimismo textos donde al costumbrismo se adiciona la utopía revolucionaria. Pero los dos dicen, sin necesidad de consultar bibliografía ni biografía, que fueron escritos en Buenos Aires. Y subterráneamente o no tanto dicen también que la urgencia comunicacional no tiene nada que ver con la urgencia revolucionaria, con el deber cívico o con la velocidad de la vida en las ciudades. Es una urgencia, queda dicho, de darse a entender por fuera, para decirlo de algún modo:

yo no he venido a predicar ni a chacharear sobre la vida o la muerte
(¿qué son las mayúsculas frente a esta vida?)
yo no me celebro o me canto a mí mismo
mejor hago mutis por el foro a tiempo
mejor transcribo dos o tres cenizas intraducibles
pero injertadas en el machear a contramano de la injusticia
anoto dos o tres vocales respiratorias y húmedas
y solamente para los hombres de mi época
para la quemazón íntegramente viva.

Sé lo que están pensando: esto podría ser un fragmento de un poeta social de comienzos de los sesenta, un poco exaltado, es verdad, que antes que los diminutivos gelmanianos prefiere cierta apelación lírica a lo existencial, negándolo: “dos o tres cenizas intraducibles”. Bien, precisamente de fragmentos hablamos. Fragmentos cosidos. El hilo lo hace la voz aquella, de la segunda alma, carnal, conectada, como sabemos, por misteriosos lazos a la otra, celeste. Si uno va a lo saltos, se encuentra con esto: “Miguel, Federico, Julián, amigo, hermano /te asesinaron, te asesinaron”, y poco más adelante, con esto: “(Doloroso y simple es lo real o nada más que / Todo)”.  Y luego: “Morenería o espuma de piraguas fruteciendo / A trallazos de ternura o hastío compartidos”. Podríamos decir: he aquí en Morales y hasta ahora un lenguaje en descomposición y otro que no sabe cómo componerse. Sin embargo, la propia descomposición es ya un paso adelante. No sabemos hacia dónde, o si, propiamente, es adelante, pero sí que es fuera del círculo aúlico de la revolución nerudiana; fuera de lo que Guillermo Boido llamaría en los 70-80 “el estupefaciente imagen”. Fuera incluso de la vanguardia; y fuera sin dudas del solaz en el propio dolor convertido en voz “gredosa y mineral” (cf. Tejada Gómez, Roberto Fontanarrosa), al que rinde tributo sin embargo con sus frutecentes piraguas.

También sé lo que están pensando: lea un poco más adelante. Esto es, al Morales de fines de los 70, cuando se reunía con el grupo Nosferatu, del que saldría Ultimo Reino. Voy más adelante. Pero hasta aquí tenemos cero en cuanto a restaurado lirismo, cero de lenguaje evocativo, salvo ese “Miguel, Federico, Julián…” -y algún otro- , y bastante de lenguaje invectivo, más propio sí, por supuesto, de la época. Y señalemos: 1) fragmentarismo,2) necesidad metafísica.

Leo, por ejemplo, los fragmentos de La canción de Occidente, un libro central de Morales, a mi juicio, esto es, en términos valorativos, y también en cuanto a la ubicación cronológica. Fue publicado en 1981 por la editorial Ultimo Reino y escrito, es de suponer, en los setenta. Muy probablemente en la segunda mitad de los setenta, después de la aparición de Plegarias o el eco de un silencio que en 1974 publicó Sudamericana. No andaba con vueltas Mario Morales en cuanto a asumir la representación de una época y de una cultura. Su canción de Occidente rinde tributo a Pound con el acápite general y también con un poema-fragmento (los poemas no llevan título, están divididos en dos partes y un intermezzo y numerados), dedicado específicamente al autor de los Cantos:

Así,
    éste es un tiempo de acción
    de muchas ideas y ninguna visión,
    (La acción sin ideas engendra peste).
    Las ideas son el músculo del sueño,
    la flor de la sed,
                                 el espasmo de la carne que acompaña a la visión.
Pero acá las ideas son muchas, demasiadas.

Si se recorre esta canción entera -mejor dicho, los fragmentos de los que ahora disponemos de aquella canción fragmentaria- encontramos que la descomposición ha procreado un nuevo lenguaje, en el que Morales parece sentirse más a sus anchas, narrándose desde afuera y abandonado al artificio mimético, sin los exabruptos más arriba señalados que lo hamacaban entre la imitación y la parodia de una retórica entre nerudiana-rilkeana y porteña, apabullantemente sincera. Aquí se ha entregado al telar de un discurso igualmente sincero, igualmente mimético, igualmente auténtico y efectivo, pero que suena -el término no debe resultar ofensivo- más prolijo. Este es un Morales eficiente. Sabe que no hay tu tía: aquello del límite de la palabra en el que presuntamente juega la poesía es pura mistificación. La poesía no puede hacer otra cosa que narrarse a sí misma (o porque el límite existe o porque no existe). Y dice en su canto, de doble registro -mímesis y poiesis que lo dicen todo ya que no se puede decir nada-: “Porque todo lo que vive es sagrado. Porque la vida se goza en la vida / y el alma del dulce delirio no puede ser vencida. / Y esto y no otro es el fin / Acá termina la realidad    acá concluye el sueño / Acá comienza lo inexpresable / la canción sin principio medio ni fin. / ¡Eia    perfecto círculo del mundo y cerrada concordancia!  / He aquí el fuego sagrado. / ¡Adelante misterio!”

Siga, siga, me dirán. Fíjese un poco en los libros posteriores… Fíjese en El juglar de los ojos ciegos. ¡El juglar de los ojos ciegos!, de 1980-82, y luego La distancia infinita, que da titulo a este volumen, escrito al parecer casi en paralelo con el otro, pues está aquí datado en 1981-82. ¿No escucha cierta pretenciosidad? ¿No advierte ecos de las infinitas piedras de Jorge Enrique Ramponi, es decir, de Neruda? Esto del infinito y las piedras, la greda y lo cósmico… en fin. Cintura cósmica del sur, sabemos de eso. Y lo del juglar ciego… haga el favor.

Sigo sin embargo y me complace la modulación de Morales. Esta modulación de los registros consagrados y retóricos, de las figuras, de lo ya figurado, y figurado hasta la náusea, como en el caso de esta retórica que usted alude, muy nerudiana, claro, que culminó en la canción que usted cita, entonada, también, hasta la náusea. Si usted desprende las palabras de Morales de este légamo -en veinte años más estarán totalmente limpias, y ya ahora las vemos casi limpias-, recuperan el juego al que, intencionalmente o no, las libró el autor. Sobre todo podrá ver esta emergencia si lee los textos que son el contexto de aquellos títulos. Advertirá, sí, un bastante discreto lirismo (de todos modos conversado), y una figura de retórica, la alegoría, esto es el juglar ciego, que cobra vida y se inclina a rezar en “el templo del Señor”. Entonces ese juglar que mal lo ha impresionado en el título se convierte en marioneta. Marioneta franciscana que pronuncia un discurso final, un arrepentimiento casi, como el de aquel misionero vencido de Almafuerte: “Señor, / hemos dado nuestra palabra a los vivos”, comienza. “Pero agua / pero silencio” es el final.  Creo que en este poema se levanta piadosamente un memorial. Memorial que incluye la memoria incluso de la “iluminación” o el relámpago romántico. Otro ejemplo del doble registro aludido: “LA MIRADA DE LA FOCA ES CRUEL. / Apunta siempre hacia Lo Alto / HACIA UNA VISION QUE LOS OJOS NO VEN / hacia el espacio solitario / donde el vacío es música / Y LA MUSICA EL SILENCIO TERRIBLE DE LO ABIERTO.


En cuanto a La distancia infinita, prosigue este discurso, y allí hay un poema memorable, que se llama “Los siete durmientes”. En este medio no hay limitaciones de espacio, pero parece mejor leer ese poema en su contexto, como toda la poesía de Morales, por lo demás. Se lo podría disecar en un ejemplo, pero -como toda la buena poesía-, mejor es leerlo entero, verlo vivo, por así decir.
Vamos al punto en que podría cifrarse la herencia neorromántica recibida por los grupos Nosferatu y Ultimo Reino. Herencia que es leyenda, como le habría gustado a Morales. El punto es la mención de términos-llave que se supone abren las puertas de aquel colegio, como noche, abismo, sacro o sacra, misterio. Los encontramos todos juntos, pero así contextualizados: “En La Noche Sagrada, / en las lámparas errantes, / en el misterio / hasta no-palabras / hasta no-saber    Oh El Abismo de Luz / (pero basta de poéticas, basta de distancia, basta de emoción; / NO HAY FONDO    SE ACABÓ”.


Así pues termina la narración de esta poética, de esta experiencia: narración de sí misma. Narración en la que entra, violenta, la secularidad, el término maldito de esta historia. Secularidad sin rastros numinosos, excepto los que se vislumbran en la letra misma; en la literatura percibida como leyenda en la que desesperadamente debemos creer.

El minucioso trabajo de recopilación de María Julia de Ruschi, participante de las veladas de Nosferatu permite hoy que la obra de Morales, si bien antologada, entre en juego nuevamente como conjunto. El fragmentarismo de una selección no afecta los propósitos de un admirador de Pound. El efecto collage tampoco atenta contra los textos de un admirador de Eliot. El prólogo de De Ruschi permite por un lado conocer la gestación de aquellos grupos que a fines de los setenta entraron en batalla por los últimos bastiones. Por otra parte, De Ruschi da cuenta de las diversas afinidades de Morales; de entrada, recuerda que abogaba contra el juicio previo y tenía “una regla sencilla pero fundamental: ir siempre a los poemas”.  Sin embargo, la primera de las características de la obra que señala De Ruschi, “la poesía como texto sagrado, oracular”, es algo que la narración del propio Morales no autoriza a tener en cuenta. Por el contrario, su canto aparece en continua disputa con esta presunta -acaso ambicionada- calidad de los textos.

En cambio hace bien De Ruschi en despejar las diferencias entre Morales y su inicial amigo-maestro, Roberto Juarroz. No es necesario entrar en detalles, hoy esas diferencias son perceptibles. Pero una de las que señala De Ruschi interesa a nuestro análisis: la distinta relación de ambos con los objetos. En Juarroz hay una apropiación siempre intelectual del objeto material, en tanto Morales lo persigue, lo rechaza o lo exalta, lo interpreta o le confiere un vínculo mnemónico, arcaico. No se trata de temperamentos, sino de acciones verbales (no se trata de intelectualismo versus pasión). Entre las afinidades con Juarroz, De Ruschi señala una capital: la idea de Eliot de que toda obra mueve a las demás, las que la precedieron y las actuales y futuras. Es decir, el trabajo con la época y toda la tradición. Además de señalar  la amplia gama de poesía que acogía Morales, desde el romanticismo -el alemán y el inglés- hasta la generación beat, De Ruschi hace una observación a mi juicio interesante y decisiva: “ese bagaje lo hereda en primer lugar de un modo directo de la literatura escrita en nuestra lengua”.  Ignoramos si Morales leía a poetas de otras lenguas en sus idiomas originales: sabemos en cambio, por De Ruschi, que su primer influjo fue el de su lengua materna, que es la que decide las batallas, incluso las de la traducción.
El análisis de De Ruschi incluye una pregunta que retomo: ¿qué puntualizaciones no cabría hacer sobre el llamado neorromanticismo de Nosferatu y Ultimo Reino -o Segunda República Romántica-? Desde mi punto de vista en aquellos años el segundo neorromanticismo -que explícitamente establecía conexiones con el primero, el de la década de los cuarenta- era una Segunda Restauración. No había que hacer mucho esfuerzo: el propio movimiento señalaba el pasado. Sin embargo, la huella vanguardista era perceptible también en esa época para mí en casi todos los autores que se agruparon en Ultimo Reino. Y la conexión con el pasado era viva y actuante, porque de otro modo no habrían escrito: ya estaba escrito. El último bastión pertenecía más a las formas formalizadas, valga la redundancia, incluso al terreno de las consignas, que a los poemas reales de estos autores. En términos de renovación, por otra parte, fue el único movimiento orgánico que reinó durante algunos años. Reclamó, en consonancia con autores no agrupados, y en parte con otros grupos, una nueva manera de encarar el fenómeno poético. De esto siempre resulta -o resultaba hasta hace poco- una nueva manera de leer el pasado.

Jorge Aulicino
publicado en 2014 en la extinta revista digital Poesía Argentina, dirigida por José Villa

Imagen: Víctor Redondo, Jorge Zunino y Mario Morales en Barranca de los Lobos, Buenos Aires, 1982

Mario Morales nació en 1936 en Pehuajó y murió en Buenos Aires en 1987. Con Roberto Juarroz y Dieter Kasparek editó la revista poesía=poesía (1958-1965). En los ’70 se constituyeron en torno a Morales y sus talleres de poesía los grupos Nosferatu, El Sonido y la Furia y Ultimo Reino. En 1973 recibió el premio Fondo Nacional de las Artes por su libro Plegarias. Publicó Cartas a mi sangre (1958), Variaciones concretas (1962), Plegarias o el eco de un silencio (1974), La canción de Occidente (1981), La tierra el hombre el cielo (1983) y En la edad de la palabra (1986). La canción de la calle Grimau (1964) es un texto inédito, mecanografiado por Víctor Redondo para una edición que no se realizó, según informa María Julia De Ruschi en el prólogo a la antología La distancia infinita. Sus libros El polvo y el delirio (1974-76), El juglar de los ojos ciegos (1980-82) y La distancia infinita (1981-82) integraron La tierra el hombre el  cielo.

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