H.G.Wells: La utopía negra
y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os
hacéis
como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Mateo
18:3
/
“Sé que pensaba con poca ilusión en el futuro
de la humanidad y que veía en el crecimiento de la civilización una acumulación
insensata que se vendría abajo sobre nosotros mismos".
Herbert George Wells no escribió estas
palabras al final de su vida, cuando estaba ya dominado por el pesimismo, sino
en el comienzo de su carrera de escritor, a los 27 años. Las escribió sobre un
personaje ficticio, el Viajero del Tiempo, pero no es ocioso pensar cuánto de
su propia persona ponía en ellas el creador de la ciencia ficción y el mayor
ingeniero de fantasías políticas que tuvo Inglaterra en las tres primeras
décadas del siglo XX. Wells, cuya Guerra de los mundos acaba de conocer [2005]
una nueva versión fílmica directa, la de Steven Spielberg (su influencia en
multitud de otras historias de marcianos es enorme), fue un profeta y un
ingenuo predicador. Creyó en el poder de sus palabras. Entre aquel joven que en
apenas unos años abrió un camino en la literatura y el hombre que en 1934 pidió
una entrevista con José Stalin para convencerlo de que debía pactar con
Franklin Delano Roosevelt (en quien Wells veía un inteligente reformador del
capitalismo), no hay diferencias sustanciales. Era un utópico de acción. Todas
sus profecías, científicas y políticas, tenían final más bien negro, y sobre su
tumba él quería que se inscribiese el epitafio “¡Maldición, les dije que iba a
suceder!” (aunque sus cenizas fueron finalmente esparcidas en el Canal de la
Mancha) y, sin embargo, no cesó nunca de elaborar soluciones drásticas en pos
de un “Estado mundial ideal”, sobre la base de la redistribución de la riqueza
y de una selección genética que creara una raza universal de campeones intelectuales.
Nació en una casa de Bromley, que hoy es un
suburbio de Londres, el primer día del otoño de 1866. Era hijo de un jardinero que
había aprendido a jugar muy bien al cricket,
y de una mucama. Sus padres habían logrado poner un modesto negocio de
porcelanas y el muchacho tuvo que
trabajar duro en almacenes de telas antes de ganarse la beca que le permitió
estudiar en el Royal College of Science
donde vivió momentos que confesaría reveladores, especialmente en la clase del
fisiólogo T. H. Huxley, defensor de las teorías de Charles Darwin (aún
heréticas) y abuelo del novelista Aldous Huxley.
Suplencias y tutorías escolares y otros
oficios mal pagos, además de dos hogares que mantener, fueron el prólogo a la
decisión de Wells de dedicarse a la literatura. Un violento ataque de tos,
seguido de expectoración sangrienta, terminó de decidirlo. Estaba tuberculoso
(viviría con ello, y luego con diabetes, hasta los 80) y pobre. Unos editores
lo llevaron a otros y, en un día de 1893, se encontró sentado frente al
imponente W. E. Henley, el editor del National Observer. Tenía una idea muy
vaga sobre qué ofrecerle: la de un viajero a través del tiempo. Se dice que
Henley, tullido desde su juventud por una salvaje operación quirúrgica, era el
hombre que había inspirado la figura de John Long Silver, el personaje de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Debía producir, pues, temor reverencial.
Sin embargo, lo que vio en Wells confirma las virtudes del editor que descubrió
a Joseph Conrad y que apreciaba a poetas como Keats y Coleridge. Antonhy Wells, el hijo del
futuro novelista, describe así ese encuentro, en la biografía sobre su padre:
“Aquel diminuto hombre con cara de pájaro (Wells) tomó asiento delante de él
(Henley) y se puso a hablar del pasado y del futuro del planeta, de todo el
sistema solar, como si todo ello, desde los orígenes hasta el final, formase
parte de su propia experiencia”. El editor, cuyo tremendo temperamento
individualista se negaba a aceptar que el destino del hombre no pudiese
torcerse por un acto de voluntad, “no pudo resistirse a la amplitud y a la
vehemencia” con que Wells le pintó el final de los tiempos, bajo un sol agonizante
y con un mundo que casi había dejado de rotar.
Era la primera gran novela de Wells, La
máquina del tiempo. Es decir, el parto fue con fórceps, pero el embrión estaba
allí. Es que Henley fue despedido del National Observer y los primeros
capítulos devueltos al autor, pero poco después, desde la New Review, Henley
llamó a Wells, le indicó que, en efecto, esos capítulos debían ser reescritos,
ya que eran poco más que una exposición de ideas sin trama novelesca, y le
consiguió la entonces respetable suma de 50 libras de adelanto para que se
pusiese a la tarea. Wells escribió la novela por entregas en tiempo récord, y
más aun, mientras la hacía, concebía la siguiente, La visita maravillosa, y
cuando todavía no había nacido ésta, se le ocurrió la idea de una tercera.
“Creció -cuenta su hijo- del sentimiento de horror que había arraigado en su
mente un día que se vio empujado, zarandeado, aprisionado en medio de la
sudorosa, ebria muchedumbre, compuesta por londinenses de todo jaez que en un
día festivo iban a la feria veraniega de Hampstead Heath”. Esa novela fue La
isla del doctor Moreau, que ha devenido una forma mítica, como casi todas sus historias de ciencia-ficción.
En 1896 se publicó La máquina del tiempo en
forma de libro. El mismo año, La isla del doctor Moreau. En 1897, se conoció El
hombre invisible. Y en 1898, La guerra de los mundos. Wells, hagan cálculos,
tenía apenas 32 años y ganaba fortunas; es difícil de entender esto hoy, pero
la literatura en serio, y a la vez popular, era entonces un brillante negocio.
Para la posteridad, Wells bien podía haber dejado de escribir entonces. No si
se trataba de incrementar el capital. Wells continuó escribiendo porque aquella
era una gran forma de ganarse la vida. Continuó escribiendo además porque su mente no
dejó de ser a la vez imaginativa, política y científica, y porque tenía una fe
enorme y desproporcionada acerca de que la educación y el peso de la palabra
(la suya sobre todo) podían torcer el destino de la humanidad. Esto quizá lo
bebió en el voluntarismo férreo de Henley.
A comienzos del siglo XX, instalado con su
mujer Amy Catherine Rollins en una confortable casa londinense, y cuando
acababa de publicar Anticipaciones (1901), la Sociedad Fabiana, una
organización intelectual de tendencia laborista, procuró y logró atraerlo. Allí
militaban escritores como Bernard Shaw (que siempre lo trató con
condescendencia socarrona) y Bertrand Rusell. Wells pasó de la novela de
anticipación al ensayo y la novela social, los escritos didácticos y políticos:
El escepticismo del instrumento, Ann Verónica, Tono Bugay, La historia del Mr.
Polly, Matrimonio, El nuevo Maquiavelo.
Maduro ya, era un hombre de buen talante y procuraba creer sinceramente que la humanidad podía vivir en un mundo mejor, más
habitable, más pacífico y más ordenado, si lograba controlar la compulsión al
despilfarro y a los extremos más aberrantes de la injusticia social, y, en un
punto firme, estaba seguro de que algo se podía hacer para salvarla de su
horripilante fin. En el amor, creía en una suerte de camaradería sexual e
intelectual y procuraba mantener equilibradas sus múltiples relaciones. Lo
ayudaba, al parecer, algún encanto especial. John Clute y Peter Nicholls
escribieron en su Enciclopedia de la ciencia-ficción: "Su piel olía a
miel. Amó a sus esposas, pero se acostaba con cualquier mujer que (embriagada
por el olor a miel) le hiciera un sitio en su cama".
Fue un escándalo amoroso el que lo hizo
malquistarse en 1909 con los avanzados y
progresistas fundadores de la Sociedad Fabiana. Wells mantenía una relación con
una joven de 20 años, Amber Reeves, con la que tuvo una hija, cuando Sidney y
Beatrice Webb, los creadores de la Sociedad Fabiana, se dieron a hablar de
“Wells y su concubina”: Sidney impulsado por los celos, Beatrice quizá por el
despecho. Al parecer, fue Shaw el que finalmente logró que terminaran los
cotilleos. La fama de Wells era tal que se la podía pasar
ya sin los fabianos, pero la relación duró muchos años más. En 1912 conoció a
la escritora Rebeca West, con quien tuvo un hijo, Anthony, su biógrafo,
precisamente, en 1914. Con Amy Rollins, fueron las mujeres quizá más
importantes de su vida. Acababa de escribir La liberación mundial, un trabajo
dirigido a crear la conciencia no tanto sobre la guerra que se avecinaba, sino
sobre la siguiente, que nunca debía ocurrir (presentía ya que con ella
sobrevendría un espantoso desarrollo de la tecnología bélica).
La actividad amorosa, literaria y política de
Wells fue desde entonces incesante, hasta su muerte en 1946. Desde el final de
la Primera Guerra comenzaron las ediciones de su Compendio de Historia. Cada
capítulo alcanzaba ventas de 100.000 ejemplares. En 1920 visitó la Unión
Soviética. Su amistad con Máximo Gorki le permitió mantener una entrevista a
solas, sin comisarios, sin siquiera traductor, con Vladimir Lenin. Wells se
impresionó con aquel hombrecillo, quien estaba seguro de que construiría una
poderosa sociedad igualitaria desde las ruinas de un país feudal en guerra. Con
una mezcla de estupor y sarcasmo le dijo en medio de la entrevista: “¿Electrificar
la Rusia arruinada? ¡Usted es más fantaseador que yo, sir!". Y tituló su
entrevista “Un soñador en el Kremlin”. Como señala Anthony Wells, Lenin era el
jefe del comunismo soviético, y no había fuerza alguna en Rusia, tal vez
tampoco el comunismo, que pudiera liberar a ese país de la miseria. Pero el
comunismo tenía el poder. Y nadie más lo tenía ni podía tenerlo en aquel
momento. Wells debía hablar con él.
Lenin lo desafió a que visitara Rusia diez
años más tarde. Lo hizo cuando habían pasado 14. Para ese entonces sólo lo
impulsaba la idea de convencer a Stalin de que las reformas que Roosevelt realizaba
al otro lado de Atlántico debían obligarlo a buscar puntos de unión, porque
especulaba con que la alianza de esas dos potencias podía conducir finalmente
al ansiado “Estado ideal”. No lo convenció, aunque es notable, al leer hoy el
reportaje, que Stalin sólo sale de sus razonamientos blindados y casi
tautológicos para dedicar unas palabras de elogio a la lucidez del “líder
burgués”.
Wells no quiso mudarse de su finca londinense
en medio de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Y en esos años
fantaseó la bomba atómica. No solo lo fantaseó, supo que era posible; y cómo
podía hacerse. Es un hecho que sus divagaciones, no muy distintas a los
pronósticos de los físicos europeos que trasladaron su inquietud a Albert
Einstein para que éste la pasara al gobierno estadounidense, llegaron a los
servicios secretos de Inglaterra desde sus manos.
A los males que lo perseguían desde la
juventud, se agregó finalmente un cáncer de riñón. El 13 de agosto de 1946
pidió a su mucama un pijama limpio y le dijo: “Vaya, yo ya tengo todo”. Murió
un rato después.
Estaba absolutamente oscurecido sobre el
futuro. Y esta oscuridad lo rondaba desde que escribiera, antes de los 30 años,
La máquina del tiempo, su novela más poética, en tanto se entienda que la
poesía puede ser el extremo de la especulación intelectual. En ella describe un
mundo habitado por seres tan encantadores como ineptos para todo, incluida la
solidaridad con los de su propia especie, y una raza subterránea -pesadilla
ética engendrada por los herederos de los humanos- que es la que produce todo,
pero devora a la otra. Los fabianos no habían advertido que Stalin habitaba
entre los morloks y que el socialismo era posible pero no sostenible en la
mente secreta de Wells. Exageró todo lo posible una voluntad de cambio casi nietzscheana,
soñó con un superhombre fundado en la razón, pero en verdad sólo conservaba cierta
simpatía por la apariencia humana, como declara el Viajero del Tiempo cuando toma partido por los eloi, una raza decadente de niños despreocupados que viven al
pie de grandes columnas y derruidos museos. Ruinas sin duda de una civilización
grandiosa y quizá justa.
Los progresistas contertulios del Viajero
esperaban tal vez que él les narrase la sociedad igualitaria que esperaba al
hombre. El Viajero les cuenta entonces que aquella sociedad había existido.
Jorge Aulicino, revista Viva, 2005
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