El corte inglés




El doctor J.H. Watson se sitúa alojado en un hotel de la antigua calle Strand en Londres al comienzo del primer relato de la serie de Sherlock Holmes, A Study in Scarlet (“un estudio en escarlata”, o “en rojo”, como prefirieron otros traductores; 1887). En la primera línea de sus memorias recuerda que se ha graduado como médico en 1878. En las siguientes narra muy sucintamente sus penurias en una guerra de Afganistán. Informa clínicamente que una bala le rompió el hueso del hombro y rozó su arteria subclavia en la batalla de Maiwaud. Lejos de alterar el tono, y decir por ejemplo: “Me habrían reventado los ghazis si Murray no me hubiese sacado de ese infierno”, Watson dice: “…habría caído en manos de los sanguinarios ghazis a no ser por el valor y el cariño de mi asistente Murray, quien me atravesó sobre una mula y me condujo con cuidado hasta nuestras líneas”. El médico militar J.H. Watson está pues en Londres, con licencia, y lleva una vida “monótona e inconfortable”, a la par que gasta su sueldo “más irreflexivamente de lo que debiera”. Se encuentra meditando sobre su estado en el bar Criterion y, cuando reconoce entre los parroquianos a un ex discípulo suyo, deja caer un dato sobre su estado de ánimo, mediante una sentencia de tipo general: “La visión de un rostro conocido en la vastedad de Londres es una de las cosas más agradables que pueden sucederle a un hombre melancólico”.

*

La obra de Conan Doyle sobre Sherlock Holmes ha narrado el más alto estado civilizatorio alcanzado por la humanidad hasta el presente. Las frases citadas son parte de un estilo en muchos puntos relacionado con el de Charles Dickens –sin su ironía– o con el del propio Robert Louis Stevenson. Un estilo del siglo XIX. Frases muy precisamente británicas, del tipo de la que aquel golfo, aprendiz de delincuente, vestido con ropas raídas de adulto, desliza en Oliver Twist: “Yo mismo me encuentro en este momento de capa caída”. De inmediato aquel pillo proponía que no estaba tan mal que no pudiera invitar a Twist con un almuerzo: allí estaba, a su alrededor, la “vastedad” de Londres, en la que se movía como pez en al agua y en la que nunca faltaba un modo de hacerse de unas monedas para un almuerzo digno. Ese ladronzuelo con modales de caballero desempeña el mismo papel que el ex discípulo de Watson en el comienzo de A Study in Scarlet: viene a rescatar al otro de su “estado  melancólico” recordándole que se encuentra en el centro de un sistema que funciona, y en el que habrá una manera de seguir adelante. El pilluelo demuestra a Twist cómo se sobrevive en Londres sin sacarse la chaqueta, y el ex discípulo de Watson le presenta a Holmes, con quien podrá compartir un departamento por un precio razonable.

Holmes no sólo soluciona las dificultades financieras de Watson, sino que lo sumerge en una civilización que el doctor hasta entonces apenas conocía, porque sólo respiraba el aire agitado de sus movimientos externos con total ignorancia de su mecanismo interno (del que era sin embargo cabal expresión). No es que Holmes le descubre el crimen –la parte oscura de la civilización–, sino el modo en que las anomalías se resuelven en términos científicos para que todo siga en pie. La primera referencia que Watson tiene de Holmes es que a veces apalea cadáveres en la morgue de un hospital para estudiar los efectos de los golpes en los cuerpos ya muertos. Y su primera imagen, la de un joven que en el laboratorio de ese mismo hospital está probando un reactivo que convierte en un precipitado la sangre disuelta en el agua. Lo sorprende luego con aquella salida, propia de él, que se ha hecho célebre: “Veo que ha estado usted en Afganistán”. En el capítulo siguiente, e instalados ya en el no menos célebre piso de Baker Street 221 bis, Holmes le explica cómo llegó  a esa conclusión con sólo verlo, y descubre su método inductivo.

Doyle presenta al personaje entre el primer y el segundo capítulo. No va a dispersar datos a lo largo de la obra, sino que lo describe tal como se lo ve las primeras veces. Holmes es “pacífico y de costumbres regularizadas”. Vive entre el laboratorio y la sala de disección y a veces se tiende en el sofá “días enteros” sin decir palabra y con una expresión en la mirada que inclina a Watson a pensar que “tomaba algún narcótico”, suposición que descarta “por su carácter y los demás hábitos de su vida”. Es un hombre alto y muy delgado, tiene ojos vivos (“salvo en esos  intervalos de sopor”), nariz corva, mandíbula ancha, y sus dedos están siempre manchados de reactivos. Entra y sale de la vivienda a horas regulares. (No usa aún la capa Inverness ni el gorro de caza: de estos lo proveerá el actor y director estadounidense William Gillette, quien llevará a Holmes por primera vez al teatro en 1897). Lo que quiere conocer Watson sin embargo es el funcionamiento del cerebro de su nuevo amigo.

Con el correr de los días en Baker Street 221 bis logra establecer lo siguiente: “Su ignorancia era tan grande como sus conocimientos”. Silenciosamente, elaborará, después de cierto tiempo, una lista de lo que Holmes sabe y de lo que ignora. Es esta: “Sherlock Holmes. Sus alcances. 1) Conocimientos literarios: nulos. 2) Idem filosóficos: ídem. 3) Idem astronómicos: ídem. 4) Idem políticos: escasos. 5) Idem botánicos: variables. Extensos en lo referente a los efectos y propiedades del opio, la belladona y los venenos vegetales en general. Nulos en cuanto a jardinería práctica. 6) Idem geológicos: prácticos, pero limitados. Distingue de una ojeada unos terrenos de otros. Por el color y la consistencia de las manchas de barro en unos pantalones conoce en qué parte de Londres se recogieron. 7) Conocimientos químicos: profundísimos. 8) Idem anatómicos: precisos, pero no sistemáticos. 9) Idem criminológicos: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada crimen perpetrado durante el siglo. 10) Toca bien el violín. 11) Esgrime con destreza el sable y el palo y es excelente boxeador. 12) Conoce prácticamente muy bien las leyes inglesas”. Lo que lleva a Watson al colmo de su estupor es que Holmes le confiese que no sabía que la Tierra gira en torno del Sol. Aunque de inmediato le expone un razonamiento que es la clave de su conducta: “Ahora que lo sé, estoy convencido de que lo mejor es olvidarlo… Llega un día en que cada conocimiento nuevo que se almacena hace perder otro que ya antes estaba archivado. Resulta de la mayor importancia no desalojar un dato que puede ser necesario”.

*

Holmes habita un mundo sin literatura, sin filosofía, sin astronomía y casi sin historia, a no ser la del crimen. Pero su mente prodigiosa no es la de un robot. Se basa en la pura intuición, más que en el razonamiento aristotélico: no deduce sino que, técnicamente, induce. Hay un cúmulo de hechos confusos ante su mirada y los convierte en razonables, aunque no en racionales. Puede entenderse, por ejemplo, cómo llega al autor de los crímenes de A Study in Scarlet con el concurso de un banda de personajes de Dickens que son sus informantes; apenas puede creerse, en cambio, la insólita historia que hay detrás, abierta a mundos totalmente lejanos a las rutinas de Londres, a Watson y a él mismo. Mundos que más bien pertenecen a la National  Geographic que a la criminología vulgar. La resolución del crimen, que es la “obra” de Holmes (así la llama él mismo), y para la cual no necesita saber si la Tierra gira en torno del Sol o de la Luna, se realiza sobre objetos oscuros, monstruosos, épicos incluso, políticos y sociales, pero todos ellos están cubiertos de lejanía como un cadáver en la morgue o como el hecho de abordar un carruaje en Londres. En medio de esas pesadillas, de los instintos encubiertos, de la miseria y la miserabilidad, de la ambición y de los intereses recorridos por aquel “hilo escarlata” del asesinato que da título a la primera aventura narrada de Holmes, hay un gran vacío, un pozo oscuro, ante el cual la mente contrarreformista del detective parpadea. Tal vez es en ese punto cuando acude al narcótico. Si aun la revelación de un crimen puede ser reducida a un trabajo intelectual, si el sistema funciona con sólo datos de laboratorio y un poco de frenología, ¿qué cosa es el mundo? ¿El confort de la alta civilización y sólo eso? ¿Los pies que recorren callejones sórdidos y salas burguesas no menos sórdidas pero vuelven todas las noches al sofá, al violín y al fuego del hogar? La cultura sí, detrás de la cual la barbarie es sólo como un lejano trueno, un lejano rugido, un retumbo, la orla rojiza de un incendio o de un ocaso. Aquella barbarie que Watson recorrió sin comprender ni sentir, excepto por el tronar de la artillería y una bala perdida que le atravesó el hombro rozando su arteria subclavia.

Jorge Aulicino
Revista Ñ 9.6.2012

Ilustración: Portada del Anuario Beeton, 1887 Science Direct

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