Cuando Conan Doyle fue acusado de asesinato



¿Es posible que Conan Doyle, el creador del detective más famoso de la historia real y ficticia, haya asesinado a un amigo para no verse involucrado en un juicio por plagio?

La respuesta a esta pregunta yace en la tumba de Fletcher Robinson, en un pueblo del sudoeste de Inglaterra. Hace unas semanas [julio de 2005], la prensa inglesa informó que un escritor y un científico y ex policía están dispuestos a lograr que la parroquia y el gobierno autoricen la exhumación del cuerpo de Robinson, quien --de esto no hay dudas-- ofreció a su amigo Doyle el argumento de El sabueso de los Baskerville, uno de los grandes relatos de Sherlock Holmes. Y no hay dudas porque el propio Doyle reconoció la deuda en la portada de la primera edición de la novela, la que apareció 1901 como una aventura póstuma de Holmes, a quien Doyle ya había matado en "El problema final" (1893).

Hay fuertes argumentos para creer que Doyle no cometió el crimen. Los principales de ellos son su carácter y reputación. Doyle era un hombre bueno, si bien algo complicado, según todas las evidencias. Y era una gran figura pública. De todos modos --siguiendo la lógica criminalística-- habría que preguntarse si la supuesta razón del asesinato es convincente. ¿Matar para eludir un juicio por plagio y las probables pérdidas económicas?

Antes que el caso Robinson, expongamos pues el caso Doyle.

Arthur Ignatius Conan Doyle tenía 48 años en el momento (1907) en que murió su amigo Robinson, en cuyo certificado de defunción consta que fue víctima del tifus. Habían pasado seis años desde la publicación de El sabueso de los Baskerville y una compleja relación entre Doyle y su personaje. Conan Doyle era sir (título de caballero, no hereditario, que se otorga por servicios a la Corona). No era inmensamente rico, pero tampoco pobre. Era menos popular que su personaje Holmes (esto es natural) pero muy reconocido. Probablemente, gozaba de una recuperada prosperidad económica, después de haber abandonado su descabellada idea de deshacerse de Holmes. En el año de la muerte de Robinson, se casó con Jean Leckie, por quien había sentido un amor deslumbrante en vida de su anterior esposa, Luise Hawkins, fallecida un año antes, con quien tuvo dos hijos. Con su segunda mujer vivió hasta su muerte, en 1930, a los 71 años, y tuvo tres hijos.

Doyle era un patriota apasionado, un hombre sin credo religioso, aunque espiritista, y un reformador social. Defendió el divorcio y el servicio de salud pública. Había nacido en Edimburgo, Escocia, en 1859. Su padre era alcohólico y depresivo crónico. Su madre mantuvo al parecer una relación íntima con Brian Waller, un médico que se alojaba como pensionista en la casa de los Doyle. Waller habría influido para que Arthur Ignatius se orientara hacia la medicina, carrera que siguió en la Universidad de Edimburgo y que culminó con una tesis sobre la sífilis. El muchacho tenía empero mucha imaginación, y una imaginación de calidad gótica, misteriosa, que recibió el alimento de las historias de hadas, caballeros y aparecidos que le contaba su madre en la infancia.

Durante la década de los 80 del siglo XIX, el joven Doyle viajó como médico naval en los mares árticos y terminó establecido en Southsea, comuna vecina a Portsmouth, al sudoeste de Londres, en la costa del Canal de la Mancha. Era un médico pobre. En sus largos ratos de ocio en el consultorio --por decirlo así-- pensó en escribir algunas historias para los periódicos. En 1887, a los 28 años, tenía definido, íntegro, al detective que se haría famoso. Lo presentó en la aventura Un estudio en escarlata que firmó como Conan Doyle, suprimiendo sus dos primeros nombres, se dice que en homenaje a un tío abuelo de decisiva influencia en su afición por la literatura y los asuntos británicos. El personaje real que le sirvió de modelo para crear a Holmes fue el doctor Joseph Bell, de la Universidad de Edimburgo, quien, aparatosamente, predicaba ante sus alumnos la observación y el método deductivo. Bell solía apostar que podía deducir el lugar de nacimiento y profesión de cualquiera de sus pacientes antes de que ellos abrieran la boca. Y al parecer, lo hacía. Cuando Holmes se había hecho popular, uno de sus alumnos de la Universidad de Edimburgo le dijo: “Doctor, usted es extraordinariamente parecido a Sherlock Holmes”. A lo que Bell respondió: “Querido amigo, yo soy Sherlock Holmes”. Doyle haría justicia a su profesor en 1924, en sus Memorias.

Desde 1887 hasta 1893, Doyle trabajó intensamente para Holmes. Pasados esos seis años, decidió deshacerse de él. En verdad, le había dedicado mucho esfuerzo, había ganado dinero y la relación, supuso, no daba para más. “Tengo miedo de que Holmes termine convertido en uno de esos tenores famosos que sobreviven la época de sus triunfos y caen en la tentación de repetir una vez y otra sus saludos de despedida en el escenario, ante la aprobación de públicos indulgentes”, explicó. La época de los “grandes triunfos” habían sido, para Doyle, esos seis años. Además, el autor tenía otros proyectos: trabajos serios, novelas y teatro históricos. Así pues, luego de publicar las novelas Un estudio en escarlata y El signo de los cuatro y una serie de relatos cortos en el Strand Magazine, que reunió luego en libro bajo el título de Las aventuras de Sherlock Holmes, resolvió dar a conocer una nueva serie de cuentos, también en el Strand, el último de los cuales sería el imperdonable "El problema final", en el que Holmes y su archienemigo, el profesor Moriarty, se precipitan abrazados en las cataratas de Reichenbach. Reunió estos relatos en el libro Memorias de Sherlock Holmes (1893) y dijo adiós a su amigo.

Durante ocho años, nadie volvió a saber de Holmes. Los lectores, enamorados del personaje, portaron durante algún tiempo crespones de luto y se pasearon por la calle Baker, de Londres, en donde Doyle había querido ubicar el estudio y vivienda del detective y su compañero, el doctor Watson. Pero Doyle no quiso revisar su decisión. En cambio, escribió otras obras que nadie leyó y viajó a Sudáfrica como médico militar durante la guerra contra los colonos boers. Volvió de allí, redactó dos libros para explicar las razones patrióticas de aquella espantosa batalla y recibió el título de sir. Es entonces cuando aparece El sabueso de los Baskerville; es en 1901, en el momento de mayor gloria pública de Doyle. Y es –dice-- un “regalo” que quiso hacer a los lectores, que todavía llevaban luto por Holmes.

Es probable que Doyle necesitara dinero. Es probable que haya sentido que renacía su afecto por el detective infalible. También es probable que se sintiera abochornado por el duelo que había causado. Y, por último, es probable que experimentara un cierto orgullo y comprendiera que había creado un personaje que era símbolo de la gran Inglaterra: un hombre ficticio y victoriano que infundía seguridad. Pues, en efecto, Sancho Panza vivió sin duda en estado de sobresalto junto a don Quijote, pero Watson no podía sentirse inquieto junto a un héroe sin falla, una especie de titán intelectual para quien la esgrima, el box o la pelea cuerpo a cuerpo eran, cuando mucho, el último argumento teórico. ¿Cuántos golpes podía resistir un criminal después de que la implacable lógica de Holmes lo hubiera abrumado?

Con estas u otras consideraciones en la mente, Doyle rescató a Holmes (había caído en las cataratas, nadie había dicho que estuviese muerto) en la serie de relatos que apareció en el Strand en 1903 y 1904, de inmediato publicada en libro bajo el título de El regreso de Sherlock Holmes. Vendría luego, sí, el adiós, en la serie publicada entre 1908 y 1913, que recibió el título de Su última reverencia. Y habría tiempo, entre 1921 y 1927, para refrescar el recuerdo del detective en la serie también publicada en el Strand Magazine y luego en libro, bajo el título El archivo de Sherlock Holmes.

A pesar de su designio, Holmes lo siguió hasta la muerte. El último relato del detective lo publica apenas tres años antes de su fallecimiento. En tanto, había escrito sobre la campaña militar de Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial, había militado fervientemente, como miembro de la Sociedad Psíquica (que integraba desde 1893 junto a un filósofo reputado como William James y un biólogo no menos reputado como Alfred Russell Wallace) en la causa del espiritismo y del mesmerismo (hipnosis).

Había defendido, increíblemente, ciertas fotos difundidas por la prensa en las que aparecían unas hadas (la mayoría opinaba que eran trucadas) y había escrito el primer libro en el que se describe un parque jurásico viviente: El mundo perdido. Doyle era poco creíble políticamente por esa adhesión suya al espiritismo y por su gran ingenuidad, pero se postuló dos veces para el Parlamento. Harry Price, un periodista que se hizo famoso desenmascarando mediums, lo entrevistó en aquellos años y dio su dictamen: “Un gigante intelectual con corazón de niño”.

En 1897, durante los años en que Holmes estaba en receso, Doyle dio pruebas a la vez de sus celos y de su hartazgo por el personaje. Un empresario le había comprado los derechos de una obra teatral sobre Holmes; se la envío al famoso actor estadounidense William Gillette y éste, muy interesado en el texto, pidió la venia del autor para realizar algunos cambios. Le telegrafió a Doyle: “¿Puedo casar a Holmes?”. El escritor respondió: “Puede casarlo, asesinarlo o hacer lo que quiera con él”.  En 1899, Gillette bajó de un tren en Londres vestido como Holmes. Se acercó a Doyle con una lupa y le dijo: “Sin duda es usted un escritor”. Doyle quedó encantado con el actor y con la imagen viva de su personaje. Y hay que decir que allí nació la figura de Holmes que todos conocemos, la de la capa Inverness, la lupa, el gorro de caza y la pipa curvada. Gillette había decidido que la pipa fuera curva porque le facilitaba el recitado del texto. Gillette había elegido el resto de la indumentaria, los almohadones de la calle Baker, el mobiliario. Cuando Frederic Dorr Steele comenzó a ilustrar las aventuras de Holmes, no hizo más que dibujar la imagen de Gillette sobre el escenario. Gillette fue el autor de la frase: “¡Oh! Eso es elemental, mi querido Watson”, que en las adaptaciones cinematográficas quedó reducida a: “Elemental, Watson”. Gillette hizo no menos de 1.300 veces de Holmes en Londres y en Nueva York.

Doyle cargó de algunos graves defectos a su personaje. Era drogadicto, inclinado a la melancolía (que atemperaba tocando su violín cuando no estaba en acción) y, sobre todo, insufriblemente pedante. Algo de su propio padre, algo de Bell, algo de todos los ingleses había puesto en esa mente precisa y oscura, ególatra, desdeñosa. Había puesto  sin embargo algo más: poder. Holmes podía hacer con su cerebro todo lo que un cerebro puede lograr, y traspasar incluso sus últimas barreras. Oscuramente, tal vez, Doyle supo que había creado un ser glorioso, y oscuramente lo amaba. Y creía en él, como Tertuliano en la Trinidad, porque era absurdo: un método como el de Holmes no funciona en la vida real. Doyle sabía previamente quién era el asesino en la ficción, luego inventaba las pistas y Holmes desandaba el camino. Holmes no deducía: inducía. Armaba un razonamiento de atrás para adelante. Si hay un cabello en la escena del crimen, el asesino es un hombre al que le falta un cabello. Pero el mundo no se deja develar así. Lo peor es que Holmes tal vez lo sabía. Tal vez el público lo sabía, y sin embargo admiraba en el aquel detective insoportable y entrañable su tremenda y contagiosa ingenuidad científica; el pudor para mitigar a solas su pena humana y la representación del máximo de civilización enfrentado a la irracionalidad más oscura. Esto convirtió su saga en un mito.

Puede que Doyle haya matado para mantener su estabilidad financiera. No lo hizo para ocultar el robo de una idea genial. La idea de Holmes es toda suya.

Jorge Aulicino
Revista Viva, 2005
puede verse "Sherlock Holmes, el corte inglés", en la revista Ñ, 9.6.2012

Foto: Conan Doyle; el editor del Chronicle Magazine de Londres, Robert Donald, y un oficial francés en el Frente Occidental, durante la Primera Guerra Mundial  / Spartacus Educational
 










Comentarios

Entradas populares de este blog

Si esta es la hora, no está por venir

Rembrandt, el oscuro

“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”: Cómo César Vallejo se volvió uno de los mayores poetas latinoamericanos