Confutatis maledectis

Sólo a los fines de ejemplo: por la ventana de la cocina en donde escribo circulan nubes que recorren un cuadrado entre los edificios. Son nubes blancas que, a la par que avanzan, se tiñen de rosado y gualda.
Me digo
entonces: estas nubes entre paredes grisáceas y tras unos cables que cruzan en
diagonal el espacio, ¿no son las mismas que circulan sobre la ejecución de
algunas partes del Réquiem de Mozart? ¿No son las mismas que se mueven en un
tiempo sin tiempo en novelas de caballería o en el fondo astillado de la
historia y de cualquier historia a esta hora, en todo lugar?
Se cita a
menudo, desde hace unos treinta años, la famosa obra de Walter Benjamin La
obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica (1935). No es del caso indagar quién -y por
qué- ha elegido ese imposible sustantivo para designar la “acción y efecto” de
la reproducción técnica. Las ideas de este libro han sido asimiladas por el
pensamiento progresista y colocadas en un lugar ambiguo, cuando no de crítica
negativa. El capitalismo habría quitado, como diagnosticaba Benjamin, el aura a la obra de arte. Y la noción de
aura ha devenido en el comodín aurático.
Benjamin critica la nueva situación del arte desde un punto de vista marxista:
irreversible realidad a la que el socialismo debía dar una vuelta de tuerca
política. En el concepto de Benjamin, que incluye las nociones de lejanía y
cercanía, la obra de arte se vuelve laica. Es objeto de interpretación. La
posesión de la obra es posible en el punto de intersección de lo objetivo con
la subjetividad. Pero a la vez la obra es alcanzable mecánicamente,
reproducible, y por lo tanto, en la lejana aura de su estilo
(del estilo de Benjamin, quiero decir), pierde una cierta calidad. Digámoslo
más concretamente: una sacralidad.
Así pues, el marxismo parecía destinado a recuperar, desde las ruinas
desangeladas del capitalismo liberal, el carácter sagrado no ya de la obra de
arte, sino de la obra humana toda, desde un punto de vista crepuscular,
en el que el tramonto vespertino augura, contiene, reproduce, se mimetiza, con
el alba.
El marxismo de fajina ha adoptado las ideas de Benjamin con particular reduccionismo
y sin esa perspectiva histórica que recupera lo sagrado.
Benjamin elogia el cine, pero lo ve derivar hacia el cine soviético en el
que se supone a las masas protagonistas, o con voluntad de protagonismo. Benjamin encuentra que la masa se envuelve en el aura, o, dicho en sus
términos, se contempla a sí misma, cuando intenta ser al menos partiquino en
cualquier película (no se había inventado la televisión). En el cine soviético,
en cambio, comienza a participar en tanto pueblo. Y encuentra la propia dirección de su arte. Des-construye el aura. ¿Pero la deshace o la cambia de lugar?
Para los actuales lectores de Benjamin sólo está bien que el arte deje de ser rodeado de un aura
infranqueable, de modo que el arte por fin pierda todo lo que hay en él de engañosa ideología, de omnipotencia, de
autonomía. Está bien que concibamos
al arte como producto, y más específicamente, como producto social. Está bien que el arte de ayer, de hace un
instante, sea visto como el resultado de una conjunción y un choque de las
ideas del autor con las hegemónicas de una época, porque esto nos abre las
puertas de la crítica del arte, esas puertas caen, mejor dicho, y entramos al
arte como torrente, como masa, como clase, y como conducción (nueva conducción)
interpretativa. Loas entonces a la copia, a la fotografía, al graffitti, a la intervención pública, a
poner crustáceos en putrefacción en las galerías de arte. Incluso al infantilismo de pintar bigotes a la
Gioconda. A mostrar mil mingitorios. A alabar a las divas de la
televisión. Ninguna piedad. Ninguna piedad con el arte aurático, y, en modo
general, ninguna piedad, en tanto virtud cristiana. Dejemos de lado por el
momento que Benjamin no vio el aura del arte soviético por excelencia: la
propaganda. Y no vio concretamente el aura del líder en ella. Y tampoco vio el
aura que ciertas formas de arte como la música clásica y el ballet mantuvieron fronteras adentro de la Unión Soviética. Y que incluso la arquitectura antigua
mantuvo. Aquella aura de la autenticidad,
de la tradición.
No solo a Benjamin. A Freud traspolamos: ninguna sublimación. Y así ha sido escrito en cierta
crítica a la poesía de los noventa en adelante: avance hacia el grado cero de
la sublimación. Como si nadie nunca lo hubiese intentado antes. Peor: como si
Freud no hubiese considerado la sublimación como una pieza del mecanismo (o metabolismo)
de la psiquis humana. Y como si entre aura y sublimación hubiese sinonimia.
Un momento, muchachos. Volvamos al principio, al principado de Benjamin, desolado,
quizá, asolado él, cual Don Fabrizio en Donnafugata. ¿Era el rechazo al aura o la
percepción aurática lo que predominaba en el ensayo del crítico marxista? ¿Cómo
lo han leído? ¿Qué han leído?
Por otra parte, ¿qué ha sucedido realmente, si realmente ha sucedido
algo?
Una de las intervenciones más violentas que se pueda imaginar contra un libro -privado de aura, por cierto- es tirarlo. Dado el grado de intersección entre
la obra objetiva y la subjetividad que permite la reproductibilidad técnica, esto es perfectamente posible, y de
hecho, ¿quién no ha tenido al menos el impulso de tirar un libro, no ya a la
basura, sino por la ventana, a la calle, al pisoteo, al linchamiento? Pero
obsérvese: cuando el soporte libro está en capilla, cuando los augures precisamente
auguran la llegada del libro electrónico para quedarse, cuando la etapa de reproductibilidad técnica inaugurada por
Gutenberg parece encaminarse hacia su ocaso o declive -o cualquiera de las
otras figuras concebidas en años de predominio del aura y la sublimación,
contado incluso el ocaso de los dioses-, voces se alzan, plañideras, y no desde
las filas de los viles aristócratas del saber, no desde los claustros
elitistas, no desde la flor y nata de la cristiandad, sino desde los grupos de
intelectuales que sin pudor se dirían hijos de aquel gran padre que fue Carlos
Marx. ¿Reaccionan como marxistas? No estrictamente. Podría decirse que
reaccionan como burgueses. Y burgueses conservadores. Es demasiado sencillo:
reaccionan como humanos para quienes el libro, el mero objeto, el producto
primero de la reproductibilidad
técnica, sigue, a pesar de todo, inspirándoles un respeto, un afecto, una
disponibilidad al menos, sagrados. No las obras que tales objetos supieron
contener: el mero libro, como dirían los mexicanos.
Esto es: podemos implantarle a un libro determinado un par de sopapos
intelectuales, como la reproductibilidad técnica nos permite hacer, pero que
desaparezca el puro soporte… Ah, eso
es demasiado.
O leímos mal a Benjamin, o el aura, lejos de desaparecer, se ha extendido
a toda la creación humana, incluida la arquitectura y las sobras de la civilización
hegemonizada por el capitalismo; se
ha democratizado de modo tal que la última subjetividad, la última
individualidad, el último y más común sujeto de una épica gris y cotidiana
puede investirse con el aura: puede sentirse un Leopold Bloom, cuyas
peripecias tuvieron lugar en la agonía de la etapa aurática.
Ahora que las nubes han pasado y cayó la noche en mi ventana puedo
decirlo: no os librareis jamás de la contemplatio.
El cielo está destinado a nuestra ansia. Diría Jung: Querámoslo o no, la visión total del universo nos asedia, porque el
alma pide una expresión que abarque su conjunto total.
Comentarios
Publicar un comentario