El jaguar en la tranquera


“Crecí en esa región, entre los gauchos más arcaicos, temibles o bondadosos que aún quedan en la Cuenca del Plata, y de todo esto ha quedado grabado en la conciencia de mi sangre lo que pasaré a leer”.
En una tierra más cercana de lo que parece en este párrafo, se forjó la poesía de Madariaga, a quien acaban de otorgar en forma póstuma el Premio Nacional de Poesía [2004].
La cita es de una conferencia, breve; una de las pocas presentaciones públicas de Madariaga. Fue en los años de 1980 en un congreso de intelectuales y específicamente en una mesa sobre identidad latinoamericana. Madariaga, sanguíneo pero introvertido, de fina figura adornada por una barba candado, una expresión de seriedad y ausencia, de adustez e inteligencia callada, dijo entonces, en breves líneas, las imágenes primordiales que dieron lugar a su poesía: “Siendo muy pequeño descendí de un tren marrón, antiguo, casi fluvial...” Se comprende enseguida por qué aquel lugar correntino parece tan lejano. Está en la memoria profunda, la del poeta y la de la raza. Vale la pena completar el párrafo: “entre las arenas de una estación de vaquerías y puñales, troperos y criaturales hambrientos, vendedores de tortas de maíz o de almidón de mandioca y naranjas. De caudillos y sus gentes, con ponchos y pañuelos llameantes: celestes los liberales, de valiente pero sereno trato, muy cantores de su antiguo y épico partido. Colorados, los autonomistas, endemoniados, fantásticos, bravíos, venidos de los esteros. Verdes, los radicales, defensores del voto libre y de los desamparados... Se paseaban por el costado de los trenes en las estaciones. Acompañando, o no, a sus legítimos Jefes Naturales, moderadores de sus instintos bélicos, cuando estaban un poco bandeados por la caña. Jefes de cuyas imágenes, terribles y delicadas, no he podido olvidarme nunca.”
Decía Madariaga que su tierra estaba hecha de bereberes, de polinesios y de negros. Justificaba con que sin duda los polinesios eran los primitivos habitantes de América, que los bereberes llegaron con la sangre hispana y, con los hispanos, los negros de importación. Pero lo que en verdad dibuja es un cosmos ancestral, en el que se mueven para siempre los “gauchos más arcaicos de la Cuenca del Plata”, como arquetipos religiosos, igual que el palmar, que los esteros, que el bronce del cielo y el aldabonazo de los crepúsculos.
Se entiende por qué Madariaga suscribió al surrealismo que desde los años de 1940 venían alentando Aldo Pellegrini y Enrique Molina en Buenos Aires. Si las imágenes del surrealismo se fundan por definición en el inconsciente individual, las de Madariaga estribaban en el inconsciente colectivo. Pero dejemos la trajinada palabra: se trata de las capas de la memoria en las que los recuerdos se parecen a los sueños. Allí, la primera tierra y las primeras figuras personales parecen las primeras del mundo y de la humanidad.
La construcción de apretadas imágenes literarias que resumen dos o más sensaciones físicas es, a su vez, el recurso poético de este gaucho arcaico, como si tratara de atrapar el tinte y el tacto, y también el olor acuático y de sol, de esos parajes de los dioses. La lejanía adánica y feroz que provocan estas imágenes es su encantamiento, en el sentido primero del término: brujería. Así que, para el que vaya a leer sus poemas: "pon tu estribo de oro y de reserva / para bajar a beber miel y estero: / Que ha llegado un jaguar a la tranquera".

Jorge Aulicino

Revista Ñ, 2004

Foto: Madariaga, Corrientes, 1967, dossier de Analecta Literaria

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