Arte, nazis y ferroviarios


Rembrandt y Van Gogh fueron objeto alguna vez de una idea peregrina que se me ocurrió en un tren. Tesis y antítesis se mueven sobre la misma línea y están distanciadas, cuantos puntos sean pertinentes para una demostración, sobre ese trazo que tiene sólo dos sentidos posibles. De este modo, si digo que Rembrandt es la antítesis de Van Gogh, o a la inversa, digo que ese par representa no la absoluta oscuridad opuesta al brillo absoluto sino que Rembrandt ha manejado la sombra con la materialidad que luego tuvo la pintura resplandeciente de Van Gogh. La oposición se establece sobre un mismo concepto de pintura.

Así, entonces, perseguía y asociaba los rastros de Van Gogh y Rembrandt en mi memoria horas antes de pisar por primera vez el cemento de París en la Gare du Nord, de donde salen y a donde llegan los trenes de Alemania. Y provenía precisamente de Alemania, previo paso por Amsterdam, donde había visto – por primera vez – originales de Van Gogh y Rembrandt en sus respectivos museos. Los vestigios de la guerra y de los campos de concentración estaban también en mi memoria reciente, como la luz y la sombra de aquellos cuadros. Y la certeza de campos siniestros en mi propio país, pues eran los últimos 70. Al presentarnos al director de un campo de concentración convertido en museo de la memoria, el de Sachenhausen en la vieja RDA, nuestro guía había simplificado genialmente: “En la Argentina hay una dictadura nazi”.

Antes de reencontrar a Rembrandt o a Van Gogh, encontré en París a Rubens, en el Louvre: una etapa clave, a mi juicio, para entender a Van Gogh. Pero por casualidad estaba también sobre otro rastro, el de Rose Valland, la capitana Bellas Artes de la Resistencia francesa. Capitana de una lucha por la auténtica propiedad de la belleza. Eso no lo supe entonces, sino años después, y me sorprendió que la labor heroica de Valland estuviese asociada a los trenes. Al punto de que fue el origen de una película que figura primera entre las 100 mejores películas ferroviarias de un sitio de internet (decine21.com). La materialidad del arte está a su vez implicada en la historia. Este es el modo en que el arte se muestra como materia histórica: adquiere un valor simbólico más allá de su valor estético inmaterial.

Rose Valland realizó un peligroso trabajo de espionaje en la Galerie Nationale du Jeu de Paume, un museo que previamente ella misma había casi vaciado de sus obras vanguardistas, enviándolas a otros lugares de Francia.

El Jeu de Paume fue convertido en almacén desde el que los nazis enviaban a Alemania cuadros, esculturas y otros objetos artísticos saqueados a Francia; Valland, directora de seguridad del museo, copió secretamente los remitos y otros documentos, de modo de conservar los rastros de esos latrocinios, y permitió usar en todo lo posible la máquina burocrática como máquina de guerra para impedir o demorar los envíos.

Con todo, numerosos trenes partieron hacia Alemania con obras de arte. Después de la guerra, unas 60.000 de esas obras fueron ubicadas gracias a los archivos secretos de Rose Valland. Ella supervisó la tarea de recuperación.

El último de los trenes que transportaban obras de arte fue detenido por la Resistencia cerca de París, en Aulnay sous Bois, horas antes de la entrada de las tropas aliadas a la capital de Francia. Un alma invalorable, la de Burt Lancaster, animó en 1964 una gran empresa, que se llamó El tren , la película dirigida por John Frankenheimer, épica e imaginativa reconstrucción de las acciones que impidieron la partida de aquel último despacho. La película es hoy menos recordada incluso que la monumental labor de espionaje de Rose Valland.

Lancaster fue el autor de este legendario relato: fue quien promovió el despido de su primer director, Arthur Penn, y eligió a Frankenheimer para dotar al filme de la acción que debía garantizarle el éxito que no tuvo. Frankenheimer hizo una película de una rigurosidad asombrosa, que funciona como un reloj de estación, y que se valió del gran angular para que el detalle en primer plano y el fondo fueran una misma imagen, la imagen justamente de una épica, cuando en ésta intervienen los grandes escenarios y la acción arriesgada y minuciosa de los hombres tras la escena.

Filmó sobre el terreno, voló instalaciones que de todos modos el ferrocarril de Francia quería echar abajo y rindió, con un filme de acción, un homenaje a los compañeros vivos de aquellos que dejaron sus vidas saboteando trenes durante la Resistencia.

“Más de cien ferroviarios, desde jefes de estación hasta guardagujas, han estado trabajando para impedir que ese tren salga de Francia”, dice Labiche (Lancaster) a cierta altura de la película. Tal vez no fue así en lo que respecta al tren cargado de cuadros, pero es seguro que cientos de operarios del ferrocarril se arriesgaron para impedir el desplazamiento de trenes militares durante la ocupación, y especialmente después del desembarco en Normandía. Y también es seguro que muchos fueron fusilados. En esta épica apenas se esboza, al principio, la figura de Valland, tan decisiva como las arriesgadísimas acciones de los ferroviarios.

Lo irremplazable

En lo personal, consideré un signo que me uniría a la pintura aquel desembarco en París en la Gare du Nord. Es asimismo un signo oculto de la materialidad del arte el hecho de que muchos de los cuadros modernos que protegió Rose Valland (y Lancaster en la imaginación) estén ahora en la estación d’Orsay, convertida en museo. ¿Ignoran qué historia de trenes y heroísmo hay en ese lugar, quienes lo visitan a más de 60 años de la caída de Berlín? Pues el museo es un templo artístico erigido para conservar y homenajear al impresionismo, al mismo tiempo que recordatorio no pensado de las acciones patrióticas de los ferroviarios durante la guerra, en defensa del arte.

Para el nazismo, aquél era arte degenerado, sin dudas. Pese a lo cual, mejor era llevarlo a Berlín que dejarlo en esas tierras culturalmente despreciables. “He oído sobre la quema de libros…”, dice la cuidadora del Jeu de Paume en la película El tren . “Un libro”, responde el coronel Von Waldheim, “vale monedas, y se puede volver a imprimir. La pintura es irreemplazable”. Von Waldheim sabrá que Labiche lo está por acribillar en la última escena. Sin embargo, lo desafía: “Usted no podría decirme, en este mismo momento, por qué ha hecho esto. Yo sabía por qué quería llevarme este tren. Usted no entiende nada de arte. Usted es un pedazo de carne”.

Labiche echa una mirada sobre los cuerpos masacrados de los rehenes que había tomado Von Waldheim y le dispara.

Labiche no tenía en efecto la menor idea acerca de qué significaban esos cuadros. O peor aún: no significaban lo mismo que para el oficial nazi, imbuido de estética, trascendentalismo, cultura, civilización y muerte. Como un auténtico cowboy, el ferroviario Labiche actúa por los lazos de sangre que lo unen a seres concretos, de un presente concreto, de una nación cotidiana y corpórea. Los cuadros valen, para él, el valor que les da el enemigo. Sólo sabe que se los quiere llevar, y ése es el único sentido del duelo personal que ha tenido con Von Waldheim.

Por su parte, Von Waldheim debió convencer a su superior con un argumento crematístico: ese cargamento debía ser despachado con prioridad pues tenía un valor concreto en cañones y Panzer.

La historia de esa guerra ha sido en gran parte una historia de superestructura. Una de quienes mejor lo sabían era Rose Valland en la historia real. En el pensamiento épico de Lancaster, el que lo sabe sin dudas es el coronel nazi, pero también el genial personaje que representa el enlace de la Resistencia con el comando aliado: “Londres no quiere que ese tren salga de Francia”, dice este hombre. Y de alguna manera sorda, Labiche también sabe por qué. Así pues, gran parte del arte real y, simbólicamente, el arte entero, estuvo durante esos años críticos en manos de hombres como Von Waldheim y Labiche. Pero sobre todo de mujeres como Rose Valland.

Los que entienden y los que no entienden han sabido entender, si no la belleza, el significado político real de una obra artística. Y quienes han pintado supieron poco o mucho que la materialidad del trazo era materialidad de la historia, de la idea, de la representación. Una concreción nunca inocente.

Jorge Aulicino
Revista Ñ, Buenos Aires, 3.11.2011

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