Il Gran Rifiuto
¿Hubiese condenado Dante Alighieri a Ratzinger por su renuncia al papado o la política exige un grado de refinamiento material que Dante no admitía?
Algunas cuestiones que parecen incomprensibles en la Divina Comedia abren precisamente una visión más comprensiva, en el sentido de abarcadora, del pensamiento de Dante. Los escollos son también piedras de este edificio que ha nacido enteramente de un impulso vital y sin embargo tiene una lógica minuciosa. Dante imaginó lo que ningún libro sagrado había descrito hasta entonces. Pero lo que convierte esa fantasía en una obra de genio y en una verdad no es su rica imaginación, sino el hecho de que es orgánica en todos sus detalles.
El papa Celestino V (Pietro Angeleri di Murrone), el que está en la gris antesala del Infierno per viltade (en el amplio sentido que la palabra tenía y aún tiene, y que oscila entre cobardía y falta de valor: objeto vil, metal no preciado ni precioso), es uno de los primeros grandes escollos de la Comedia. No se entiende el desprecio de Dante por quien ha renunciado al trono de San Pedro bajo infinitas presiones que tal vez no pudo resistir. Uno, aun siendo un güelfo, como lo había sido Dante, no pondría a Celestino en el Infierno. El acto en sí mismo no parece merecer condena eterna. Pero además, Celestino era un monje. Gobernó cinco meses la Iglesia desde una celda. No fue corrupto, aunque tampoco debió saber cómo limpiar la corrupción y defender a Roma de la voracidad francesa. Murió luego confinado por Bonifacio VIII. Quien a su vez fracasó en la lucha contra los franceses por el control de la Iglesia. Fue abofeteado y humillado durante una conjura instigada por mercenarios franceses, y murió un mes después. Dante le reserva un lugar en el Infierno, pero no por vileza ni por falta de temple, sino por corrupción. Celestino quizá merecía indulgencia.
No se entiende el encono de Dante por Celestino, y habrá de entenderse menos si se piensa que esa antesala del Infierno en el Canto III fue tramada casi exclusivamente para él. En efecto, es el único personaje histórico que la habita entre millones de reos. Allí están los que no merecen el cielo, pero tampoco el infierno: no tienen méritos pero no son pecadores contumaces (no arrepentidos). Tampoco son, ni mucho menos, lo más execrable; de hecho su presencia en el infierno amenazaría el orden de ultratumba. Dice Dante (por boca de Virgilio):
Caccianli i ciel per non esser men belli,
né lo profondo inferno li riceve,
ch'alcuna gloria i rei avrebber d'elli
(Para no ser menos bello, los rechaza el Cielo,
y el Infierno profundo no los quiere,
pues darían alguna gloria a aquellos reos.)
El último verso citado es enigmático. Parece significar Dante que aquella posición intermedia, que hace a esta turba pasible de permanecer frente al Aqueronte sin atravesarlo nunca, no la priva de cierto resplandor. Es decir, aun siendo despreciables, algo de virtud se refleja en ellos, quizá por el solo hecho de que son humanos, y de que, propiamente, no han pecado, sino que exclusivamente han pensado en ellos mismos; de esa forma quedaron implicados en una contienda sobrenatural, pues van entre ángeles, como en el terceto anterior explica Virgilio:
Mischiate sono a quel cattivo coro
de li angeli che non furon ribelli
né fur fedeli a Dio, ma per sé fuoro.
(Mezcladas están con el coro perverso
de ángeles que no fueron rebeldes
ni fieles a Dios, y para sí fueron.)
Virgilio le recomienda a Dante no perder mucho tiempo en mirarlos (mira y pasa, le dice). Tal desprecio imperial no es del todo escuchado por Dante, quien dice inmediatamente: "yo miraba y vi..."; lo que ve, en un tiempo que no parece tan corto como el que Virgilio hubiese apreciado (en los versos siguientes se mostrará ceñudo y reticente) es una enseña, tras la que todos corren locamente, y las caras de algunos conocidos, entre ellas la de Celestino, el único al que alude * y al que califica: colui che fece per viltade il gran rifiuto (aquel que hizo por vileza el gran renunciamiento). -Viltade (viltà) puede ser traducida como cobardía, y de hecho es el sentido que eligen la mayor parte de las traducciones, de modo que pierden la amplitud del término en italiano y de su equivalente, vileza, en castellano-.
Miremos esa enseña: no sabemos cuál es, y no es ninguna, pero de todos modos es una bandera. ¿Por qué corren los condenados-no condenados tras ella? Se trata de una que corre de tal forma que a Dante le parece "indigna" de postura, descanso o lugar según se entienda la palabra posa como sustantivo. Es pues una bandera que nada representa, que no es de nadie, a la que se persigue de modo tan desenfrenado cuanto absurdo, porque la bandera no se detiene ni parece llevar a parte alguna.
Hay más elementos en juego: las gentes allí reunidas por toda la eternidad mai no fur vivi (nunca estuvieron vivos), lo que lógicamente cierra con lo que Virgilio ha dicho antes: "non hanno speranza di morte". Se refiere, está claro, a la "segunda muerte", al Juicio Final. Así pues, esta gente queda excluida del juicio universal. No será juzgada nunca. No existe para ella posibilidad de condena ni de absolución. Su condena existe sin embargo; consiste en ser mordidos por moscas y gusanos; se diría que es el suplicio de los cuerpos muertos sin sepultura. Se trataría, entonces, de seres sin alma. Pero son espíritus, están en la ultratumba. Allí es donde padecen el castigo de los cuerpos vivos. Viven como muertos.
Dante no parece aquí estar hablando del más allá sino del mundo terrenal que ha dejado atrás. Esa enorme turba le hace decir que nunca había pensado en cuántos arrebató la muerte. Es una comprobación pavorosa: ciertamente, no solemos pensar cuántos son los que han muerto desde que existe la humanidad. Pero es algo más: allí está, casi entera, la raza humana; allí, en la antesala del infierno, no en el infierno propiamente dicho ni en el Purgatorio ni en el cielo.
Pensemos de nuevo que el detonante, o al menos el único destinatario de estos versos ha sido Celestino: todo ese lugar, creado para él, lo ocupan con él los seres comunes, la mayoría, los que no son buenos para ascender al cielo, pero tampoco han pecado y no pueden descender al infierno.
Pareciera que Dante quiere decirnos algo con esto: en particular, que Celestino fue un ser mísero, aunque no miserable -en este caso, estaría en el alguno de los círculos de los irredentos- y que, en general, son pocos los que merecen la gloria, pero también son pocos los que deben temer las llamas y otros castigos pavorosos.
Por último, y en el fondo, mucho antes de que el protestantismo planteara la cuestión de las indulgencias, Dante nos dice que no hay lugar para ella. El pecado es pecado, y la virtud es virtud. Si no hay pecado ni virtud, de todos modos hay castigo, quizá el peor: girar absurdamente en pos de nada; consumirse eternamente como un cadáver.
No basta pues que Celestino no haya hecho mal. Debió hacer el bien, y es esta su falta.
Il gran rifiuto no es teológicamente pasible de condena. Es una actitud activa, distinta de la cristiana renuncia a "resistir el mal" (resistencia rechazada porque implica una provocación para caer en él, en el plano individual). Il gran rifiuto es la intolerancia de Dante a la falta de un compromiso que es tanto político cuanto trascendente.
Así pues, si no había lugar para los no virtuosos, así como no pecadores, en parte alguna de la teología conocida, Dante los pone en ninguna parte, con esa asombrosa virtud que tenía de materializar el pensamiento.
* No tiene ya sentido argumentar que el autor de la gran renuncia fue otro, no Celestino V. La tradición ha entendido que se refiere a él, y la verdad es que semejante construcción teórica y plástica, como la de esta antesala del Infierno, solo puede tener por destinatario a alguien que haya realizado una renuncia de graves consecuencias. Ningún caudillo de la época o anterior cabe mejor en ese papel que Celestino. El desprecio es tanto en Alighieri que sólo podría estar motivado por alguien de su tiempo y muy vinculado a su causa. (jun. 2018)
© Jorge Aulicino
Escrito en Facebook, 15 de marzo de 2013
Ilustración: Canto III, la barca de Caronte, Gustav Doré, siglo XIX
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