Si esta es la hora, no está por venir


El poeta y crítico norteamericano Erza Pound, un decidido enemigo de lo que él llamaba la fioritura, y cuyo canon literario incluía la poesía latina y provenzal y excluía notoriamente la literatura isabelina y a los románticos, anotó al paso que William Shakespeare estaba "fuera de la discusión". En otros ensayos, se refiere a él como "el autor de Hamlet".

Que Pound, casi un fascista (lo fue políticamente) en la defensa de un idioma literario "pegado al hueso" no incluyera en su crítica lúcida y salvaje del isabelismo a Shakespeare, y que Shakespeare fuera para él "el autor de Hamlet" da una idea del peso específico del lenguaje del Bardo y permite una inferencia: si hay algo en el barroquismo de Shakespeare que consigue la indulgencia de Pound, eso se concentra en Hamlet.

Hamlet es precisamente un personaje construido con muchas palabras. Específicamente, con sus propias palabras. De los alrededor de 4000 versos de la obra que lleva su nombre, unos 1500 los dice Hamlet. Ha sido tal la fascinación que este discurso ejerció durante 400 años --un discurso que pasó por el cedazo analítico de la crítica clásica, del romanticismo, del psicoanálisis y hasta de la criminología-- que la tentación de reescribirlo acosó a muchos. Aquí, últimamente, al joven dramaturgo Luis Cano, cuyo Hamlet de William Shakespeare puede verse actualmente [2004] en Buenos Aires.

Hamlet nació hacia 1601 sobre las tablas. Dicen que, interpretada en el invierno de 1603 en Richmond, donde se alojaba temporalmente la corte, fue la última obra de Shakespeare que vio Isabel I, bajo cuyo reinado Inglaterra, un país cultural y políticamente insular, se convirtió en potencia. Isabel murió el 24 de marzo de ese año. La primera versión de Hamlet se publicó en 1602, y difiere bastante de la que conocemos. Era una edición pirata, basada en hojas sueltas recopiladas por los actores de la compañía de Shakespeare y probablemente de otras compañías. Esa edición, que por lo pronto tenía unos 1500 versos menos que la actual, y donde las escenas estaban ordenadas de otro modo y muchos personajes se llamaban de otra manera, se conoce como “el primer cuarto”. “Cuarto” viene del formato del libelo, impreso sobre pliegos doblados o cortados en cuatro. El “segundo cuarto” fue impreso (con la aprobación del autor, al parecer) en 1605 o 1604. Se da por más seguro 1604, por lo que puede decirse que este año la obra literaria llamada Hamlet cumple cuatro siglos.

Hamlet, un hecho singular en la literatura, no fue un invento. Shakespeare lo descubrió y dotó de genio. Estaba en la tradición oral danesa que en el siglo XII Saxo Grammaticus escribió en latín. En la Gesta Danorum, aparece por primera vez Hamlet, llamado Amleth. Se narra su historia en los libros tercero y cuarto de la Gesta. Amleth habla, y habla bastante. Y se muestra tal y como lo conocemos. Consumada la incalificable carnicería que la obra de Shakespeare reflejaría en el quinto acto, explica a los daneses: “Para ocultar mi propósito de la venganza y para velar mi ingenio, falsifiqué un aspecto decaído; fingí estupidez; planeé una estratagema”. Esto significa que Amleth nace a la literatura, con Saxo Grammaticus, fingiendo, representando un papel, para ganar tiempo. El punto crucial será que, convertido en Hamlet, y de un modo inexplicable, se pierde en ese papel, que ya no es el de estúpido, sino el de loco. Tal vez Polonio, el servil ministro de la tragedia de Shakespeare, haya dado en la tecla: “Hay método en su locura”, dice Polonio. Hamlet, el de Shakespeare, habría sucumbido a la fascinación del “método”. Como sea, en ese mantenerse en un plano de ficción, en esa dilación para abandonar el papel de loco y maestro del doble sentido, nació el océano de palabras que hasta hoy intenta explicar uno de los mayores enigmas de la literatura.

La pregunta universal sobre Hamlet es: ¿por qué no actúa? Esto es, por qué demora la venganza que le demanda el espectro de su padre en el primer acto. La pregunta de Hamlet (para decirlo de entrada) podría ser: ¿por qué debería actuar? Ante esta devolución, la respuesta natural sería: porque tu padre ha sido asesinado por tu tío, quien usurpó el trono y se acuesta con tu madre para oprobio del reino y de la memoria de un monarca legendario. O porque el amor debería imponértelo. O porque la justicia lo reclama. O, en última instancia, porque te lo ha pedido tu padre. Lo que es igual a decir: el asesinato de tu tío contaría con la aprobación de la humanidad entera.

Ante semejante demanda, Hamlet no puede menos que sentirse un cobarde. Y lo dice. Sin embargo, es consciente del tamaño de su empresa. No es solo una cuestión familiar: "¡El mundo está fuera de quicio! ¡Oh, suerte maldita, que haya nacido yo para enderezarlo”. Pero en la primera línea que le toca recitar formula su desafío: cuando el usurpador lo llama “mi hijo, mi heredero”, responde: “Menos que vuestro hijo y más que vuestro heredero”. Hamlet es el rey. Pero es un rey que debe luchar por su trono; en tanto, debe interpretar otro papel. Y ya que esto es lo que le toca en suerte, interpreta su propio tembladeral. Para desconcierto de la humanidad, Hamlet no piensa que deba asumir la tarea de vengar a su padre y subir al trono llevado por el relámpago de su sangre. Los hechos le imponen separar las razones del corazón de las razones políticas. Y crea con ello la mayor confusión que la literatura recuerde.

La crítica del siglo XVIII vio la incongruencia de Hamlet como una incongruencia de dramaturgo del propio Shakespeare. Voltaire señaló que hay en la obra “trazos sublimes”, pero calificó el conjunto de “extravagante y bárbaro”. En el prólogo de su traducción al español, Leandro Fernández de Moratín anotó que las bellezas y defectos de Hamlet “forman un todo extraordinario y monstruoso”. Samuel Taylor Coleridge escribió: “Se equivoca (Hamlet) creyendo que el ver las cadenas es romperlas; demora la acción hasta que es inútil y muere víctima de circunstancias accidentales”. En Hamlet –dice Coleridge- hay “una grande, casi enorme actividad intelectual, y una aversión proporcional a la acción”. Goethe pensaba de modo parecido: la de Hamlet es la tragedia de un alma “pura, noble, encantadora” pero incapaz de llevar a cabo “la gran acción” que se le impone.

Esa rara conducta de Hamlet, y la circunstancia de que sea la demanda del padre la que resulta postergada, fue pasto del psicoanálisis en el siglo Veinte. Sigmund Freud expuso su opinión en media carilla de excelente escritura; su discípulo Jacques Lacán le dedicó en cambio una serie de charlas cuya transcripción ocupa más de cien páginas. Hay en el moroso desarrollo de Lacán claves que no parecen conducir a ninguna parte, intercaladas con buenas observaciones. Si, para Freud, Hamlet no puede matar al tío porque éste ha realizado lo que está reprimido en el inconsciente de Hamlet (ya lo saben, el deseo de acostarse con la madre), Lacán crea un galimatías para demostrar que Hamlet no encuentra su deseo.

Hay una escena, la de la calavera y la fosa, que los críticos de todas las épocas han considerado extraña y bella, o desproporcionada e inexplicable. Es aquella en la que Hamlet salta a la tumba donde se acaba de depositar el cadáver de Ofelia y desafía a Laertes, el hermano de la desafortunada, quien a su vez se ha arrojado en llanto en la tumba de su hermana. ¿A qué desafía a Laertes? A medir cuál es el dolor más grande, si el del hermano o el de alguien que sólo amó (y esto es traducido, correctamente, en pretérito indefinido) a Ofelia. “Cuarenta mil hermanos, sumando su amor, no podrían llegar a amarla tanto”, dice Hamlet. En esa escena, simplemente conmovedora, Hamlet le indica a Laertes algo que ya se sabe (ha matado a Polonio y a dos más): que no es inofensivo. “Quita tu mano de mi cuello –le dice-; aunque no soy violento, hay en mí algo peligroso que no conviene excitar”. Poco después, le confesará a su amigo incondicional, Horacio: “Sus alardes de angustia dispararon mi arrebato”. Parece que no es aquí tampoco donde Hamlet encuentra su hora, sino donde ve amenazado su don teatral, o donde decide ponerlo a prueba, exagerando su dolor hasta que lo convierte en cierto y verdadero. Esta sutileza impar de Shakespeare hace de esa escena, mutatis mutandi, la quintaesencia de la obra, del arte teatral y de la ficción en general. El actor se ha perdido en su papel. Hamlet se convierte para siempre en Hamlet. Aquel que finge lo que siente en realidad.

En las escenas siguientes, veremos que lo que se resuelve es la cuestión trágica, al modo moderno. Hamlet ya no es un príncipe danés de la baja Edad Media; no es el Amleth de Saxo Grammaticus, quien, sólo porque se encuentra aislado, sin amigos, debe planear una estratagema. Hamlet es un príncipe del Renacimiento que hubiese contado con el favor de muchos de haber degollado a su tío en la primera escena, pues, como dice un soldado, “algo huele a podrido en Dinamarca”. Pero –es una lectura posible- necesita hacer de la venganza un hecho político. Para eso, aprovecha la visita de una compañía de actores, les pide introducir en la obra que van a representar en el castillo algunas estrofas, y logra que, ante esta tragedia modificada, el rey se turbe y se delate. Hace esto porque quiere estar seguro (al fin y al cabo, lo que él sabe se lo ha revelado un fantasma) y porque busca que a los demás tampoco les quepa la menor duda. La escena pude ser vista como la representación de un juicio. Hamlet pone a Horacio de testigo de su experimento. Y el rey en efecto se perturba ante la representación de su propio asesinato y se retira con los nobles. Es cierto que Hamlet puede matarlo en ese momento. No lo hace, y en rigor evita hacerlo. Esto, parece, porque aún le resta hablar con su madre. En ese encuentro muestra que no solo domina el arte de la representación, sino también el de la injuria. “Vuelve a la cama de ese rey flácido –le dice a la reina- y, mientras te pellizque con sus dedos inmundos y te llame su paloma, dile que no estoy loco, sino que finjo estar loco. ¿Cómo podría una reina bella, gentil y prudente ocultarle esto a un sapo, a un murciélago, a un gato viejo?” Y es durante ese duro diálogo cuando entra en acción: mata a Polonio, oculto tras un tapiz, creyendo que es el rey. Luego es enviado al exilio, se deshace de sus mendaces acompañantes, encomendándolos a la muerte, regresa y se produce la escena del cementerio. El desenlace es otra locura razonada de Hamlet: va a un duelo deportivo con Laertes, aunque tiene un sombrío presentimiento. Y aquí decide sobre la tragedia en un juego de palabras insoslayable:

“Horacio: Si hay aprensión en tu espíritu, no vayas.
“Hamlet: Nada de eso. Desafío los presagios. Hasta en la caída de un pájaro interviene la providencia. Si es ésta la hora, no está por venir; si no está por venir, es la hora. Y si no es ésta, llegará algún día. Todo consiste en estar preparado. Como nadie sabe qué deja, ¿qué importa dejarlo antes?”

Nadie muere en la víspera, dice el adagio. Hamlet ha decidido desde el comienzo. No es el estereotipo de la duda: presiente cuál es el destino y resuelve desafiarlo. En tanto, ha tejido la trama que hará de cualquier cosa que ocurra un hecho singular. Ha abierto el lugar del carácter en la historia de lo inevitable. Ha combatido la infamia con las artes de un Maquiavelo. Ha escenificado su amor y su vacío. Ha ganado su tiempo. En su agonía, dice a Horacio: “Si en tu corazón fui alguien, afronta el mundo áspero para contar mi historia”. Si en tu corazón fui alguien... Y el resto, claro, es silencio. O como alguien parafraseó: literatura.

Jorge Aulicino

Revista Ñ, 2004

Nota, 2010: Las palabras del texto citadas en este artículo son de la traducción del argentino Luis Gregorich.

Ilustración: The Play Scene in Hamlet (detalle), 1842, Daniel Maclise

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Rembrandt, el oscuro

“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”: Cómo César Vallejo se volvió uno de los mayores poetas latinoamericanos