El universo en Paraná
En
los años setenta me invitaron, a media voz, a viajar a Entre Ríos para
"conocer a Juan L. Ortiz". Me hubiese parecido una grosería infamante
aceptar. No había leído lo suficiente de Ortiz. No había leído "El
Gualeguay" siquiera. Por aquella época, unos años antes de su muerte, sólo
resonaban en mi cabeza unos versos que con el tiempo fueron varias veces
citados y que ahora intento citar de memoria: "Recordad que la poesía, si
la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,/ es asimismo, y acaso sobre todo,/
la intemperie sin fin..."
Debía todavía leer a Ortiz. Pude hacerlo a partir de 1976, el año del último golpe de Estado en la Argentina. Aquel año, compré en una librería de la Avenida de Mayo los tres tomos de "En el aura del sauce", de la Biblioteca Constancio C. Vigil, que estoy mirando en este momento. Fueron publicados en 1970, pero no los encontré en una mesa de saldos: escrito con lápiz, en la primera página, consta el precio, 200 pesos, que me imagino que era mucho; mucho incluso para un sueldo no tan flaco como el mío por entonces. Para mí aquella joya plateada -son grises y eran brillantes las tapas- fue una grande y decisiva inversión.
Me
perdí de conocer a Ortiz y lo lamento. En 1978 escribí su necrológica para la agencia de noticias Tass. Brevísima. Mientras lo hacía, recordaba la voz que me
susurró en un café de San Telmo la invitación a Entre Ríos. Y me consolaba diciéndome: "No podría
haber escuchado de él nada que no estuviese en su poesía".
Nada más misterioso o más bello. No sé de qué hablaban Ortiz y sus visitantes
en su casa en Paraná, que imaginaba húmeda, en íntima convivencia con la
intemperie. Tal vez la forma de matear o el pedir un cigarrillo fueron gestos
recibidos como hostias inextricables por sus merecidos adoradores. No estuve, y
es definitivo, en aquellas misas junto al agua. Me arrepiento. Hubiese querido
conocer a aquel panteísta que se desmenuzaba en preguntas: "Habéis
encendido, amigos, en la rosa... /un noble fuego de espíritu?".
En
los 80, el culto, que ahora se convertía en talmudística interpretación o en delectación morosa, persistía. De él ha tomado aliento toda forma de poesía de
los ochenta, incluida la barroca. Pasado el culto en vida, sólo puede atraernos
lo que escribió. No están ya su acento, sus boquillas largas, su pelo gris
volado por una brisa personal y permanente. Queda sí la elección de su diminuta
tipografía, un rastro físico del poeta. Forma parte del modo -cuya
intencionalidad es visual- en que hilvanaba sus oraciones subordinadas; del
movimiento que buscaba en la letra, como de juncos o finas raíces. En
el centro de la obra de Ortiz está "El Gualeguay". Es un poema largo,
una de las obras más abarcadoras de la poesía argentina, y asimismo una
corriente con entradas en las que el conceptismo se hace tan denso como
resplandeciente.
¿Cómo alguien pudo quedarse en aquella textura suya y nada más? La
interrogación de Ortiz al paisaje y la historia llega allí a zonas de vértigo y
de rabia. No rabia por lo que narra, sino por lo que quiere reproducir,
agachado a la vez en la orilla del río y ante lo que sus aguas reflejaron,
reflejan: desde una inmemorial profundidad de primeros abismos, hasta los
paredones de los frigoríficos. Si este poema, columna de cartílagos en su obra,
es también el cuerpo de la mente del poeta, entonces he conocido a ese titán de
hilos de agua que realizó en grandes tramos una tarea increíble: romper la
frontera entre la meditación y la historia, captar el movimiento enorme de la
civilización sobre el planeta en un plano paralelo al de los movimientos de
juncos, el vórtice, el aire en las copas de los árboles, los desbarrancos y la
lobreguez del paisaje, junto con los resplandores.
Ortiz, en toda su poesía, piensa. Al modo oriental, ese
modo sincrónico que pone bajo su aura la guerra y el ciclo de las estaciones;
el brillo de un arma o de una tarde; el aluvión que arrastra una población y la
fuga de los insectos entre el pasto. Hombres y paisaje captados como "un
ángel que sonriera para nadie".
Los montes y las matanzas, la lanza y la brizna, la pobreza y el morado de las nubes, el margen miserable y el junio de crecida, el hada de los leños y la intemperie sin fin... Allí estuvo -en él estuvo- ese mundo. Y ahora repta por sus páginas, y golpea suavemente como una rama cuando uno abre, al azar, este libro con tapas de plata gastada:
"Ah los crepúsculos de allá. Iguales a los de acá./ La misma tristeza primaveral, límpida./Y los grillos, los grillos... // Y la brisa, casi el viento,/ con la misma melancolía, de qué invasora? / en las islas de los follajes."
Jorge Aulicino en Autores de Concordia
Foto: Fernando Bellotini/Autores de Concordia
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