Microensayos: El arte y lo demás





Las siguientes son columnas publicadas en la revista Ñ del diario Clarín, de Buenos Aires, entre 2003 y 2012 bajo el título general "Palabras cruzadas". El criterio con que fueron elegidas es que refieren al arte como tema central de discusión.

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El arte
de la verdad

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El arte es virtual y sin embargo su efecto se mide por la verosimilitud, esto es, el parecido con la verdad. Si se pudiera abandonar por completo el dominio de la realidad, nuestras vidas serían seguramente virtuales, pero no necesariamente verdaderas. Tampoco, claro, serían estéticas. Matrix, la saga cinematográfica de los hermanos Wachovski, enseña que la inteligencia artificial no puede darnos sabiduría. Tampoco, entonces, arte. Esta simpleza es la culminación de un largo proceso.  
El arte, todo arte, es platónico: los hombres están frente a una caverna; ven en las paredes de la caverna las sombras de figuras proyectadas por una hoguera. El fuego arde a sus espaldas y la verdad no puede percibirse más que por intermedio de aquel teatro de sombras. Está claro que ese teatro es la única realidad posible para los hombres. Un principio de verdad. La filosofía puede, en cambio, representar completamente la verdad. El arte a su vez se ubica fuera del sistema: es sombras de sombras. Platón ponía al arte en el cuarto nivel del conocimiento, el de la conjetura (no lo apreciaba especialmente). 
Sin embargo, el arte da un salto sorprendente en algún momento de la historia y pretende que es un medio para reflejar la verdad tan válido como cualquier otro. Usurpa, como lo hicieron los magos y cierta evolución del pensamiento animista llamada neoplatónica, el lugar de la filosofía. Lo hace realizando, en la práctica, un proceso de conocimiento platónico: creando un sistema, un lenguaje de símbolos que puede sostener la verdad -.describirla indirectamente - y que, además, conmueve (un plus del arte, intolerable para la filosofía). Cuando percibió que se había llegado a este punto, el romántico inglés John Keats estableció: “Verdad es belleza; belleza verdad; eso es cuanto puedes y debes saber.”
Sería absurdo esperar que la inteligencia artificial realice la profecía del conocimiento. Si alguien pudiera construir la Matriz --un mundo virtual--, ese mundo sería el infierno. Nos devolvería a la ignorancia de aquellos hombres en la caverna, que no son capaces de pensarse a sí mismos como hombres que contemplan sombras.

Arte y 
albóndigas

La discusión sobre la belleza se enriquece día a día. Los diarios europeos nos suscitan preguntas: 1) ¿Se pueden apreciar obras de los maestros clásicos de la pintura si el ambiente está invadido de olores a comida y ruidos de vajilla? 2) ¿Es posible que gente posvanguardista no advierta que lo clásico es vanguardia?
La primera pregunta la arrojó al ruedo el director de la Galería de Arte Antiguo del palacio Barberini de Roma, Claudio Strinati, harto de los olores y ruidos provenientes de otras dependencias del palacio, cedidas al Club de las Fuerzas Armadas, que abrió allí un restaurante y alquila algunas salas para festejos de casamientos y otros banquetes.
La segunda pregunta es la que seguramente se hizo el crítico Baltasar Porcel antes de escribir en el diario La Vanguardia, de Barcelona, una respuesta a las aseveraciones de sus amigos, motivadas por la muestra del maestro Caravaggio (1571-1610) en el Museo Nacional de Arte catalán. “El arte figurativo, encuadrado en una normativa humanística, vuelve”, le dicen estos amigos. Y esto, porque “esa magnificencia ahora no existe” y muchos están cansados de los ciegos tanteos de la vanguardia. Con justeza, Porcel les responde que Caravaggio fue un pintor turbulento “de fondo y forma” y  no un simple “exponente clásico de belleza artística”.
Digamos, ya que Caravaggio también aparece envuelto en el olor a albóndigas del palacio Barberini, que en efecto, fue turbulento en su vida y concepción del arte y  que un olor a ajo o bodegón no debería turbar la visión de sus cuadros de bodegones, precisamente, ni de temas bíblicos: para ambos tipos de obras utilizó como modelos a gente de la calle y del bajo fondo. Una prostituta ahogada fue, se dice, la que pintó en su Muerte de la virgen. Pero digamos que se equivoca Porcel en la respuesta a sus amigos, pues, según él mismo cita, ellos añoran “magnificencia”, no clasicismo, y sin duda la obra de Caravaggio, de un naturalismo engrandecido por luces y sombras sobrenaturales, fue magnífica. La vanguardia es muchas veces anodina y no tiene siquiera intensidad de olor a albóndigas.

Arte y
exaltación

Hace poco, el pintor Guillermo Roux confesaba que el arte da miedo. No es corriente, en cambio,  que el arte produzca exaltación. Frecuentemente, el arte disminuye. La primera impresión que produce en muchos casos es de categoría tan extrema que sentimos que nos han arrebatado el espíritu en un escalofrío. Da miedo. En estos casos, inmoviliza y nos priva de nosotros. Su visión es fantástica. Sucede o puede suceder con la Rendición de Breda, de Velázquez, con el arte de Rafael o con el de Miguel Angel. No ocurre lo mismo con Leonardo. Su arte no es de shock, es más o menos persuasivo, dependiendo de la resistencia del espectador. Pero cuando finalmente impregna el espíritu, nos hace sobrehumanos. En sucesivos pasos logra lo mismo que Velázquez o Rafael consiguen de un golpe certero y deslumbrante.
Hasta aquí, hablamos de pintura. Y se puede decir que la pintura tiene la potestad de gobernarnos y derrumbarnos en un solo movimiento porque todo está ante la vista en un cuadro, de una vez y para siempre. Podemos prevenirnos y resistir su vorágine, esta es nuestra potestad.
En la música, que se desarrolla en el tiempo lineal, aunque está escrita desde las primeras notas en todos los planos posibles, diríamos que el shock necesariamente se demora. La música nos prepara para recibir aquello que nos dará, insostenible en la mente y en el sentimiento.
Pero hay música y hay arte que exaltan. No nos expulsan de nosotros sino que nos sumen en nosotros. Así como algunos artistas parecen haber sido instrumentos de la divinidad, otros nos descubren los fragmentos de la divinidad que somos o hemos sido.
También esas obras finalmente parecen encontradas; no escritas sino halladas. Debieron encontrar Mozart, la Sinfonía Número 25, y Ravel, el Bolero. Ante estas obras nos exaltamos. Estas obras convierten nuestra pasión en homenaje a un dios sobre cuyo espíritu sobrescribe el nuestro. Somos, en ellas, hermanos, iguales, a Yavé o a Dionisio, mientras ante Rafael somos súbditos temerosos y luego agradecidos.

Arte y
videojuegos

Pasé muchas horas jugando algunos juegos para PC y hasta puedo decir que fui adicto a uno de ellos, pero no alcanzo a comprender la necesidad de especialistas en nuevas tecnologías de discutir si esta forma inédita de entretenimiento es arte.
Habrán visto que últimamente es fácil llamar arte a algo. Los carteles, distintos géneros de "intervenciones", el piercing, algunas manifestaciones de protesta, disputan la categoría de arte, tanto con el fin de prestigiarse con la forma moderna y revolucionaria de concebirlo como de desacreditar lo que no es ideológica o estadísticamente popular.
Los videojuegos son ahora el principal candidato a lograr la supuestamente honrosa denominación de "octavo arte", cuando todavía no sabemos dónde está el séptimo. Clarín dedicó espacio, el domingo pasado, a consideraciones como las del "crítico de videojuegos" Stephen Totilio, quien habla de una forma "incipiente" de arte (¿incipiente?; ¿cuál habrá sido la pintura "incipiente" o la literatura "incipiente"), o del escritor D. B. Weiss quien pronostica que dentro de 15 años los videojuegos serán "una forma de arte popular tan legítima como el cine".
Hay una confusión de fondo que uno no sabe si atribuir a escasa reflexión o simple pedantería. El cine no es un arte, es un medio, como la TV; sirve para hacer arte como la pintura sirve para pintar paredes, decorar o crear un cuadro. Los videojuegos tienen su estética, y muy buena, pero no son arte, forman parte del gran arsenal de juegos y deportes concebidos por el género humano. A los mandarines chinos, que apreciaban cierta calidad estética del ajedrez, no se les ocurrió nunca llamarlo arte, salvo bajo el concepto general de "virtud, disposición y habilidad para hacer algo"; no como una actividad dirigida específicamente a producir un tipo de emoción llamada artística, y cuya única o principal función sea ésa. En un juego, el arte está subordinado a otro fin, como en la decoración.
[La muestra Into the Pixel, que se realiza desde 2003, reivindica el arte de los videojuegos. La muestra sin embargo, exhibe más bien el arte en los videojuegos, es decir, las imágenes sacadas de su contexto lúdico.]
La vacante del arte --porque al fin lo han vencido las teorías sobre su muerte, metamorfosis, secularización, "pérdida de aura"-- deja abiertas demasiadas puertas. Es notable que haya tantos postulantes al sombrero del muerto. Será que no se puede prescindir del arte, como si fuera una fuerza irracional cuya finalidad es el puro regocijo de ser lo que es.
 
El arte y las
azaleas

Las azaleas, plantas de la familia de las Ericáceas y del género de los rododendros, no florecen en invierno. Por otra parte, son plantas difíciles. Un foro de cultivadores de azaleas en Internet indica que hay muchas posibilidades de que no vivan ni una temporada en el balcón de una casa, y aun en el jardín. Los aficionados, con tesón y entusiasmo, se trasmiten recetas varias sobre riego, tierra, luz y temperatura para lograr que las azaleas sobrevivan y den sus flores delicadas, abundantes, trémulas como un milagro. Porque las azaleas, cuando florecen, tienen una flor por cada tallo floral, pero son tantos estos tallos que las flores conforman rápidamente una masa evanescente, casi un fenómeno de luz rosada o blanca sobre la mata oscura.
Tal la situación, y sin embargo, la azalea de mi balcón floreció en junio. No hay mucho que decir sobre esto, excepto alguna especulación acerca del cambio de clima. A menos que pensemos que las azaleas como los árboles y plantas en general tienen un calendario ciego implantado genéticamente, la floración y la extinción de las flores ha de responder a las condiciones climáticas. Y la verdad es que mayo y junio no fueron especialmente duros. Así que la azalea, a diferencia de los fresnos de la cuadra, que se deshicieron de sus hojas en abril y a otra cosa, respondió al estímulo físico y allí está, con sus flores increíbles, mucho más increíbles en el día de julio en que escribo esto, oscuro y frío.
¿Qué harían los poetas con esto? Se los diré. Pensarían en la tundra, en el que soñó que cabalgaba con los tártaros bebiendo el deber del cielo, en la aurora boreal y su abismo, en el más desolado paso de la cordillera más lejana, en el idioma de las bandadas cuando el horizonte se pone ceniza y malva, en la aventura y el fuego, en la lejanía y la intimidad que son casi lo mismo, en los cadáveres de los jóvenes poetas, en las huellas afelpadas de los antiguos ejércitos y en sus túnicas púrpura sobre la nieve, pero nunca se preguntarían por qué esta azalea ha fracasado, por qué ha florecido en invierno. 

Arte, belleza
y propaganda

El profesor norteamericano Arthur Danto, que en los años 80 del siglo pasado, y tardíamente, anunció el fin del arte, da una vuelta de tuerca a su teoría a los 81 años de su vida. Acaba de publicarse en España su libro El abuso de la belleza
Danto dijo en El fin del arte (1984) que en el siglo XX el sentido filosófico del arte era evidente. Al conocerlo, el arte se suicidaba. Aquello era la conclusión a la que lo había llevado la experiencia de las vanguardias de los 60. Ahora, entrevistado por la revista de cultura del diario El País (ver Ñ nº 80) dice que ese final era un final abierto. Pero redondea su idea: la belleza no es imprescindible para el arte; sólo está indicada cuando contribuye al significado de la obra. De lo que concluye: el sentido importa más que la belleza.
Hace tiempo que sabemos que la belleza no es aleatoria. Lograda, contiene su propio mensaje, su propio sentido. Pero Danto nos devuelve a las cavernas. Sólo un filósofo puede colocar a la belleza, en una maniobra quirúrgica de apariencia hábil, fuera de la discusión sobre la verdad. Danto menciona el Guernica de Picasso como un cuadro intencionalmente realizado como la antítesis de una obra bella. “Podía ser intelectualmente bella, pero no físicamente bella”, dice. Ante el Guernica, en verdad nadie diría: qué hermoso cuadro. Resta saber si alguien diría: esto no es un cuadro. Yo lo diría, sin duda, porque Picasso precisamente hizo la difícil operación (para su talento) de privar la obra de belleza. Eso es realmente la muerte del arte, porque es la muerte. El vacío de un mundo en sombras, donde la muerte es sólo sombras. En el Guernica hay pura artesanía de la propaganda. Picasso cae en su trampa. La angustia del cuadro deviene de que no es arte, no de su sentido explícito.
Si Danto colocará la palabra belleza en el buscador Google, encontraría más de cuatro millones de páginas que contienen el término. Google coloca a la cabeza de la lista las que tiene que ver con la moda y la cosmética. Google piensa más o menos como Danto.

Arte, belleza
y sentido

Un lector argumenta que es bello el poema de Laurie Anderson publicado en esta columna en el número anterior, pero que mi defensa de la belleza fue un poco desmañada. Dice además que debí explicar qué dijeron Eco y Danto sobre la belleza, y no sólo mencionarlos, y, tal vez, explicar incluso quiénes son.
Bien. El novelista, filósofo y semiólogo Umberto Eco y el filósofo y crítico Arthur Danto coincidieron más o menos en describir la devaluación de la belleza artística, en libros recientes. Parecen coincidir también en que la falta de belleza no es óbice para que se siga practicando el arte. Danto lo encuentra satisfactorio: la belleza --dice-- sólo está indicada cuando contribuye a reforzar el sentido. Eco, en cambio, no encuentra un ideal específico de belleza, ya que la época está rendida "a la orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza".
Danto sugiere que hay un modelo de belleza del que el arte se apartó. Eco, historicista, rastrea modelos a lo largo de la historia de occidente.
En las primeras décadas del siglo veinte, un filósofo de la Nápoles medieval expuso algunas conclusiones sobre el arte. Benedetto Croce, repudiado por el comunismo, el fascismo y el progresismo de la modernidad (en todos los casos por aristocratizante) postuló que la belleza y el arte son la misma cosa. Escribió que todos los libros sobre las leyes de la belleza forman parte de “una astrología de la Estética”. Destruyó los argumentos de una belleza natural y planteó el problema de que la forma y el fondo (la intuición artística y la organización de los materiales) son intercambiables. De este modo, la función del crítico es el gusto, y la función del artista es el genio, pero, ubicados ambos en la posición inicial del artista, se anulan mutuamente: no puede ver uno feo lo que el otro ve bello. Así, obra y crítica, obra y contemplación o lectura, son lo mismo.
De este teorema no se repuso la crítica jamás. Puedo olvidar el apellido Danto, no el apellido Croce.

Arte, propaganda
y decoración

Hablemos de decoración. Cuando alguien entra en una habitación no se pregunta por qué allí hay mesas y sillas, lámparas y sillones, y no se pregunta para qué sirven. Se preguntaría en cambio por qué en una habitación hay un oso polar. Si el oso está embalsamado, lo juzgaría como un detalle de decoración desproporcionado. Por lo demás, podría juzgar la habitación como cálida, fría, acogedora, desagradable, indiferente, chillona, señorial, discreta, desolada, alegre o amenazadora. Todo esto depende siempre de sillas, sillones, cortinas, pisos, papel, pintura. Es decir, de una combinación de elementos básicos.
Nadie espera que una habitación diga si es existencialista, comunista, liberal, católica, aunque seguramente podría decir algo al respecto. Sólo se le pide que proceda con sus elementos básicos materiales para lograr un efecto subjetivo; un efecto que juzgaremos en gran parte por la primera impresión. Aun cuando la habitación pudiera desplegarse en el tiempo, y no sólo en el espacio, seguiríamos pensando, al finalizar el despliegue, en toda la impresión como la primera. Llevarse de la primera impresión no es aconsejable para el amor ni para las relaciones personales en general pero es aconsejable e inevitable para apreciar el arte. ¿Hay en esa impresión algo que nos comunique con una ideología política y una posición moral? Seguramente encontraremos esto si dejamos que la primera impresión, la impresión absoluta, hable por sí misma.
Han pasado las vanguardias y las postvanguardias, pero nada ha podido borrar la perversión según la cual el arte debe leerse en relación directa con otras ideas sobre la realidad. El arte pontificio y el realismo socialista consagrado en 1934 en la ex Unión Soviética, no son ruinas de un continente hundido. Algunos críticos han visto, por ejemplo, una película cuyo escenario es la Guerra de las Malvinas esperando que el hecho artístico, el hecho de ficción, corroborara lo que piensan o los iluminara sobre causas, justicia y necesidad del conflicto. Han olvidado el juicio estético. Han entrado esperando ver carteles en la habitación. 

Arte y
contexto

Entré al barcito. El estaba leyendo las noticias de Levante. Así me lo dijo, usó ese término; de paso me ahorró ver por mí mismo en qué se ocupaba antes del imprevisible comentario del día. El caso es que esta vez parecía que no iba a haber comentario. Siguió leyendo. Al cabo de  unos cinco minutos, le dije: “¿Vio el caso de la empleada que confundió una bolsa de basura con una bolsa de basura en la Tate de Londres?”. Iba implícita una posición: en realidad, la empleada había arrojado a un contenedor la bolsa de basura que era parte de una “instalación” artística. “Me interesó que un diario inglés comenzara su crónica preguntándose sobriamente cuándo una bolsa de basura no es una bolsa de basura”, dijo. ”Ajá”, dije, pensando que la ironía inglesa era mejor que la mía. “No hay ironía”, adivinó. “Se plantea un enigma. Cambie la bolsa de basura por el mar”, me dijo. “El mar es irreductible”, le dije. “Chocaron contra él Borges y Valery; el nuestro escribió: Quien lo mira lo ve por vez primera, siempre; y el francés, ya sabe: la mer, la mer toujours recommencée, que es parecido. Stevenson, fascinado, casi no lo mencionó. Es inabordable para la poesía”. “No para la pintura”, respondió. “Las marinas son un género pictórico, como el policial para la novela. Sin embargo, entiendo su posición. Ayer estuve fascinado con una botella, ¿ha mirado la belleza de una botella verde, oscura, y casi ingrávida?” “Tal vez no –dije-, pero recuerdo que el italiano Pavese hablaba de un amigo que caía en éxtasis con solo ver el cielo azul a través de una pequeña ventana”. “No parecen antojos, extravagancias”, me dijo. “No”, acepté, “pero no me puede cambiar la bolsa de basura por el mar. De hecho usted hizo pequeña poesía cuando describió la botella”.  “Error -exclamó-. Lo que dije es transposición, no descripción. La respuesta al enigma del museo inglés es que la empleada no vio una transposición, vio una bolsa de basura. Ella hubiese tomado el trapo de piso de haber encontrado el mar caminando por los pasillos. Ni hablar de mi botella”. 


La música y
el universo

La prestigiosa revista Science publicó los resultados de una investigación sobre el canto de los canarios. Pensarán que esto es una idiotez, pero la noticia presenta un aspecto conmovedor, el de los canarios sometidos a aislamiento desde su nacimiento para verificar si eran capaces de aprender cantos modulados por computadoras. Es algo ridículo a simple vista que gente grande se dedique a estas investigaciones. Y aunque los investigadores siempre tienen un pretexto -en este caso, el conocimiento científico de los procesos que permiten a los seres humanos, como a los pájaros, las marsopas, acaso los murciélagos, producir sonidos-, la verdad es que les encanta la investigación en sí misma, así como los futbolistas no se preguntan por la función social del fútbol.
El aspecto extraño, sugestivo, es que los canarios que habían aprendido los cantos generados por computadora, restituidos a su medio, y en temporada de apareamiento, mezclaron las canciones aprendidas con sus cantos naturales. ¿Dónde habían aprendido los cantos naturales? ¿Fue casualidad que a las secuencias conocidas agregaran otras, que daban por resultado los fraseos de la especie? ¿Dónde aprenden sus cantos los canarios?
Supe luego, porque la Internet todo lo abarca, que otras investigaciones demostraron que las hormonas masculinas tienen importancia capital en el desarrollo de los centros cerebrales que permiten a los canarios emitir su canto, pero no dieron pruebas de que las secuencias de gorjeos y trinos estén genéticamente grabadas allí.
He pensado alguna vez que el canto precedió al hombre, a la comunicación y a la literatura. Algo, oculto en el cerebro de los canarios, me permite suponer que hay un ritmo secuencial en el universo que de alguna manera está presente en nuestra sangre. Querríamos a veces que el habla, nuestras acciones, el mundo, se parezcan menos a Wagner y más a Mozart, pero una nota oscura y otra cristalina parecen habernos constituido, grandilocuentes y asesinos, elegantes y sublimes. Y esto podrían revelarnos los canarios.


Arte, turismo y 
ecología 

Probablemente no hubo en la cultura, durante las últimas semanas, nada más desconcertante que la noticia sobre un movimiento político en defensa de varios castaños a la orilla del Sena, en Médan, al oeste de París. Esos árboles forman parte del paisaje en el que pintó Paul Cézanne durante sus visitas a su amigo Emile Zola, de quien se separó abruptamente cuando creyó reconocerse en el artista fracasado de la novela La obra, firmada por Zola. La industria del turismo, ecologistas, amigos del arte y simples patriotas maldicen al intendente Serge Goblet por anticipado. Goblet se disponía a firmar unos permisos (quizá ya haya desistido) para construir un conjunto de viviendas en aquellos parajes. Tal vez debieron preservar incluso la famosa "casa del ahorcado" pintada por Cézanne, una pobre cabaña. Y cada brizna de las que pintaron Manet, Monet, Renoir, Gauguin.
¿Aprenderemos alguna vez de los franceses? ¿Seremos capaces de apreciar con qué finura saben cruzar arte, turismo y ecología? Aquí, una funcionaria de Medio Ambiente fue injustamente vituperada porque no atinó a modificar el paisaje del Riachuelo que inspiró al artista boquense Quinquela Martin y un tango de Cobián y Cadícamo. Debería celebrarse la ineficacia de la señora Alsogaray. El Riachuelo inspiró a los artistas; su borde áspero y arrumbado atrae al turismo. Sin embargo, quisimos ver allí bañistas y veleros deportivos. 
En Francia, en tanto, al único que no se escucha es al protagonista, y no porque esté muerto. Si hubo un pintor en el siglo XIX que intentó ver la razón de las formas, ése fue el solitario de Aix-en-Provence, la tierra en la que se refugió durante sus últimos veinte años. Cézanne creyó que su tarea era la de captar la estructura secreta de las cosas, y no --como pretendían sus amigos impresionistas-- construir sus imágenes fugaces con el juego inasible de la luz. La verdad, no pintó castaños ni paisajes ni bodegones: pintó la íntima relación entre materia y espíritu. Lo que Cézanne puso sobre la tela está en Médan y en cualquier otro sitio.

El arte, el
rito y la
eternidad

En la "Oda a una urna griega", John Keats deja sentir que el rito parece detener el tiempo fugitivo: "¡Oh figuras del Atica! ¡Bello gesto! (...) cuando el viejo tiempo devaste a esta generación / tú permanecerás en medio de otra aflicción", canta el bardo a la urna y a las imágenes celebratorias inscriptas en ella: un amor siempre cálido, el mismo sacrificio del becerro a los dioses, las mismas flautas y la misma primavera. 
Keats percibió la paradoja de que en determinados trances el instante persigue al instante, pero nada se convierte en pasado. La percibió en esas escenas en las que todo se mueve y, al mismo tiempo, todo está detenido. Vio que allí estriban la idea de belleza y la de eternidad y que eso ha sido la demencial y a la vez reparadora función del arte, antiguo y moderno.
El 15 de mayo finalizó una muestra de arquitectura en el Centro Cultural Suizo en París. La demencia ha bajado al terreno práctico. Los arquitectos proponen no ya las formas y el movimiento que conjuran el tiempo, situándose fuera de él, sino un tiempo invariable que se puede habitar realmente.
La "arquitectura invisible", presentada por Philippe Rahm, logra climas inmutables con el manejo de materiales como el vidrio y el agua. Rahm mostró que, con el agua del lago de Neuchâtel, produjo dentro de un pabellón una fina bruma en la que se perdían las categorías de tiempo y espacio. Otra obra, llamada Primavera continua, también de Rham, crea un clima templado uniforme en un espacio cubierto con una capa lumínica que apenas se modifica con las variaciones de la luz en el exterior. 
En el sitio de Internet swissinfo.org, de Suiza, se lee que esta arquitectura pretende promover una "continuidad climática global". Si se realizara esta utopía, una atmósfera constante lograría la ilusión generalizada de la detención del tiempo físico.
¿Por qué no podemos imaginar que esto sea necesario, estético o deseable, en tanto admitimos que los ritos de primavera grabados en una urna griega pueden provocar la emoción que Keats escribió en su oda? 

Copérnico, el 
barroco y lo 
que no vino 
después

Entre la muerte en 1543 de Nicolás Copérnico, con la primera copia impresa de Sobre las revoluciones de las esferas celestes en sus manos, y el paulatino anegamiento de los atolones del Carteret, en Papúa Nueva Guinea - del que dio cuenta la prensa mientras se desarrolla en Montreal la nueva cumbre sobre Cambio Climático -, media una historia en la que la percepción del universo parece haber modificado no sólo la ciencia, sino también el arte; poco menos la política.
Copérnico, médico, canónigo, estudioso de las finanzas y de las estrellas, dio forma, como se sabe, a la teoría revolucionaria en su tiempo de que no es la Tierra sino el Sol el centro de nuestro sistema. La repercusión de este golpe sobre nuestro centralismo cósmico fue tal vez magnificada por el sociólogo de la cultura Arnold Hauser (1892-1978), quien, si bien no deja de estudiar otras causas, atribuye el arte barroco casi enteramente a Copérnico. Las producciones barrocas del siglo XVII causan “un efecto más o menos incompleto e inconexo; parece que pueden ser continuadas por todas partes”, escribe. Todo el arte está lleno del “eco de los espacios infinitos”; aun detrás de las escenas de la vida diaria - avanza Hauser -, a menudo representada por los pintores flamencos, “se siente la intranquilizadora infinitud, la armonía siempre amenazada de lo finito”.
Pero en el arte barroco hay a la vez, señala, un sentimiento de confianza nueva y de orgullo ante el dominio de las leyes de Dios y la percepción de su misterio.
Han pasado cuatro siglos. Cuando uno cree, como todos creemos, que los atolones de Carteret se están hundiendo debido al cambio climático global provocado por el género humano, resta preguntar: ¿el orgullo cedió de nuevo ante la comprobación de que vivimos en una roca efímera en cuya superficie estamos operando para apurar su destrucción? Y ¿qué de esto se expresa en el arte de hoy? Si la tesis de Hauser era cierta, el abatimiento irreligioso cerró la parábola abierta por el barroco. A eso debería seguir un estoicismo posclásico y no la impotencia generalizada del arte en nuestros días.

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Imagen: La última cena, Leonardo Da Vinci, Convento Santa Maria delle Grazie, Milán, 1498. Pintado en el muro del comedor del convento, el cuadro mide 4,6 metros de alto y 8,8 metros de ancho.

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