Quevedo lee a Keats













En los comentarios a estos comentarios, se señaló, me parece que con justicia, que hay una escuela crítica cazadora de novedades y revoluciones en la literatura. Sus integrantes se atropellan por descubrirlas, darles nombre y definir hasta qué punto hacen estallar todo o al menos lo reacomodan de manera inesperada. Noé Jitrik ha indicado una tradición de la ruptura. Y si tal tradición existe, la cátedra a su vez se empeña en ser la metavanguardia que de inmediato señale la metamorfosis del escenario. Abundan las ocasiones en que tales cambios son puestos en el límite: ya la literatura, no solo un modo de concebirla, ha estallado.
Es curioso que una de las más radicales vanguardias europeas, el imagismo, inventado por Ezra Pound, se fundara justamente en la idea contraria a la de la metavanguardia: no hay rupturas, hay un desarrollo orgánico del arte de escribir. Un desarrollo hegeliano que tiende a la captura de la literatura absoluta. Ante Pound no se hubiese podido mencionar a Hegel. Sin embargo, este drástico maestro de las letras había hecho un canon breve, brevísimo, para la dimensión del objeto. Dicha lista –semejante a una receta, y más aun a un listado de vituallas– encerraba, para Pound, los avances históricos en el arte de la escritura, así como para Hegel determinados hechos de la Historia, no todos, acercaban a la humanidad a la posesión de la conciencia absoluta en la que la especie al fin se ve y en el mismo instante deja de verse.
Para Pound, la literatura había avanzado desde Homero en base a unas pocas obras, que excluían enteramente el romanticismo, por ejemplo, la literatura isabelina, desvíos, a su juicio, en el camino de lograr la identidad plena entre el objeto y la palabra.
Como sea, los cambios se han producido, la literatura aún no ha estallado –ni en la identificación plena con el objeto, a la que seguiría necesariamente el silencio, ni en la implosión que destruyera sus bases y redujera las lenguas a una convención práctica, y las ficciones –prosa o poesía– a reportes improbables, destinados al anaquel de las teorías insuficientes.
Los cambios se produjeron y son sorprendentemente radicales. Pero no llegan al final orgiástico hegeliano ni por vía de la revolución ni por vía de la acumulación. Además, se toman un tiempo. Lo demuestra el hecho de que Francisco de Quevedo y Villegas fue cierta vez teletransportado, desde su segunda reclusión en la torre de Juan Abad, en 1643, a Roma, y más precisamente a la habitación en la que agonizaba un joven inglés llamado John Keats.
-Soy Keats -lo tranquilizó Keats conteniendo un arrasador ataque de tos tísica-. Soy un poeta.
-¿Qué ha pasado? –dijo Quevedo.
-Sólo 178 años –respondió Keats.
Don Francisco se ajustó los quevedos y miró detenidamente ese martirizado rostro.
-La estáis pasando mal -dijo- y, con franqueza, no doy por vuestra vida un centavo esta noche.
-No lo dé. Estoy agonizando.
-Decidme entonces qué habéis escrito, permitidme leer vuestro poema en homenaje a este encuentro en condiciones últimas.
Keats le entregó el manuscrito de “Oda a un ruiseñor”.
Lo leyó Quevedo -suponemos que entendía el inglés- y dijo:
-Me deja de una pieza. ¿A esto llaman hoy poesía?
-Sin duda-dijo Keats.
-Y cómo no ibais a terminar de este modo. Habeis escrito aquí un canto inconcebible, tres cuartas partes pueril, que ni a la cultas fábulas de mi acendrado rival don Luis de Góngora puede equipararse. En mi tierra, o en mi tiempo, el máximo de imaginación no pasa de la tradición grecolatina, y el alarde verbal compite con el alarde de tropos conceptualmente contundentes. Pero aquí lloráis como una doncella engañada por un pajarillo, que allá a tal punto nos parece maestro en el arte de cantar, y al mismo tiempo tan común, que lo identificamos con el nombre familiar de Filomena.
-No soy yo el que llora ahí -dijo Keats.
-¿No es vuestra esta poesía, tan, por otra parte, inadecuadamente llamada oda cuando es más bien elegía?
-Algo he escrito aunque no mucho sobre la capacidad negativa a la que aspiro. “Llamo capacidad negativa a la de un hombre que es capaz de existir en medio de las incertidumbres, los misterios, las dudas, sin nada sensible que pueda ser captado tras el acto y la razón.”
Quedó mirándolo don Francisco con su mirada estrábica.
-¿Sois o no el autor? -dijo
-Sí lo soy, pero prefería que viera usted la belleza del poema y no al autor.
-¿Cuál es la diferencia?
Keats tosió horriblemente y meneó la cabeza.
-Entiendo, dijo, que en su espacio y tiempo la literatura ha sido rebasada en su autonomía por hombres como usted y el tal Góngora. Son ustedes autores posautónomos [de acuerdo con el concepto acuñado por la ensayista Josefina Ludmer; brevemente: autobiográficos], han dejado atrás el canto, la magnífica plenitud antigua, la lejanía literaria, los fabulosos mármoles, la poesía como logro e instrumento de belleza y verdad, para asumirse como una ficción realizada. ¿No leyó usted muchos libros de caballería?
Quevedo rió de buena gana de algo que en verdad no había entendido completamente. Se disculpó por la carcajada detonada junto a ese lecho de muerte y dijo:
-Claro que sí, tenéis razón. Eso somos don Luis y yo, su calzón y mi cojera. Lo he comprendido apenas cuando proferí aquel “¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?”. Pero dejadme ser tenido por cierto, y a vuestra autonomía literaria, pues a que le den por culo.

Jorge Aulicino
El Estante Maldito, blog de la revista Ñ, 2008

Comentarios

  1. Es curioso para mi ver comparados a estos dos personajes puesto que, casualmente, estoy emparentada con ambos: con Quevedo por línea materna (mi trastatarabuela Juana Bustamante Quevedo era la heredera de su mayorazgo) y con Keats por vía paterna (Fanny Keats, la hermana del escritor, se casó con Valentín Llanos, hermano de mi trastatarabuelo Mateo). Blanca.

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