(Respuesta para una encuesta)
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El árbol genealógico es
uno de los mitos constitutivos de la civilización humana. Supone una versión o
réplica doméstica del mitológico árbol de la vida. La savia que por él circula
da siempre un resultado nuevo y distinto, pero a la vez esencialmente el mismo,
característico y caracterológico.
Dejando de lado para la
presente ocasión que la acumulación de capital requirió del árbol genealógico
para formar la herencia, rastrear el propio árbol es armarse a sí mismo a la
medida de uno, de suerte que el árbol se transforma en autorretrato.
Me veo producto de la
licuadora en la que cayó la poesía argentina a mediados de los setenta del
siglo pasado. Mis experiencias anteriores a esas fechas -que se corresponden
con mi participación en el taller Mario Jorge De Lellis a comienzos de los años 70- iban por dos vías o
tres vías distintas: la clásica de oro (Góngora, Quevedo), la
nerudiana-whitmaniana-maiakovskiana y la que hizo una mezcla muy particular de
Vallejo con Tuñón, y un agregado de Gelman. Pero en los comienzos de los 70 muchos nos dimos cuenta de que nos faltaban algunas lecturas y entramos en un agítese antes de usar que decantó en
algo a medias entre el hermetismo italiano (el simbolismo devenido realismo), la vanguardia francesa y
la poesía anglosajona del siglo XX, en particular Wallace Stevens y el
imaginismo reflexivo de Ezra Pound, Marianne Moore, William Carlos Williams. La
dictadura cerró el sport. Nos obligó a enclaustrarnos y trabajar. Y trabajamos con
eso. Cuando pasaron los peores años, en vísperas de Malvinas, vimos que habían
cristalizado otras poéticas también. Junto con la nuestra -me refiero a poetas
del De Lellis pero también a otros, exiliados interna o exteriormente- estaban
el neo-romanticismo y el neobarroco. Nuestra corriente, tendencia o grupo no
tenía nombre. A ella pertenecían sin proponérselo Daniel Freidemberg, Jorge
Fondebrider, Daniel Samoilovich, Irene Gruss, Santiago Sylvester, Santiago Kovadloff, Manuel Ruano, Rubén Reches, Rafael Felipe Oteriño, Elvio Gandolfo, Eduardo D'Anna, Jorge Isaías, Juan Carlos Moisés, Francisco Muñoz, y más tarde, Jonio González, Miguel Gaya, Javier Cófreces (que propugnaban una poesía "descarnada"), entre otros, a los que podría sumar, aunque no tuviéramos relación
directa, al menos en esa época, a Mirta Rosenberg, Estela Figueroa, Mario
Romero, Teuco Castilla, Diana Bellessi, María Teresa Andruetto. Pero había más: llegada la democracia, poetas que para
mí al menos habían permanecido detrás del telón se hicieron presentes: Javier
Adúriz, Jorge García Sabal, que encarnaban una suerte de lirismo neoclásico al
que Adúriz llamaría más tarde "posclásico". De algún modo convergían en la corriente general.
La generación sin nombre descubrió o
redescubrió, entre los años 70 y los 80, a poetas que por motivos distintos, y hasta antagónicos, no había tenido en cuenta, como Joaquín Giannuzzi y Leonidas Lamborghini, Alberto Girri, Edgar Bayley, Olga Orozco, Juan José Ceselli, Francisco Madariaga, Alfredo Veiravé, Juan José Saer (cierto que sus poemas reaparecieron apenas promediados los 80), Francisco Gandolfo, Juana Bignozzi, Ricardo Zelarayán, que influyeron en nosotros primero y en parcelas de
la generación siguiente, la de los 90. Por su lado, los neorrománticos -Víctor Redondo, Horacio Zabaljáuregui, Jorge Zunino- nos
llevaron a revisar la generación del 40, donde había realmente piezas
desconocidas, como Alfonso Sola González, Horacio Rega Molina o Basilio Uribe. No sé quiénes fueron los santos patrones
de los neobarrocos, pero con Arturo Carrera al menos hubo zonas comunes, como
la enorme comarca Juan L. Ortiz.
Mi árbol genealógico es
pues un arbusto rastrero, fuerte pero no alto, y que no termina de extenderse. Y el nombre de mi heredad podría tomarse en préstamo de Andrei Tarkovsky: La zona.
Imagen: Escena del rodaje de El sacrificio (1986), de Andrei Tarkovsky
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